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– Sí, me acuerdo.

– Sí, ¿no? ¿Te acuerdas de cómo me dejaste tirada, cobarde hijo de puta?

– Me acuerdo -contestó Duncan.

– ¿Te acuerdas de cómo murió Emily porque tú nos dejaste tiradas? ¿Tiradas en aquella calle frente a todas esas pistolas de los cerdos como la asquerosa rata que eres?

– Me acuerdo.

Olivia ya no podía controlar su ira. El auricular le temblaba en la mano.

– ¿Sabes cuántas veces he pensado en este momento?

– Me lo imagino.

– Cada minuto del día, durante dieciocho años.

Duncan no dijo nada.

Olivia tomó aire una vez y luego otra. Permanecía callada, atenta a los sonidos de la noche y respirando con la boca pegada al auricular. Notaba el frío aire que la envolvía despejando sus pensamientos.

– ¿Tienes algo que decir? -preguntó.

Duncan no dijo nada.

– Eso me parecía.

Respiró una vez más y sintió que su ira cedía paso a la vieja y continua comezón que tan bien conocía.

– Bueno. Ha llegado el momento de ajustar cuentas.

Dejó que sus palabras quedaran flotando en el aire.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó él.

– Es lenguaje carcelario, Duncan, algo que yo conozco muy bien y tú no, gracias a mí. Yo no te delaté. Quiere decir que tú me debes algo y ahora quiero cobrarlo. Por eso estoy aquí, Duncan. Para cobrarme mi deuda.

Susurró al auricular:

– Los tengo, rata asquerosa. Los tengo y vas a pagar.

– ¿A quién? ¿De quién hablas? ¿Qué estás diciendo?

Olivia sintió el pánico en su voz y su corazón se alegró.

– Tengo a los dos. Me los llevé del estacionamiento del colegio y los tengo. Ya sabes a quién me refiero.

– Por favor… -empezó a decir Duncan.

Aquella expresión la enfureció.

– ¡Nada de pedir ni de suplicar! ¡Cobarde! Pudiste salvarnos y no lo hiciste. ¡Tenías que haber estado allí y te largaste!

De nuevo se hizo el silencio en la línea.

– ¿Qué es lo que quieres? -preguntó Duncan transcurridos unos segundos.

Olivia esperó antes de contestar.

– Pues verás, Duncan. Parece que te van bien las cosas. Durante estos años has prosperado, te lo has montado bien.

Tomó aliento y continuó:

– Lo quiero todo.

– Por favor, no les hagas daño. Puedes quedarte con todo.

– Desde luego que puedo.

– Por favor -repitió Duncan, olvidando que no debía usar esa expresión.

– Si los quieres de vuelta tendrás que pagar, Duncan.

– Pagaré.

– ¿Supongo que no hará falta que te recuerde todo lo que no debes hacer, como en la televisión? Ya sabes: nada de llamar a la policía ni de contárselo a nadie. Prepárate para obedecerme en todo. ¿Necesitas más detalles?

– No, no. Lo que tú digas. Estoy dispuesto a… a lo que sea.

– Bien. Volveremos a hablar pronto.

– ¡No! ¡Espera! Mi hijo Tommy. ¿Dónde…?

– Está bien. Y también el cerdo fascista del juez. No te preocupes, todavía no los he matado, no como tú hiciste con Emily. Por el momento han tenido suerte.

– Por favor, no sé…

– Pero lo haré, Duncan. Los mataré con la misma facilidad con que tú mataste a Emily y casi me matas a mí. ¿Lo entiendes?

– Sí, sí, pero…

– ¿Lo entiendes? -gritó Olivia.

– Sí.

Se quedó callado.

– Bien, Duncan. Ahora espera. Estaremos en contacto. He sido capaz de esperar dieciocho años para esto. Seguro que tú podrás esperar unas cuantas horas.

Se rio.

– Que pases una buena noche. Saluda a tu chica de mi parte, matemático.

Y colgó el teléfono.

***

Se alejó de la cabina de teléfono, como si ésta estuviera viva y se quedó mirándola como el perito que mide un terreno. Vio a Ramón, que había estacionado a escasos metros calle arriba. Agitó el brazo en su dirección y apretó el paso. Él le abrió la puerta y ella subió.

– ¿Cómo te ha ido? -preguntó Ramón.

Olivia estaba roja. Cerró los puños y golpeó con ellos el tablero, que retumbó como un tambor.

– ¿Pasa algo? -preguntó Ramón, preocupado.

– No -replicó ella-. Es sólo que me siento tan bien que tenía que hacer algo.

Ramón pareció relajarse.

– Bien, bien -dijo-. Cuéntame.

– Luego, cuando estemos en casa -contestó Olivia-. Se lo contaré a los dos a la vez.

– De acuerdo -dijo Ramón algo ofendido-. ¿Pero va a soltar la pasta, no?

– Pagará, no te preocupes.

Ramón sonrió.

– Bien -dijo. Y arrancó el coche.

– Espera -ordenó Olivia.

– ¿No quieres que nos larguemos de aquí?

– Aún no. Nos falta hacer una cosa.

– No te entiendo.

Pero Olivia no contestó y permaneció en silencio mirando por la ventanilla del coche.

– Serán sólo dos minutos -dijo.

Vigilaba la puerta del banco. Vamos, Duncan, pensaba, quiero verte la cara.

Dentro del banco empezaron a apagarse luces y un segundo después las puertas delanteras se abrieron. Desde la acera contraria Olivia vio a Duncan.

– Bueno -rio-. Por lo menos no le ha dado un ataque al corazón.

Vio como se le caían al suelo las llaves del banco y luego lo vio agacharse a recogerlas y después cerrar las puertas. Llevaba la gabardina al hombro y movía las manos frenéticamente. De su maletín mal cerrado rebosaban papeles y sus apresurados movimientos delataban el pánico que debía estar sintiendo. Olivia observó que había usado dos juegos de llaves y después había desconectado un panel electrónico situado junto a la puerta principal, pulsando una serie de números en lo que supuso era un teclado. Se preguntó si no le temblarían las manos.

– ¡Vaya! -exclamó en voz alta-. El muy hijo de puta sabe activar el sistema de alarma.

Observó cómo Duncan se alejaba del banco, medio corriendo medio tambaleándose en dirección a un pequeño estacionamiento. Ramón la miró con una sonrisa nerviosa.

– ¿Nos vamos?

– Paciencia, Ramón, paciencia. Estamos aprendiendo cosas.

Vio cómo el coche de Duncan salía del estacionamiento y pasaba acelerando delante de ellos.

– Muy bien, Ramón, ahora vamos a seguir al BMW de ese hijo de puta.

– ¿Por qué?

– ¡Tú hazlo!

Ramón arrancó y pronto estuvieron detrás del coche de Duncan.

– ¿Y si te reconoce?

– ¿Qué posibilidades hay? Tendrá suerte si consigue llegar a casa sin atropellar a alguien pero, si eso te tranquiliza, aléjate un poco, lo justo para no perderlo de vista.

– Entendido.

Dejó que Duncan se alejara un poco antes de seguir.

– ¿Por qué hacemos esto? -preguntó-. Sabemos dónde vive, ya hemos estado allí.

– Así es. Sólo quiero asegurarme de que va directo a casa y no al FBI.

– Ya veo. Tenemos que asegurarnos.

– Afirmativo.

Era una lógica que Ramón podía entender. Siguió conduciendo más animado durante varios minutos. Atravesaron el centro de la ciudad hasta llegar a las tranquilas avenidas arboladas de las afueras siguiendo las luces del coche de Duncan.

– Va a girar por East Street.

– Falta media cuadra. Dale un minuto y nos vamos.

Olivia se volvió mientras pasaban por delante de la casa y pudo ver a Megan y a Duncan de pie, en la puerta, petrificados por lo que acababa de sucederles.

– Bien -dijo satisfecha-. Dejémoslos pensar un rato. Que sufran y se preocupen hasta que no puedan más.

Ramón asintió con una sonrisa.

– ¿A casa?

– Primero tengo que recoger el coche del juez y esconderlo en el bosque. Después veremos cómo siguen nuestros huéspedes.

Pensó: esto es como cocinar. Ahora hay que dejar que el plato repose antes de calentarlo.

***