Guardó el botiquín y se irguió.
– Tienes que entender algo, juez.
– ¿Qué?
– Ya te lo he dicho. Esto no es un secuestro normal, no se parece a nada que conozcas.
El juez la miró perplejo y ella dio una palmada.
– De acuerdo, chicos. ¿Quién necesita ir al baño antes de acostarse?
Ni el juez ni Tommy respondieron.
– ¡Vamos! Es su oportunidad de ahorrarse la vergüenza del balde. ¿Quién quiere ir?
Siguieron callados.
– Bueno, pues van a ir los dos. Juez, tú primero. Levántate y sal, mi camarada te espera afuera armado con su pequeña pistola. Un arma de primera, juez. No hace prácticamente ruido al matar a alguien.
El juez Pearson no sabía si hablaba por experiencia o por mera suposición.
Olivia rio otra vez.
– Ya veo lo que estás pensando, juez. Bueno, de momento mantendremos el misterio. ¿No?
Cambió de tono abruptamente y dijo con dureza:
– Ahora levántate y ve al cuarto de baño. Yo me quedaré aquí haciéndole compañía a Tommy.
– ¡Abuelo, por favor, no te vayas!
El juez se levantó y permaneció de pie, indeciso.
– Muévete, juez.
– ¡Abuelo!
Olivia se acercó a la cama y apoyó una mano en el hombro de Tommy.
– Por favor, abuelo, no me dejes solo. ¡Por favor! ¡No quiero que te vayas!
– ¿Ves qué decisiones tan difíciles hay que tomar, juez? ¿Te preocupa lo que pueda hacer a tus espaldas? ¿Qué pasará? Tal vez cuando vuelvas el niño ya no esté, lo habré llevado al sótano. Pero si no vas, tal vez haga lo mismo. Vamos, juez, decídete. Eso es lo que hacen los jueces, ¿no? Tomar decisiones. Si lo haces estás jodido. Si no lo haces, también. Vamos, juez, adivina. ¿Qué es lo que voy a hacer? ¿Cuán cruel puedo ser? ¿Cuál es la elección correcta?
– ¡Abuelo!
– Voy a ir, Tommy. Volveré enseguida.
– ¡Abuelo, por favor!
Olivia tomó al niño por los hombros y miró al juez.
Maldita seas, pensó él. Se giró y salió a paso rápido por la puerta del ático. A cada paso que daba le parecía oír un nuevo sollozo de su nieto. Los sonidos lo desgarraban y dudaba entre atender el llanto de su nieto o las amenazas que pesaban sobre él. ¿Qué hará esa mujer? ¡Tommy! Quería gritar su nombre para tranquilizar a su nieto, que seguía llorando desconsolado. Vio a Bill Lewis sonriendo y apuntándole con la pistola desde el rellano.
– Por aquí -dijo-. Deja la puerta abierta. Querrás oír lo que pasa afuera.
El juez se dio prisa y orinó con impaciencia.
– Date prisa, juez.
– Tiró de la cadena y volvió corriendo al ático, donde Tommy continuaba sollozando. Se sintió aliviado. Al menos no se lo habían llevado.
– Ya estoy aquí, Tommy. Ya estoy aquí. No pasa nada, no pasa nada.
Lo abrazó y lo consoló. Mientras sujetaba al niño en sus brazos y lo mecía se sentía lleno de rabia.
Olivia los dejó seguir así más o menos un minuto.
– Bueno -dijo entonces-. No ha sido para tanto. Pero ahora viene lo peor. Tommy, ¡levántate! ¡Te toca!
– Puede usar el balde -dijo el juez.
– No, no puede. Ahora no.
– Por favor -rogó el juez-. Déjeme acompañarlo.
– Nada de eso.
– ¡Abuelo! -gimió Tommy-. ¡Me va a llevar al sótano!
Olivia sonrió.
– Tal vez… es una posibilidad. La vida está llena de posibilidades…
Sonrió.
– ¡Vamos!
– No, abuelo, no. Quiero quedarme aquí contigo. ¡No tengo que ir! Por favor, déjame quedarme aquí contigo. ¡Por favor, abuelo!
El juez sabía que las súplicas del niño no tendrían efecto en aquella mujer.
– Está bien, Tommy. Vete, haz lo que tengas que hacer y vuelves aquí enseguida. No te preocupes.
El niño lloraba amargamente y sus hombros temblaban. El juez se acercó y lo condujo suavemente hasta la puerta. Se sentía orgulloso.
– ¡Rápido! Te estaré esperando.
Tommy salió por la puerta con ademán resuelto. Olivia lo miró y después se volvió hacia el juez.
– ¡Siéntate!
Obedeció. Esperaba un nuevo discurso pero, en lugar de eso, Olivia se dio la vuelta y salió por la puerta.
– ¡Eh! -dijo el juez.
Desapareció y el cerrojo se cerró detrás de ella.
– ¡Eh! ¡Maldita sea! ¡Espere! ¡Tommy!
Oyó al niño gritar:
– ¡Abuelo! ¡Abuelo!
El juez se levantó y de un salto estuvo en la puerta. Empezó a golpearla con la mano.
– ¡Devuélvamelo! ¡Devuélvamelo! ¡Tommy! ¡Tommy! ¡Devuélvanmelo, malditos sean!
En su cabeza se agolpaban la ira, el miedo, el asombro y la consternación. Se sentía rabioso y traicionado y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– ¡Tommy!, ¡Tommy! -sollozó.
Se recostó contra la pared, sintiendo que lo abandonaban las fuerzas cuando, de repente, la puerta se abrió. Se levantó sin pensar, feliz y aliviado de ver la pequeña figura de su nieto. Luego se detuvo. Olivia sujetaba a Tommy y le tapaba la boca con la mano. Después lo soltó y el niño se arrojó a los brazos del abuelo. El juez abrazó al lloroso muchacho dejando que sus lágrimas se mezclaran con las de su nieto.
– Estoy aquí, Tommy, no te preocupes. Estoy aquí. Te voy a cuidar. No te preocupes. Estoy aquí, contigo…
Estas últimas palabras las susurró al oído del niño y así consiguió calmarlo poco a poco.
El juez levantó los ojos. Acarició el pelo de Tommy y sujetó al niño cerca de su pecho, pero su mirada se encontró con la de Olivia.
– ¿Quién está al mando, abuelo?
– Usted.
– Vas aprendiendo, cerdo -contestó Olivia. Se volvió y se marchó dejándolos de nuevo encerrados.
PARTE 4. Miércoles por la mañana: Karen y Lauren
Al principio el mundo parecía eléctrico, cargado de una energía que amenazaba con poseerlas a las dos: secuestrados. Al principio no habían sabido cómo reaccionar: nunca en sus vidas les había sucedido nada semejante; jamás habían sido víctimas de un crimen ni conocían a nadie que lo hubiera sido; no las habían atracado ni robado el coche. Una vez cuando estaban en el colegio un hombre las había seguido hasta casa, pero cuando su madre llamó a la policía resultó que aquel hombre misterioso era el hijo retrasado mental del director de la junta escolar. Se había perdido y parecía tan indefenso que las gemelas habían terminado por acompañarlo a casa y prepararle la cena.
Así que, mientras trataban de asimilar lo ocurrido, ambas se sentían confusas. También un poco culpables y enfadadas consigo mismas, porque las asustaba que la emoción y la fascinación atenuaran la preocupación que estaban obligadas a sentir por su hermano y su abuelo. Sin embargo, el peligro que se cernía sobre los dos Tommys les resultaba extrañamente difuso y la excitación amenazaba con sustituirlo. Se refugiaron en la cocina sintiéndose frustradas por tener que ocuparse de tareas tan mundanas como hacer café o prepararse algo de comer y se preguntaban cómo era posible que sus padres pensaran que podían tener hambre, que podían echarlas de la habitación, pero también cómo afectaría lo sucedido el resto de sus vidas y, sobre todo, qué ocurriría a continuación.
Pusieron agua a hervir y sirvieron en un plato restos de la cena del día anterior. Escuchaban a sus padres discutir pero eran incapaces de distinguir lo que decían. Aunque sabían que estaba mal escuchar las conversaciones ajenas, consideraron que situarse junto a la puerta abierta no podía calificarse de intrusión.
– Discuten sobre si contarnos o no la verdad -susurró Karen-. ¿Qué querrán decir?
– No lo sé. ¿Crees que nos lo contarán?
Karen se encogió de hombros.
– Nunca quieren contarnos nada, pero al final siempre lo hacen.
– ¿Crees que esconden algún secreto horrible? -preguntó Lauren jadeante. Era la más fantasiosa de las dos.
– ¿Mamá y papá? -contestó Karen con brusquedad. Ella era la práctica, incluso al hablar se parecía a su padre dando órdenes en el banco-. ¡Vamos! ¡Míralos, por Dios! ¿Es que tienen pinta de tener un pasado secreto?