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Karen sonrió.

– No. Porque eres un chica y adolescente. Bueno, pues no somos tan jóvenes. Incluso podríamos estar en el ejército si quisiéramos.

– Tienes que tener dieciocho.

– Y qué, nos faltan sólo nueve meses. Y además te dejan entrar antes con el permiso de tus padres. ¿Te acuerdas del que vino a reclutar al instituto?

– Sí.

– Chis. ¿Te das cuenta?

– Están callados, dejaron de discutir.

– ¿Entramos?

– Creo que sí.

Pero antes de que pudieran moverse oyeron la voz de su padre llamándolas. Se sentaron en el sofá frente a sus padres y esperaron calladas su explicación. Megan fue la primera en hablar:

– Chicas, no tenemos mucha información, pero esto es lo que podemos contarles. A Tommy y al abuelo se los llevaron unas personas. No sabemos quiénes son ni lo que quieren, todavía no. Llamaron por teléfono a papá justo antes de que se marchara del banco y dijeron que volverían a ponerse en contacto pronto. Así que eso es lo que estamos esperando.

– ¿Y están bien?

– Dijeron que los dos están bien y no creo que tengan intención de hacerles daño -calló un momento-. Bueno, no sabemos cuáles son sus planes, pero quieren dinero.

– ¿Cuánto?

– Todavía no lo sabemos.

– ¿Por qué no llaman a la policía? -preguntó Lauren.

Duncan tomó aire. Ha llegado el momento, pensó.

– Bueno… Nos amenazaron o, más bien, amenazaron con hacerles daño a Tommy y al abuelo si llamamos a la policía. Así que, por ahora, creo que no debemos hacerlo.

– Pero la policía sabe cómo tratar con secuestradores.

– ¿Crees que la policía de Greenfield sabe?

– Bueno, no, pero quizá la policía federal o el FBI…

Debería contárselo todo ahora mismo, pensó Duncan. Miró a Megan.

– No, Lauren. Por el momento vamos a esperar.

– ¡Esperar! Pero eso es…

Duncan la interrumpió:

– Sin discusiones.

Lauren se hundió en el sofá mientras Karen se inclinaba hacia adelante:

– No lo entiendo -dijo-. La policía podría ayudarnos. ¿Qué pasa si no tenemos suficiente dinero para los secuestradores?

– Tendremos que esperar a ver qué pasa.

Todos se quedaron callados, hasta que Karen habló:

– ¿Por qué pasó esto, mamá?

– No lo sé, cariño.

Karen negó con la cabeza.

– Es que no lo entiendo.

La habitación estaba en silencio.

Karen alargó la mano y tomó la de Lauren. Las dos se irguieron en sus asientos. Se sentía más fuerte cuando tocaba a su hermana. Lauren le apretó la mano en un gesto de ánimo.

– Sigo sin entenderlo. Piensan que somos unas niñas y que no pueden contárnoslo, pero Tommy es nuestro hermano y no entendemos nada. No es justo y no estoy de acuerdo. Creen que no queremos saber, pero sí queremos. Creen que no estamos preparadas para entenderlo, pero Tommy es nuestro hermano y queremos ayudar. ¿Y cómo vamos a ayudar si no sabemos nada?

Lauren empezó a llorar, haciendo suyas las lamentaciones de su hermana. También Karen tenía lágrimas en los ojos.

A Megan se le encogió el corazón. Se levantó y fue a sentarse entre las dos muchachas rodeándolas con sus brazos, apretándolas contra su pecho.

También Duncan se levantó y se sentó junto a Karen, sumándose al abrazo de Megan.

– Tienes razón -dijo con voz neutra-. No les hemos contado ni la mitad de lo que está ocurriendo.

Miró a Megan.

– Tienen que saberlo -dijo.

Ella asintió.

– Lo siento, tienes razón. Tenemos que contárselo.

Seguía abrazándolas fuerte y notó que sus músculos se tensaban y su atención se dirigía hacia su padre.

– No sé ni por dónde empezar -dijo-, pero antes contestaré algunas de sus preguntas. La razón por la que no hemos llamado a la policía es que… su madre y yo sabemos quiénes son los secuestradores.

– ¿Saben quiénes son?

– Es una mujer a la que conocimos hace dieciocho años, antes de que ustedes nacieran.

– ¿Cómo la conocieron?

– Estábamos en un grupo radical con ella.

– ¿Qué?

– Radical. Nos creíamos revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo.

– ¿Ustedes, cambiar el mundo?

Duncan se levantó y echó a andar por la habitación.

– No saben cómo eran las cosas entonces -dijo-. Fue por la guerra. Fue algo tan injusto y horrible que el país entero se volvió loco. Era 1968. Veíamos fotos de la ofensiva del Tet y de los marines montados en camiones y el asalto a la Embajada por un comando vietcong que después fue fusilado. Y luego el asesinato de Martin Luther King, al que le dispararon cuando saludaba desde un balcón en Memphis, y hubo revueltas en Newark y en Washington y en todas partes. Tuvieron que defender las escaleras del Capitolio con ametralladoras. Era como si todo el país pendiera de un hilo. Entonces mataron a Bobby Kennedy, pudimos ver su asesinato en directo, por la televisión, y parecía que nada era posible sin recurrir a la violencia. Después la convención de Chicago; no pueden imaginarse lo que fue aquello, policías por todas partes y niños heridos. Era como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Cada noche las noticias de la televisión eran las mismas: bombas, revueltas, manifestaciones… y la guerra. Siempre lo mismo, la guerra estaba por todas partes. Eso es lo que la gente no entendía, que la guerra se luchaba aquí tanto como en Vietnam.

Hizo una pausa y después repitió en voz baja:

– Mil novecientos sesenta y ocho.

Hizo una nueva pausa para ordenar sus pensamientos y continuó:

– Y la odiábamos. Pensábamos que había que pararla como fuera. Lo intentamos saliendo a la calle, manifestándonos, pero la guerra continuaba y nadie nos escuchaba. ¡Nadie! No pueden imaginar lo que fue. A nadie le importaba. Era como si la guerra simbolizara una sociedad que se desmoronaba, en la que nada era como debería ser y no había justicia. Así que decidimos que había que cambiar la sociedad y, para ello, había que destruirla y crear una nueva. Estábamos convencidos de lo que hacíamos, de verdad. Ahora suena estúpido y pueril y trasnochado, pero entonces era algo real y estábamos dispuestos a morir por la causa. Éramos prácticamente unos niños, pero creíamos en otro mundo. Vaya si lo hacíamos. Y fue entonces cuando conocimos a Olivia.

Se calló, pensativo.

– Olivia tenía planes, grandes planes que apelaban a nuestro lado más idealista. En lugar de limitarnos a dejarnos pegar y gasear por la policía, íbamos a hacer algo de verdad. Y lo que es peor, es una mujer capaz de convencerte de que cualquier cosa es posible. Cada vez que proponía hacer algo, que funcionara parecía algo natural. Era linda y lista y rápida. Nos tenía a todos -excepto a tu madre tal vez- totalmente entregados. Conmigo recurría al sarcasmo, a la humillación para espolearme. Con los otros utilizaba sus otras armas: el sexo, la argumentación, la lógica…

Las gemelas estaban inclinadas hacia adelante atentas a las explicaciones de su padre.

– Hicimos algo con ella -continuó Duncan cauteloso-. Bueno, yo sobre todo, porque tu madre siempre estuvo en contra, algo que considerábamos un acto revolucionario, un golpe en el corazón de la sociedad que tanto odiábamos. Sí, yo estaba totalmente convencido de que hacía lo correcto, y de que no tenía nada de ilegal. Éramos revolucionarios y aquello era un gesto de fervor revolucionario.

Les dio la espalda, y continuó hablando:

– Era tan ingenuo, un estudiante estúpido con ideales también estúpidos, y nos metimos en algo que nos quedaba muy grande.

Se calló.

– No -dijo Megan-. Ahí te equivocas.

Duncan se volvió y la miró.

– Intentar cambiar las cosas no tenía nada de estúpido, tampoco querer poner fin a la guerra. -Tomó aire.- Simplemente seguimos a la persona equivocada, no pensamos por nosotros mismos.

– ¿Olivia? -preguntó Karen.