Tomó aire de nuevo y se preguntó adónde se habría ido el dolor. Está ahí, en alguna parte, pensó. Escondido, aunque seguramente son imaginaciones mías. Sonrió.
Todavía no estoy muerto, Tommy, y voy por ti.
Consiguió ponerse de pie y apoyar el rifle en el hombro. Apuntó vagamente hacia la habitación desde donde sabía que Olivia le estaba disparando y abrió fuego: un tiro tras otro, lo más rápidamente que podía. A través de los ojos entrecerrados veía las balas estrellarse en el marco de la ventana y rompiendo los vidrios. Continuó disparando mientras se alejaba del coche hacia uno de los costados de la casa, donde estaría fuera de su línea de fuego, preguntándose por cuánto tiempo le responderían las piernas y asombrado de poder caminar siquiera.
Olivia reculó sorprendida cuando las balas de Duncan reventaron la ventana y se incrustaron en las paredes y el techo de la habitación cubriéndola de vidrios, polvo y escombros. Se sentó en el borde de la cama y se meció atrás y adelante, ilesa, pero abrumada por la ferocidad que dominaba la atmósfera. Llegó una nueva ráfaga de balas y entonces se sintió caer, hasta dar de bruces en el suelo con un golpe seco. Sabía que estaba herida, pero se levantó inmediatamente y saltó hasta la ventana justo a tiempo de ver a Duncan cojeando y arrastrando la pierna, pero todavía disparando hasta desaparecer tras la esquina de la casa. Sacó medio cuerpo por la ventana y disparó en su dirección mientras gritaba maldiciones.
Después se volvió. Sólo vinieron ellos dos, pensó. Oía disparos procedentes de la escalera y pensó en los cautivos en el ático.
Entonces cesó el ruido atronador del rifle automático, que fue sustituido por varios disparos secos de la pistola de Megan. Olivia bajó la vista y miró su bolsa de lona roja, llena de dinero. La cerró rápidamente y se la colgó del hombro. Cuando levantó la vista vio a Bill en el umbral.
– ¡Dame más munición! -gritó.
Le lanzó un cargador de cartuchos, que se cayó al suelo y tuvo que agacharse a recoger.
– ¡Mátalos! -susurró Olivia.
Bill se quedó mirándola con expresión interrogante.
– Sube al ático y mátalos -dijo en un tono de voz normal pero firme, como si estuviera regañando a un niño pequeño por algo que hizo mal.
Bill estaba con la boca abierta.
– ¡Mátalos! -gritó esta vez Olivia.
– Pero…
Empezó a chillar, su voz aguda como el alarido de una sirena.
– ¡Dije que los mates! ¡Mátalos! ¡A los dos! ¡Ahora, mierda!
Bill la miró unos instantes con los ojos abiertos de par en par, después asintió y se dio la vuelta, mientras Olivia seguía gritándole órdenes. Lo siguió hasta el rellano y después escaleras arriba, preparándose para repeler el ataque de Megan, mientras a su espalda Bill forcejeaba con el cerrojo del ático.
Megan estaba de rodillas detrás de la puerta que separaba el vestíbulo del cuarto de estar intentando cargar su pistola cuando escuchó los gritos de Olivia. Las palabras la paralizaron y electrificaron a un mismo tiempo, llenándola de una furia desesperada, propia de una leona herida. Se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas.
– ¡No! -chilló-. ¡Tommy! -Presa de ira y dolor corrió escaleras arriba, ignorando todo peligro y pensando sólo en su hijo mientras disparaba en todas direcciones. La ferocidad de su ataque tomó a Olivia por sorpresa y disparó sin acertar en el blanco una sola vez, sus balas estrellándose en la pared alrededor de Megan, quien cayó al suelo por la fuerza de la explosión. Entonces se dio cuenta de que no tenía un segundo que perder y se puso en cuatro patas arrastrándose en dirección al primer peldaño de la escalera y preparándose para disparar otra vez.
Olivia seguía gritando: ¡Mátalos! ¡Mátalos! Una y otra vez. Se volvió hacia Bill, que seguía intentando abrir la puerta del ático.
– ¡Hay algo taponando la puerta! -gritó.
– ¡Dispara!
– ¿Qué?
Antes de que pudiera responderle, Olivia escuchó estrellarse una bala de Megan en la pared a escasos centímetros de su cabeza, arañándole la mejilla y arrancándole el lóbulo de la oreja. Cayó de espaldas como propulsada y sintiéndose mareada y completamente confusa. No puede haberme matado, pensó, en estado de shock. No es posible. Se llevó la mano a la cara y notó el tacto viscoso de la sangre manando entre carne desgarrada. Herida, pensó, me ha hecho una cicatriz. Gritó de nuevo y disparó en dirección a Megan, pero sus disparos no tuvieron ningún efecto, puesto que mientras apretaba el gatillo se desplomaba en el suelo del dormitorio.
El juez dio un último golpe al agujero en la pared y se volvió jadeando hacia Tommy.
– ¿Crees que puedes salir por ahí? -le preguntó.
– Sí, pero abuelo…
El juez asomó la cabeza y vio un retazo de bosque y arriba el cielo, extendiéndose hacia el infinito. Después se volvió a meter.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Sal y salta al tejado! ¡Sal ya!
Mientras el niño dudaba, escucharon a Olivia gritar sus siniestras órdenes a Bill. Las palabras parecieron reverberar en sus oídos.
– ¡Abuelo! -chilló Tommy.
– ¡Sal ya! ¡Ahora mismo!
– ¡Abuelo! -el niño asió la mano del juez, quien escuchó a Bill empujando la puerta y después como ésta se abría y chocaba con la barricada hecha con los catres.
– ¡Ahora, Tommy! ¡Por favor!
Levantó al niño y lo empujó con los pies por delante por el agujero. Por un instante pareció que no cabía, pero entonces logró pasar al otro lado. El juez veía sus manos asidas al borde del agujero mientras se preparaba para saltar al tejado.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Vamos! -gritó. A su espalda oía a Lewis maldecir y empujar la puerta. Las manos de Tommy desaparecieron y entonces se escuchó un golpe seco: había aterrizado en el tejado. El juez se inclinó por el agujero para asegurarse de que el niño estaba sano y salvo y le gritó de nuevo.
– ¡Corre!
A continuación se volvió, tomó el muelle de metal y, entonando interiormente un grito de guerra, cargó contra la puerta levantando la barra metálica sobre la cabeza.
En el momento preciso en que se abalanzaba contra la barricada el mundo pareció estallar en mil pedazos. Lewis había disparado la ametralladora contra la puerta y astillas, balas, fragmentos de metal y plumas saltaron y silbaron una canción de muerte sobre su cabeza. Giró como atrapado en una galerna y cayó al suelo como sacudido por un fuerte viento. En ese momento supo que lo habían alcanzado una, dos veces, quizá cien. Su cuerpo no cesaba de enviarle mensajes, furioso por el insulto del metal candente que le desgarraba la piel. Sobrevino una oleada de dolor y confusión que amenazaba con dejarlo inconsciente pero se resistió: puedo respirar, pensó, aún no estoy muerto. Se irguió con gran esfuerzo y se inclinó hacia adelante tratando de bloquear la puerta con su cuerpo. Pero éste no tenía peso alguno y enseguida notó que lo apartaban bruscamente. -Huye, Tommy -susurró.
Aún estaba consciente pero un dolor sordo amenazaba con nublarle la razón. Levantó los ojos y vio a Lewis inclinado sobre él, extrañamente inmóvil.
– Lo siento -dijo-. Esto no tenía que haber pasado.
– Se ha escapado -contestó el juez-. Está a salvo.
Lewis parecía dudar.
– Yo no quería… -dijo-. Yo no habría…
El juez no le creyó. Se dio la vuelta y se dispuso a esperar la muerte.
Después de la descarga a ciegas de Olivia, Megan había conseguido subir las escaleras justo a tiempo de ver a su adversaria caer de espaldas en el dormitorio y, casi inmediatamente, a Bill desapareciendo detrás de una puerta. Entonces supo que era allí donde estaban y que tenía que entrar, consciente de que nada podría detenerla. Echó a correr pasando por delante del dormitorio, donde alcanzó a ver por el rabillo del ojo a Olivia de pie, desnuda y sangrando. Megan bramó como una valquiria furiosa entrando en batalla y se abalanzó hacia la entrada del ático, tropezando y cayendo al suelo. Vio a Lewis de pie a unos pasos de ella y empuñando una ametralladora, inmóvil igual que un colegial al que han sorprendido haciendo una travesura. A sus pies estaba el cuerpo del juez. Megan gritó y disparó.