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– Pasa -ordenó. Esperó hasta que vio la cara barbuda del amante de la mujer-. Puedes mirar -le dijo a Bill Lewis con brusquedad-. Pero no hables ni hagas nada. Sólo puedes mirar.

Era una orden en toda regla que no dejaba lugar a discusión. Señaló con la cabeza hacia la esquina de la habitación. El hombre se sonrojó visiblemente y la cicatriz de su cara brilló como un relámpago. Dudó y después asintió. Caminó hasta el lugar indicado sin decir palabra. Olivia sonrió, sintiendo el poder en su interior, y se deslizó hasta colocarse sobre su pareja.

***

Poco antes de mediodía la brigada se reunió en la sala de estar.

– Muy bien -anunció Olivia-. Vamos a repasar las tareas de cada uno. Es importante que todo el mundo tenga muy claro lo que tiene que hacer.

Señaló a Emily.

– ¿Cuál es tu función?

– Primero estoy en el banco, en el mostrador, rellenando un formulario. Me ocupo del vigilante cuando los hermanos se dirijan al furgón blindado.

Olivia giró con agilidad y señaló a los dos hombres negros. Kwanzi contestó:

– Nosotros empezamos la diversión. Neutralizamos a los guardias del furgón, justo cuando estén entrando en el banco. Sundiata se ocupa del interior, yo estaré afuera.

– ¿Che?

– Yo me ocupo de los cajeros, asegurándome de que nadie pulse la alarma.

Olivia asintió, después se volvió hacia Duncan:

– ¿Y?

– Yo conduzco la primera furgoneta. Estaciono en la esquina de River y Sunset, de manera que pueda ver la fachada del banco. En cuanto vea que entran Kwanzi y Sundiata, estaciono en la puerta y abro las puertas traseras.

– ¿Y luego?

– Espero.

– Bien, ¿Megan?

Megan suspiró profundamente y tratando de que no le temblara la voz dijo:

– Me quedo en la segunda furgoneta estacionada detrás de la farmacia con el motor en marcha y espero hasta que aparezca la primera furgoneta. Luego todos se suben. Arranco despacio y bajo por Sunset pasando delante del banco.

– Bien.

Olivia dudó un segundo:

– ¿Y dentro del banco?

Kwanzi se apresuró a responder.

– Nada de disparos si no es imprescindible. Si no hay más remedio apuntamos al techo. Recuerden, nada atrae más rápido a los cerdos que los disparos.

Todos asintieron.

– Y no quiero una condena por asesinato.

– Creo que todos deberíamos llevar los seguros de las armas puestos -dijo Duncan-. Así nos aseguraremos de que no haya fallas. Tenemos que tener claros los objetivos: tomar el dinero, lanzar un mensaje. Si nos ponemos a disparar la prensa de los cerdos nos tratará como a vulgares ladrones de banco.

Los otros asintieron. Olivia habló:

– El hermano tiene razón. Recuerden por qué estamos aquí y que a nadie le entren ganas de disparar.

– ¿Y qué pasa si los guardias sacan sus pistolas? -preguntó Emily.

– Eso no pasará. Una vez que los tengamos bajo control, cooperarán -contestó riendo-. Después de todo no es su dinero.

Todos sonrieron.

– Ya verán, estaremos fuera antes de que se den cuenta de lo que está pasando.

Sundiata intervino:

– Otra cosa. No toquen los cajones de los cajeros, puede que tengan dinero ahí, pero también billetes marcados y alarmas. Por lo tanto, que nadie se ponga avaricioso. Queremos el dinero del furgón, hermanas y hermanos, así que tranquilos.

Hubo murmullos de aprobación.

– Podría haber hasta cien de los grandes.

La cifra, dicha en voz alta, todavía los impresionaba. Transcurridos unos segundos, Olivia habló de nuevo.

– ¿Alguna pregunta?

– ¿Quién vigilará?

Olivia contestó:

– Yo. Estaré en la puerta vigilando la calle. En cuatro minutos estarán afuera. El tiempo de reacción mínimo, suponiendo que haya alguien lo suficientemente estúpido como para pulsar la alarma, es de cinco minutos. Tenemos sesenta segundos para salir de allí antes de que llegue la policía. Y los cerdos irán seguramente directos al banco en lugar de buscarnos a nosotros. Así que recuerden, cuando diga ¡Vamos!, todos afuera. ¿Entendido?

– La hermana tiene razón -dijo Kwanzi-. Cuando a Sundiata y a mí nos atraparon en la licorería fue porque no salimos de allí a tiempo. Así que, que nadie la cague.

– Somos un ejército -continuó Olivia- y tenemos que actuar como tal.

– Así será -dijeron los dos hombres al unísono.

– Recuerden -dijo Olivia-. Salimos en el mismo orden que entramos. Directos a la parte trasera de la furgoneta.

Hubo risas nerviosas.

– Bien -dijo Olivia mirando su reloj-. Ya falta poco. Nos vamos en una hora.

El grupo tardó unos instantes en romperse. Kwanzi sacó una botella de whisky, dio un bien trago y se la pasó a Sundiata.

– Tomen -dijo éste pasándola al resto-. Les calmará los nervios.

Los dos hombres negros se cruzaron una mirada y rieron. Putos maricones machistas, pensó Olivia. Dos maricas presidiarios, y se creen que soy lo suficientemente tonta como para fiarme de ellos. Se creen que nos están engañando con su falso rollo revolucionario y sus apodos africanos. Los tengo calados. No saben con quién están tratando. Están jugando con fuego y terminarán quemándose.

***

Megan arrinconó a Duncan en la cocina. Estaba sentado a una mesa barata, de linóleo, sus ojos fijos en una pistola y una caja de cartuchos. Levantó la vista cuando ella entró.

– No creo que vaya a necesitar esto, Meg. Sólo voy a conducir y más me vale tener las dos manos en el volante.

Sonrió a medias, tratando de parecer tranquilo pero sólo consiguió esbozar una mueca de preocupación.

– ¿Sabes? Toda esta semana pasada he estado aterrorizado imaginando que me disparaba una pierna. ¿Es extraño, no? Cómo concentra uno todos sus miedos en una fantasía concreta. Me veo delante del banco, junto a la furgoneta con la pistola en la mano. Entonces se dispara. Todo ocurre en cámara lenta y puedo ver cómo la bala entra en mi pierna. No me duele ni nada pero hay sangre y ya no puedo conducir, así que me dejan atrás. Sólo de contarlo me entran sudores fríos.

Sacudió la cabeza.

– Raro, ¿no?

– Pues no sé. Has estado muy inquieto mientras dormías, también.

– Desde luego no estoy durmiendo bien, lo admito y estoy todo el día cansado.

Megan suspiró profundamente y echó una mirada rápida alrededor. Los otros se habían dispersado por la casa, así que parecía que tenían unos momentos a solas. Ahora, se dijo, cuéntaselo.

– Duncan, ¿estás seguro de lo que vamos a hacer?

Vio cómo se enfadaba y se maldijo interiormente. No había podido empezar la conversación de un modo peor.

– Espera, ya sé lo que vas a decir -añadió rápidamente haciendo esfuerzos por controlarse-. Estoy de acuerdo contigo en lo del compromiso y la necesidad de actuar. Estoy de acuerdo en que hay que hacer algo. Pero, míranos, ¿estás seguro de que ésta es la manera correcta?

– No voy a discutir esto otra vez -cortó él.

Cabezota, pensó. Cuando se pone así lo odio tanto como lo quiero. Toma una decisión y a la mierda las consecuencias. No tiene en cuenta a nadie más. Bueno, pues ahora hay algo que tendrá que considerar.

Tomó aire.

– Creo que… estoy embarazada.

La cara de Duncan reflejó en un instante una mezcla de asombro, estupefacción y un asomo de alegría. La miró durante unos segundos; después preguntó:

– ¿Que crees qué?

– Ya me has oído.

– Repítemelo.

– Creo que estoy embarazada.

– ¿Embarazada? ¿Vas a tener un bebé?

– ¡Duncan, por favor!

– Bueno, es que es tan… es…

– ¿Qué?

– Pues, maravilloso. Vamos a tener un bebé. Supongo que deberíamos casarnos, ¿no? Ya puestos, hacer las cosas bien, ¿no? ¡Madre mía! ¿Estás segura?