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En aquella ciudad no se podía ver la televisión, ni llevar bolso, ni andar por la calle. ¡Dios santo!

Llegué al videoclub a las nueve y media. El dueño, recién afeitado y con una camisa limpia, me condujo a su oficina, situada en la parte posterior del local. Recordaba mi nombre, y se presentó como Phil Fielding. Nos dimos la mano, y me dijo:

– No lo ponía en su tarjeta, pero ¿es usted investigador o algo por el estilo?

– Sí, algo por el estilo.

– Como en las películas -aseguró-. Me encantaría ayudarlo si pudiese, pero no sabía nada la última vez que le vi, y de eso hace seis meses. Anoche, después de cerrar, me quedé un rato y comprobé los libros por si había apuntado el nombre de la mujer en alguna parte, pero fue inútil. A no ser que tenga alguna idea, algo que a mí no se me haya ocurrido…

– El inquilino -le dije.

– ¿Se refiere al inquilino de la señora? ¿El dueño original de las cintas?

– Exacto.

– Ella dijo que había muerto. ¿O que se había ido sin pagarle? El recuerdo es bastante vago, no le di mayor importancia en aquel momento. De lo que estoy bastante seguro es de que me dijo que vendía las cintas para recuperar el alquiler que le debía.

– Sí, eso fue lo que me contó en julio.

– Así que si murió o se marchó de la ciudad…

– De todos modos, quisiera saber quién era -insistí-. ¿Es frecuente que una persona tenga tantas películas de su propiedad? A mí me da la impresión de que la mayor parte de la gente las alquila.

– Se sorprendería usted -me respondió-. Vendemos muchas, especialmente clásicos infantiles, incluso en este barrio en el que no hay tanta gente que tenga hijos pequeños. Blancanieves, El mago de Oz… Hemos vendido toneladas de copias de E.T. y ahora estamos vendiendo bastantes de Batirían, aunque no tantas como yo esperaba. Mucha gente se compra las películas que le apetece ver de vez en cuando. Y, desde luego, el mercado de los vídeos de ejercicio físico y de ese tipo es muy amplio; pero esa área es completamente diferente, no son películas.

– ¿Cree usted que mucha gente tiene en casa más de treinta películas?

– No -me dijo-; no estoy seguro, pero creo que es bastante raro tener más de media docena. Eso sin contar los vídeos de ejercicios y los de momentos estelares del fútbol. O la pornografía, que aquí no se vende.

– Quiero decir que el inquilino en cuestión, el dueño de esos treinta casetes, era probablemente un verdadero cinéfilo.

– Oh, sin lugar a dudas -dijo él-. Ese tío tenía las tres versiones de El halcón maltés. La original de 1931, con Ricardo Cortez…

– Sí, ya me lo contó.

– ¿De verdad? No me sorprende; desde luego, me llamó mucho la atención. No sé de dónde sacó aquel material, yo nunca he podido dar con él en los catálogos. Sí, está claro que era muy aficionado.

– Así que es posible que también alquilase películas, además de las que ya poseía.

– Ah, ya veo por dónde va. Sí, creo que sería lo lógico. Mucha gente compra alguna película, pero todo el mundo las alquila.

– Y vivía en el barrio.

– ¿Cómo sabe eso?

– Si su casera vivía por aquí…

– Ah, claro.

– Así que es posible que fuera cliente suyo.

Se lo pensó un momento, para luego añadir:

– Seguro; es muy posible. Incluso puede ser que alguna vez hubiéramos hablado de cine negro, pero no lo recuerdo.

– Tiene un archivo con todos los socios en el ordenador, ¿verdad?

– Sí, me facilita mucho el trabajo.

– Me dijo que la mujer había traído la bolsa de casetes la primera semana de junio. Así que si él era cliente, su cuenta debería llevar inactiva unos siete u ocho meses.

– Puedo tener montones de cuentas así -me advirtió-. La gente se muda de barrio, se muere, o algún adicto al crack les entra en casa y les roba el vídeo. O empiezan a frecuentar otro videoclub y dejan de venir aquí. Hay gente a la que no he visto en meses y, de repente, vuelve.

– ¿Cuántas cuentas cree que puede tener que estén inactivas desde junio?

– No tengo la menor idea -reconoció-, pero seguro que hay alguna forma de averiguarlo. ¿Por qué no se sienta? O, ¿por qué no echa un vistazo? Tal vez encuentre alguna película que quiera ver.

Eran ya más de la diez para cuando acabó la búsqueda, pero ningún cliente había llamado aún a la puerta.

– Ya le dije que las mañanas eran siempre muy tranquilas – señaló-. He encontrado veintiséis nombres. Se trata de gente cuyas cuentas llevan sin actividad registrada desde el mes de junio, pero que sí alquilaron alguna película durante los cinco primeros meses del año. Pero claro, el tipo que andamos buscando ha podido estar enfermo mucho tiempo, ingresado en un hospital…

– Empezaré con lo que tiene ahí.

– Muy bien. Le he copiado los nombres y las direcciones, y los números de teléfono de los que dispongo, ya que mucha gente no quiere darlo, especialmente las mujeres; y la verdad es que no las culpo. También tengo los números de las tarjetas de crédito, pero eso no se lo he copiado, porque se supone que es información confidencial, aunque creo que podría hacer una excepción en caso de que, con el resto de los datos, no consiga localizar a la persona que busca.

– No creo que lo necesite.

Había copiado los nombres en dos hojas de papel rayado de cuaderno. Les eché un vistazo y le pregunté si alguno de los nombres le sonaba de algo.

– En realidad, no -me respondió-. Veo entrar y salir a tanta gente todos los días que solo me acuerdo de los clientes habituales, y la verdad, es que ni a esos los reconozco siempre, ni recuerdo sus nombres. También he comprobado los vídeos que estas veintiséis personas alquilaron el año pasado, por eso he tardado tanto. Pensé que tal vez un verdadero cinéfilo podría haber alquilado películas del mismo estilo de las que ya poseía, pero lo cierto es que no he encontrado nada que pueda resultar de ayuda.

– Merecía la pena probar.

– Sí, eso mismo pensé yo. Estoy casi seguro de que era un hombre, creo que la casera se refirió al inquilino y no a la inquilina, y varios de entre esos veintiséis son mujeres, aunque yo los he apuntado todos.

– Bien -le dije, mientras doblaba las hojas y me las metía en el bolsillo de la chaqueta-. Siento haberle causado tantas molestias. Se lo agradezco mucho.

– Bueno -me dijo-. Si me pongo a pensar en lo bien que me lo han hecho pasar ustedes en las películas, ¿cómo iba a negarle mi colaboración?

Sonrió y luego se volvió a poner serio.

– ¿Está intentando destapar alguna red de pornografía? ¿De eso se trata todo esto?

Al verme dudar, me aseguró que comprendía que no pudiese hablar del tema. Lo que sí me pidió es que, cuando todo hubiera acabado, me pasase por allí y le dijese cómo se había resuelto el caso.

Le dije que así lo haría.

Tenía veintiséis nombres, y solo once números de teléfono. Probé con ellos en primer lugar, ya que era mucho más fácil que ir casa por casa a lo largo de toda la ciudad. Sin embargo, el intento resultó frustrante, ya que parecía que no lograba terminar ninguna de las llamadas, y en las raras ocasiones en que lo conseguía, me daba de bruces con un contestador automático. Encontré tres, de hecho; uno con un mensaje muy ingenioso y los otros dos en los que solo se repetían los cuatro últimos números del teléfono y me invitaban a dejar un mensaje. En otras cuatro ocasiones, me contestó la voz generada por ordenador de Nynex diciéndome que el número que había marcado ya no estaba en servicio. En una de ellas, me proporcionaron un nuevo número, lo apunté y llamé, pero nadie me respondió.