– Pero matar a tu mujer por el dinero del seguro, o a un crío por placer… -añadió, con el ceño fruncido-, o tomar a una mujer por la fuerza… Y hay más hombres de los que pensamos a quienes esto último les encanta. Uno pensaría que solo los más perversos son capaces de hacerlo, pero, a veces se podría pensar que es la mitad de la raza humana, o por lo menos la mitad de los del sexo masculino.
– Ya lo sé -le dije-. Cuando estaba en la academia nos enseñaron que la violación era un crimen provocado por la ira contra las mujeres, que realmente no tenía demasiado que ver con el sexo. Pero con los años ya no me lo creo. La mitad de las veces me da la impresión de que hoy en día no es más que lo que se llama un crimen de oportunidad, un modo de obtener sexo sin tener que llevarte antes a la chica a cenar. Entran a algún sitio a robar, se encuentran con una mujer, les parece guapa, y ¿por qué no…?
– En otra ocasión -me dijo, asintiendo- como la de anoche, pero al otro lado del río, en Jersey, fuimos a por unos traficantes que estaban en una casa muy buena en el campo, y estaba claro que íbamos a tener que cargárnoslos a todos. Lo sabíamos incluso antes de entrar.
Tomó un buen trago de güisqui y suspiró.
– Estoy seguro de que iré al infierno. De todos modos, ellos también eran asesinos, aunque eso no es una excusa, ¿verdad?
– Tal vez sí -le dije-, no lo sé.
– No, no es excusa -vació el vaso y rodeó la botella con la mano, pero no la levantó de la mesa-. Bueno, el caso es que yo liquidé a un tipo mientras otro buscaba más dinero, y oí unos llantos que venían de la habitación de al lado, así que entré allí y me encontré a uno de los chicos encima de una mujer, con la falda levantada y la ropa rasgada, luchando y deshecha en lágrimas. «Apártate de ella», le dije, y se me echó encima a mí como si estuviera loco. Me dijo que la chica estaba allí y que de todos modos íbamos a matarla, así que no veía por qué no se lo iba a montar con ella antes de que ya no le sirviera a nadie.
– ¿Y qué hiciste?
– Le di una patada -me dijo-. Le di una patada tan fuerte que le rompí tres costillas, pero antes de nada le pegué a ella un tiro entre los ojos, para que no tuviese que sufrir más. Después le cogí a él, le tiré contra la pared, y cuando se me volvió a acercar tambaleándose, le pegué en la cara. Lo habría matado, pero había gente que sabía que trabajaba para mí y sería como dejar mi tarjeta de visita en la escena del crimen. Así que me lo llevé de allí, le di su parte, conseguí que un médico amigo mío le vendase las costillas y después lo largué. Era de Filadelfia y le dije que se volviese a su ciudad, que sus días en Nueva York habían acabado. Estoy seguro de que aún hoy no tiene conciencia de que lo que hizo estuvo mal. Ella iba a morir de todos modos, así que ¿por qué no usarla antes? O mejor, ¿por qué no asar su hígado y comérselo? ¿Por qué íbamos a dejar que la carne se perdiese?
– Bonita reflexión.
– En el nombre de Dios -me dijo-, todos vamos a morir, ¿verdad? Así que, ¿por qué no someternos entre nosotros a todos los tipos de crueldades que se nos ocurran? ¿No es cierto? ¿No es así como funciona el mundo?
– La verdad es que no entiendo muy bien cómo funciona el mundo.
– No, yo tampoco. Y no sé cómo puedes aguantarlo bebiendo sólo ese puto café. Te juro que yo no podría. Si no tuviera esto…
Y se rellenó el vaso.
Más tarde nos pusimos a hablar sobre los negros. No tenía demasiados tratos con ellos, y me contó por qué.
– Hay que reconocer que algunos no están mal -me dijo-. ¿Cómo se llama ese tipo que conocimos en el boxeo?
– Chance.
– Pues ese me cae bien -me comentó-, pero es completamente distinto a la mayoría. Es educado, un caballero, un auténtico profesional.
– ¿Sabes cómo lo conocí?
– En su negocio, supongo, ¿o me dijiste que le habías conocido en el boxeo?
– Sí, nos conocimos allí, pero la razón de la reunión sí fueron los negocios. Eso ocurrió antes de que Chance se convirtiese en marchante de arte. En aquella época era chulo. Una de sus chicas fue asesinada por un lunático con un machete, y él me contrató para que investigara el crimen.
– Así que es chulo.
– No, ya no. Ahora es marchante de arte.
– Y amigo tuyo.
– Sí, amigo mío también.
– Tienes un gusto bastante raro para los amigos. ¿De qué te ríes?
– «Un gusto bastante raro para los amigos». Un poli que conozco me dijo eso hace poco.
– ¿Y?
– Que estábamos hablando de ti.
– ¿En serio? -preguntó riéndose-. Bueno, sería difícil rebatírselo, ¿verdad?
En noches como aquellas, las historias se sucedían unas a otras, y los silencios que se intercalaban entre ellas no resultaban incómodos. Él me habló de su padre y de su madre, ambos muertos desde hacía mucho tiempo, y también de su hermano Dennis, que se había dejado el pellejo en Vietnam. Tenía otros dos hermanos, uno era abogado y agente inmobiliario en White Plains, y el otro vendía coches en Medford, Oregón.
– Al menos eso fue lo último que oí de él -me dijo-. Francis se iba a hacer cura, pero aguantó menos de un año en el seminario. «Me di cuenta de que me gustaban demasiado las chicas y el alcohol». Joder, como si no hubiera curas que se llevasen una buena ración de las dos cosas. Probó con varios trabajos, y hace dos años se marchó a Oregón a vender Plymouths. «Aquí se vive muy bien, Mickey, cuando quieras ven a visitarme». Pero nunca he ido, y probablemente ya se haya marchado a algún otro sitio. Creo que el pobre bastardo aún desea ser cura, aunque ya hace mucho tiempo que perdió la fe. ¿Te lo imaginas?
– Creo que sí.
– ¿Tuviste una educación católica? No, ¿verdad?
– La verdad es que no. En mi familia ha habido católicos y protestantes, pero nadie se esforzaba demasiado en practicar la religión. Crecí sin ir a misa, y creo que no habría sabido ni a cuál ir. Incluso uno de mis abuelos era medio judío.
– ¿Ah, sí? Así que podrías haber acabado siendo un abogado como Rosenstein.
Me contó la historia que había comenzado el jueves por la noche, sobre aquel tío, el dueño de la fábrica de Maspeth en la que ensamblaban quitagrapas. El hombre había contraído deudas de juego y quería que Mick quemase la empresa para poder cobrar el seguro. Pero el incendiario al que Mick contrató se equivocó y prendió fuego al local que estaba justo al otro lado de la calle. Cuando le comunicaron su error, el hombre insistió en que no había problema, que volvería a la noche siguiente y que lo haría bien. Y que, además, como gesto de buena voluntad, quemaría también la casa del empresario por el mismo precio.
Yo le conté una historia de la que no me había vuelto a acordar desde hacía muchos años:
– Acababa de salir de la academia -le dije- y me pusieron de compañero de un perro viejo llamado Vince Mahaffey. Debía de tener unos treinta años de experiencia en el Cuerpo, y nunca iba de incógnito, no le gustaba. Me enseñó mucho, incluidas cosas que la Policía probablemente no quisiera que hubiera aprendido, como la diferencia entre el trabajo limpio y el trabajo sucio y cómo conseguir la mayor parte de trabajo limpio posible. Bebía como un pez, comía como un cerdo, y fumaba cigarrillos de esos italianos pequeños. Los llamaba cigarrillos de Indias. Yo creía que tenías que ser de las cinco familias de la mafia para fumar esas cosas. Ese Vince era un verdadero modelo digno de imitar.
»Una noche tuvimos un aviso; se había producido un altercado doméstico y los vecinos nos habían llamado. Era en Brooklyn, en Park Slope. Ahora la zona está toda aburguesada, pero esto ocurrió mucho antes de que empezase el cambio. Entonces era un barrio blanco normal, de clase trabajadora.
»El apartamento estaba en el quinto piso de un bloque sin ascensor, y Mahaffey tuvo que pararse un par de veces mientras subía las escaleras. Finalmente, nos quedamos frente a la puerta escuchando un momento, aunque no se oía nada. "Oh, mierda", dijo Vince. "¿Qué te apuestas a que la ha matado? Ahora estará llorando y tirándose de los pelos y encima nosotros tendremos que ser comprensivos con él".