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– Algo pude colegir, por palabras de doña Empera y de otras personas, pero no les di mucha importancia -comentó el Gaviero-. Siempre he pensado que, en casos como éste, sólo quien quiere meterse en problemas corre peligro. En varios sitios del mundo he pasado por situaciones semejantes y mi buena estrella me ha sacado siempre de apuros. De seguro confié demasiado en ella al quedarme aquí. Pero sucede que, en el fondo, todo ha terminado por serme indiferente. Creo que he perdido facultades y me dejo llevar por la suerte. Estoy un poco cansado de tanto andar. Estos intentos en que se empeñan los hombres para cambiar el mundo, los he visto terminar siempre de dos maneras: o en sórdidas dictaduras indigestadas de ideologías simplistas, aplicadas con una retórica no menos elemental, o en fructíferos negocios que aprovechan un puñado de cínicos que se presentan siempre como personas desinteresadas y decentes empeñadas en el bienestar del país y de sus habitantes. Los muertos, los huérfanos y las viudas, se convierten, en ambos casos, en pretextos para desfiles y ceremonias tan nauseabundas como hipócritas. Sobre el dolor edifican una mentira enorme. Supe que por La Plata había pasado, años atrás, una ola de violencia terrible. No hice caso. Es seguir viviendo lo que me cuesta trabajo, no morir. La Plata me pareció lugar ideal para detener, así fuera por un tiempo, ese ir dando tumbos de un lado a otro que ya me tiene hastiado. La cama de guadua en casa de la ciega, el río que pasa por debajo y me ayuda a olvidar, ciertas noches de sobresalto cuando los recuerdos toman cuerpo y me piden cuentas, el alcohol reparador y cómplice en la cantina, al que acudo cuando la lucha conmigo mismo se hace más dura; eso es todo lo que pido a ese lugar en donde nadie me conoce ni con nadie tengo cuentas por saldar. Pero hay un ángel de la guarda diabólico que me obliga a emprender necias empresas, a participar en las de mis semejantes, mezclarme con ellos y sentirme dueño de una exigua parcela de su destino. Así caí en este cuento del ferrocarril. Cuántas veces, me repito en estos últimos días, me he cruzado con tipos como Van Branden y sus socios del Tambo, en los más diversos rincones del mundo. Resultan siempre los mismos, con idénticas astucias, usadas hasta el cansancio y sin el menor ingenio y la misma codicia de lobo apaleado, que a nadie engaña. Le confieso que, allá para mis adentros, nunca me tragué el cuento de la vía férrea y eso fue precisamente lo que me llevó a meterme en la intriga, tal vez con la secreta esperanza de satisfacer a mi siniestro ángel guardián y acabar como la mula de ayer.

– Hombre, me parece que, en eso último, está exagerando un poco -repuso don Aníbal-. Yo lo veo a usted en forma muy distinta y le confieso que he llegado a tenerle, no solamente simpatía y aprecio, sino también a disfrutar de su experiencia y de sus relatos. Para mí son como una lección. Piense que, al quedarme sembrado en estos montes, no he conocido más mundo que estas cañadas y este clima bueno para caimanes. Entiendo que esta experiencia con la gente del Tambo le haya llevado a revivir otras semejantes. Creo que todos tenemos algo de qué lamentarnos. Todo lo ve usted ahora bajo una luz sombría y derrotista. Pero yo lo he escuchado relatar episodios de su pasado vividos, seguramente, en forma muy distinta de como en este momento está viendo las cosas.

Don Aníbal era muy sincero al hacer al Gaviero ese comentario a sus palabras. Solía poner a Maqroll como ejemplo de una vida rica en episodios de apasionante interés y en sorpresas del más variado colorido. Vida opuesta por completo a la suya que se le antojaba como una insípida rutina, a menudo sin sentido. Siguieron dándole vueltas al tema. Cada uno insistía en sostener su opinión. La lluvia inclemente y las nubes aciagas que se cernían sobre el inmediato futuro de sus vidas, debían influir no poco en las negras tintas con las que, cada cual, describía su destino.

La lluvia cesó de repente y el cielo se despejó de inmediato, dejando al descubierto la incandescente maravilla de la noche de los trópicos. Todo se iluminó con una tenue fosforescencia que despedía la clara luz de los astros, reflejada en la humedad de las hojas y en los charcos cuya reciente serenidad rompían, en mil reflejos, los cascos de las cabalgaduras. Penetraron en un pequeño arbolado, que debía ser familiar al dueño de la finca que se internó por él apurando el paso. Maqroll lo siguió, sacudido por el manso trote de la yegua que trataba de controlar, en vano, con torpes jalones de las riendas. Habían caminado un buen trecho, cuando don Aníbal tomó por un sendero que descendía en ligera pendiente hasta terminar en un tupido bosque, al parecer impenetrable. Allí detuvo su caballo y se quedó a la espera de alguna señal. Al escuchar un breve silbido, hizo señas al Gaviero de que desmontara y fue a amarrar su caballo al tronco de un árbol cercano. Maqroll hizo lo mismo y siguió a don Aníbal, quien se internó en la espesura caminando lentamente pero con la seguridad de quien conoce el camino. En un estrecho claro los esperaba un hombre sentado en el tronco de un árbol derruido por el rayo y cubierto de musgo. Se puso en pie para saludar a los recién llegados. Lo hizo con una voz firme, que cuadraba con su uniforme de campaña y las insignias de capitán que llevaba en el cuello de la camisa verde olivo. Los invitó a sentarse en el tronco, mientras permanecía de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. La escasa luz permitía ver un rostro enjuto y pálido, con una barba de varios días, que le daba un falso aspecto de enfermo. La voz y los gestos, firmes y enérgicos, disipaban esa primera impresión. Pero en sus ojos grandes y negros, cercados por ojeras de tensión y fatiga, se advertía un brillo febril, esa movilidad de quien se mantiene alerta, en el límite de sus fuerzas. Don Aníbal se adelantó a explicar a Maqroll de quién se trataba:

– El capitán Segura desea hablar con usted. Quiero que sepa que es amigo nuestro de hace tiempo y que puede hablar con él sin ninguna reserva. Ya sabe de usted por mi. De lo que ahora se hable depende que salga con bien de la situación en que está envuelto sin proponérselo. -Dirigiéndose al capitán, agregó-: En el camino le informé sobre el hallazgo de la caja y su contenido. Ni qué decirle que ignoraba totalmente lo que estaba transportando. Ahora, usted dirá, capitán.

El capitán comenzó a pasearse en el breve espacio del claro, mientras se pasaba, de vez en cuando, la mano por el rostro como para alejar el sueño o aliviar el cansancio. Sus palabras salían con ese rigor castrense que les daba una gravedad muy especiaclass="underline"

– De usted, amigo, sabemos casi todo lo que hay que saber. Don Aníbal, por su parte, garantiza su conducta y su inocencia, difícil de aceptar, es cierto, en relación con los viajes a la cuchilla del Tambo. Es por esto que lo que quiero preguntarle será breve. Primero, deseo saber cuántas personas, de origen extranjero, ha visto en la bodega del Tambo.

– He estado allí con dos hombres. Uno dice ser belga y el otro, al que llaman Kraken por apodo, se pretende de Dantzig. No he visto otro extranjero en ese lugar. -Maqroll quería ser tan preciso e impersonal en sus respuestas, como lo era el militar en sus preguntas.

– Bien -repuso éste-. El que dice ser de Dantzig es alemán, nacido en Bremen. Tiene cuentas pendientes en Punta Arenas. Allí dio muerte a dos sargentos de la guardia, cuando trataba de escapar de la prisión en donde estaba por contrabando. El belga es en verdad holandés y fue quien compró las armas en Panamá. Ahora, dígame: ¿ha visto algo en la cabaña de los mineros que le llame la atención; algo extraño, inusual? ¿Alguien ha dormido con ustedes? ¿Advirtió huellas

de que alguien haya ocupado el lugar últimamente? ¿Qué indicios había en ese sentido?

– No capitán -contestó Maqroll-, no hemos visto a nadie, ni he observado rastros de que nadie haya estado allí. El lugar siempre se conserva relativamente limpio y todo ha estado en el mismo lugar, las veces que hemos dormido allí. Ahora recuerdo, sí, que me dejaron un mensaje escrito, colgado de un gancho, en el que me decían de no subir al Tambo y esperar en la cabaña a que recogieran la carga. En efecto, ayer llegó el holandés con sus peones y se llevaron todo en mulas, por cierto de muy buena pinta. -A medida que hablaba, el Gaviero iba recobrando su aplomo y sentía una espontánea confianza hacia su interlocutor, quien daba la seguridad de alguien que conoce muy bien el terreno que pisa y las gentes con las que trata. Era, además, evidente, que cualquier sospecha que hubiera tenido respecto a Maqroll, estaba despejada.

– La persona que lo contrató para este trabajo es un hombre rechoncho, de ojos saltones, siempre irritados, rostro congestionado, amigo de la bebida o que simula serlo y dice llamarse Van Branden o Brandon. ¿Es así?

– Sí capitán, así es. Por cierto que tampoco yo he creído que beba todo lo que pretende. También, en asuntos de dinero es de una informalidad muy curiosa. No pide recibos por lo que da ni quiere cuentas de lo que se gasta. Nunca pude establecer con él una suma precisa por mi trabajo.

– Eso se explica -comentó el oficial, mientras una fatigada sonrisa se insinuaba en sus labios-. El hombre tampoco suele rendir cuentas claras a quienes contratan sus servicios. Hay mucha laxitud con el dinero en ese negocio de armas, en donde el margen de ganancia de cada intermediario no suele establecerse. El tipo se apellida Brandon y es irlandés. Sus antecedentes son interminables: preso en Trinidad por falsificación de cheques; los ingleses lo buscan por trata de blancas en el Medio Oriente; Arabia Saudi lo dio por muerto después de una paliza que mandó darle un sheik a quien había engañado vendiéndole dos muchachas vírgenes de Alicante que resultaron ser dos putas de San Pedro Sula. La lista, como le dije, es muy larga. Aquí pesan contra él cargos mucho más graves. Puedo decirle que no es probable que vuelva a encontrarse con él. Sigamos adelante: ¿le espera más carga en La Plata para subir al Tambo o hay alguna, en camino, que usted sepa?