El Gaviero relató al capitán, punto por punto, su encuentro con Van Branden, la proposición que éste le hizo y todos los hechos posteriores relacionados con el transporte de las cajas hasta la cuchilla; su relación con los dos extranjeros que allí lo recibieron, la conducta de éstos y lo que él pudo deducir de ella. Insistió, en forma enfática y firme, cada vez que venía al caso, sobre su absoluta ignorancia respecto al contenido de las cajas, hasta el hallazgo del pedazo de etiqueta en el fondo de la barranca donde se despeñó la muía y su encuentro posterior con el capitán Segura. La coincidencia de ciudades en su pasaporte y en los de los negociantes de armas, era eso: una simple casualidad. Jamás había participado en esa clase de negocios ni había estado en contacto con quienes se dedicaban a él. Había vendido, sí, algunas escopetas de cacería en la Columbia Británica, compradas a bajo precio en Alaska, pero con eso no era posible derrocar ni siquiera a un simple sheriff de condado.
El capitán Ariza no pareció tomar en cuenta las aclaraciones del Gaviero y siguió en el mismo tono que antes:
– ¿No se le ocurre que, por decir lo menos, es inconcebible que no haya tenido la menor sospecha de una trama tan burda como la de las supuestas obras del ferrocarril, las apariciones y desapariciones de Brandon y la facha de sus compinches en el Tambo? ¿Nunca pensó que algo pudiera ocultarse detrás de semejante patraña, que no se hubiera tragado ni el más ingenuo chiquillo de los que rondan en el muelle?
– Desde luego, capitán -continuó Maqroll en el mismo tono-, Van Branden o Brandon, me pareció siempre persona bastante turbia y ni qué decir de sus amigos de la bodega del páramo. Pero pensé que, probablemente, estarían timando a los contratistas de la obra ferroviaria de la que, dicho sea de paso, vi varios tramos trazados y abandonados hace tiempo. Que la reanudaran no me pareció sospechoso. Yo me limité a recibir el dinero y allá ellos con su negocio. Mis conjeturas fueron muy vagas y la experiencia me indica que mucha gente, de aspecto poco digno de confianza, resulta después ser la más honesta y rutinaria.
– Contésteme si o no a lo que voy a preguntarle -la voz del oficial de la Inteligencia Militar se hizo más aguda y traicionaba una leve impaciencia-. ¿Tuvo usted idea, antes de hablar con el capitán Segura, de qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo? ¿El más ligero indicio, la menor sospecha? Hasta cuando se despeñó la mula, ¿pensó que se trataba de material para la construcción de la vía férrea?
Allí estaba la trampa, pensó el Gaviero. De su respuesta dependía, sin duda, su vida. De nuevo, en tono tranquilo, insistió en su ignorancia absoluta sobre el contenido de las cajas y en la dirección de sus naturales sospechas, respecto a los extranjeros involucrados en el negocio, hacia una estafa contra quienes contrataban la obra. Relató, esta vez con todo detalle, su encuentro con el capitán Segura y de cómo éste lo había puesto al tanto de la verdad y le había pedido su colaboración en el sentido de hacer el último viaje con las cajas que habían quedado en La Plata y lo que pudiera llegar, entretanto, en el barco. Mencionó su identificación de las cajas de TNT, merced a su experiencia en la minería. Ariza le interrumpió varias veces para precisar aún más ciertos aspectos de su encuentro con el capitán Segura y la participación de don Aníbal Álvarez, “persona de toda nuestra confianza", aclaró, de paso, el militar. Cuando Maqroll terminó su relato, Ariza permaneció unos minutos en silencio. Al Gaviero le parecieron eternos. Finalmente, Ariza tomó a hablar, esta vez con una levísima señal de alivio, que se advertía más en el rostro que en la voz largamente educada en la milicia:
– No sé si decirle que tiene suerte o que ésta le falta por completo. Ya veremos. La confirmación de sus informes, por parte del capitán Segura, aclararía definitivamente su situación. Pero resulta que el capitán Segura, a quien todos quisimos y respetamos por su valor y su sentido de compañerismo, fue asesinado, junto con todos sus hombres, cuando ponía cerco a las bodegas del Tambo y a la cabaña de los mineros. En el momento en que los intermediarios con la gente del Tambo llegaron para retirar el cargamento de armas y Segura coronaba su objetivo volando la bodega, cayó sobre el capitán y sus hombres una fuerza mucho mayor. La calidad de las armas que ésta traía y la superioridad numérica aplastante, liquidaron la resistencia heroica de la tropa. El capitán Segura fue alcanzado por una granada de alta fragmentación, al final de la refriega. Con él perecieron los últimos hombres que lo rodeaban. Bueno. Es todo, por ahora. Tendré que hacer ciertas averiguaciones en relación con lo que usted me ha dicho. Ya se le interrogará de nuevo.
Se puso de pie y fue a la puerta para llamar al centinela que estaba de turno. Ya en su celda, el Gaviero empezó a tejer una red de consecuencias y deducciones, destinada a sostener su recién ganada esperanza de salir con bien de la trampa en que había caído. Toda la tarde estuvo leyendo páginas de la vida del poverello de Asís. La evocación del sabio y armonioso paisaje de la Umbría, en donde los milagros de Francisco hallan el marco ideal y suceden con la sencilla naturalidad con que los narraría luego el Giotto en sus frescos, sirvió al Gaviero para recuperar la serenidad y establecer una saludable distancia entre su actual desventura y la intimidad de su ser más intocado y oculto, del que manaba siempre un caudal de confianza en su auténtico destino. Esa noche, para dormir más a gusto, bajó el colchón al piso. La siniestra mesa le producía los más oscuros presentimientos.
Cuando le trajeron el desayuno, el guardia le preguntó por qué había bajado el colchón al suelo.
– No puedo dormir con la inclinación de esa mesa. En el piso me encuentro más cómodo. ¿Está prohibido?
– No -repuso el soldado-. Es que esa mesa no es para dormir. -Maqroll le preguntó para qué servía en realidad. El hombre se limitó a sonreír con incredulidad ante la pretendida ignorancia del prisionero y se retiró sin hacer más comentarios. Tampoco Maqroll quería saber más. Todo estaba dicho.
Al día siguiente lo sacaron al patio para que ayudara a subir una caja de munición a una bodega del segundo piso del cuartel, que era menos húmedo. Pensó, mientras cumplía con la tarea, en la ironía del destino que lo obligaba de nuevo a cargar material de guerra. Esa noche le informaron que en la mañana sería llamado a la comandancia. En efecto, después del desayuno, vinieron por él y lo llevaron a una oficina cuyas ventanas daban sobre el río. Lo invitaron a tomar asiento y lo dejaron allí solo. Al rato entró un mayor con uniforme de campaña de una impecable limpieza y sin una arruga. El traje era verde olivo lo mismo que la gorra, semejante a las que usan los jugadores de pelota. Era un hombre corpulento, un tanto acezante y congestionado, de bigote entrecano y porte altivo. Fumaba sin parar y sus manos temblaban ligeramente. Parecía un clubman disfrazado de militar. Con voz pausada y un poco ronca formuló algunas preguntas de rutina parecidas a las que había hecho Ariza. Al terminar, se colocó unos anteojos con armadura de oro y revisó algunos papeles ordenados en una carpeta color escarlata que tenía sobre su escritorio. En un momento dado hizo una seña al centinela que entró para recoger algunos documentos, indicándole que se llevara al prisionero. Ni siquiera alzó la cabeza y siguió leyendo como si éste no hubiera existido.
Maqroll había logrado advertir que algunos de los papeles que hojeaba el mayor estaban escritos a mano. Eran hojas manchadas de sangre y barro arrancadas de una libreta. La letra, clara y rotunda, era fácil de leer. De nuevo, ya en la celda, tornaron a torturarlo la incertidumbre y la angustia que creía haber dominado. Así pasó el resto del día y buena parte de la noche siguiente. En sueños, se le apareció el mayor, esta vez en traje de parada, explicándole en forma muy cordial y mundana una serie de maniobras militares cada vez más embrolladas y aburridas. En la mañana lo despertó, como de costumbre, un ruido al pie de la puerta. Le traían el desayuno. El guardia le informó que, en un rato, lo llevarían de nuevo a las oficinas de la Inteligencia Militar. Un cansancio abrumador, un entorpecimiento de todos sus miembros y un amargo sabor en la boca, le minaban el resto de fuerzas que, en vano, había intentado acumular durante esos días de encierro. Era evidente que su hora había llegado. Le sorprendía, por desventura, con la guardia más baja que nunca y el cuerpo, convertido en un saco de vagos dolores, se negaba a sostenerlo cuando más lo iba a necesitar. Toda la mañana esperó a que vinieran por él. Después de la comida, se quedó dormido en un sopor agobiante. Los pasos del guardia que abría la puerta lo despertaron. Había dormido en la modorra de una siesta con amenaza de lluvia que daba a la tarde una atmósfera de baño turco. Hasta los menores ruidos llegaban a través de la capa afelpada y húmeda de un aire irrespirable.
– Mi capitán quiere hablarle -explicó el guardia-. Vístase y venga con nosotros.
Otro guardia esperaba en la puerta. El Gaviero se pasó por el rostro y parte del cuerpo una toalla empapada en el agua turbia de la llave. Se puso una camisa limpia y unos pantalones bermuda que le había enviado la ciega. Los conservaba desde sus épocas de marino. Se pasó un peine por el cabello entrecano y rebelde y salió en medio de los dos soldados. Al cruzar el patio sus piernas se movían con algo más de firmeza. El saber que iba a enfrentarse con Ariza sirvió para despabilarlo un poco. Iba a decidirse su suerte y una ansiedad vigilante empezó a invadirlo. Se sentía como el jugador que va a enfrentarse en un juego complicado, en donde cada movimiento de las fichas puede ser definitivo. Entró a la oficina de Ariza. Los guardias se quedaron afuera y cerraron la puerta a sus espaldas. Allí estaba el hombre de la Inteligencia Militar dando vueltas con el pulgar al anillo de graduación de la base de Corpus Christi en Texas. Seguía luciendo su impecable guayabera con el distintivo en la solapa. El recto bigote resaltaba en el rostro recién afeitado, subrayando una ligera sonrisa sobre cuya sinceridad el Gaviero resolvió no hacerse ilusión alguna.
– Tome asiento, amigo. Póngase cómodo -le dijo indicándole una silla giratoria que habían traído de otra oficina. La silla se inclinaba peligrosamente de un lado a otro al menor movimiento de Maqroll, que trató de permanecer lo más quieto posible para mantener en relativo equilibrio el diabólico asiento. Lo de "amigo" había aparecido en el vocabulario del capitán hacia el final de la entrevista anterior. Lo decía con un cierto acento de complicidad que despertó las reservas del Gaviero, quien se propuso seguir el juego, controlando, a su vez, cada una de sus reacciones y respuestas.
– Pues bien -comenzó Ariza-, aquí estamos de nuevo tratando de aclarar lo que, si quiere que le diga la verdad, para mí está más claro que el agua. No hay quien me convenza de que usted es inocente. No consigo aceptar que no supiera qué era lo que subía a la cuchilla del Tambo. Por otra parte, hemos reunido informes sobre su pasado: contrabando de armas en Chipre, de banderas navales trucadas en Marsella, de oro y alfombras en Alicante, de blancas en Panamá; en fin, no sigo porque la lista nos tomaría varias horas. Alguien con semejante pasado no va a transportar armas pensando que son instrumentos de ingeniería para un ferrocarril inexistente. Lo que no consigo entender es que se haya conformado con unos cuantos billetes, cuando hubiera podido sacar varios miles de dólares.