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De aquí que todos los Van Branden del mundo que se atravesaban en su camino, sirvieran sólo para constatar su irremisible soledad, o su imbatible escepticismo ante la terca vanidad de toda empresa de los hombres, esos desventurados ciegos que entran en la muerte sin haber sospechado siquiera la maravilla del mundo. Ayunos del milagro de la pasión que atiza el saber que estamos vivos y que la muerte también entra en el juego, sin comienzo ni fin, porque es puro presente sin fronteras. A tiempo que se entregaba al goce del paisaje, advertía, sin embargo, que el variado desfile de sensaciones que, atravesando el embotamiento de la fatiga, desplegaba la maravilla de una celebración sin término, llegaba erosionado por la torpeza de una memoria que los años habían trabajado.

El Zuro iba adelante, guiando la primera mula de la fila. A menudo salía del camino para tomar atajos que evitaban trayectos impracticables. A medida que subían, el viento venía con mayor fuerza. Al principio, fue como un leve zumbido en los oídos, una brisa que apenas movía las copas de los árboles y hacia vibrar las hojas de los helechos. El ruido de la torrentera se iba alejando o acercando según la intensidad del viento. Cuando empezaron a transitar las estrechas sendas que subían en zig-zag, ciñendo el abismo, aquél azotaba a los viajeros con furia sostenida. Comenzaba una vegetación enana, de hojas lanosas y espesas, que crecía alrededor de grandes árboles de tronco gris de una textura que se antojaba mineral, cuyas copas, de escaso follaje, se perdían entre una niebla que, desbocada, iba a desvanecerse en los picos de la sierra. Habían entrado al páramo, paisaje que hacía mucho tiempo no frecuentaba Maqroll. El Zuro le explicó que los viajeros a los que sorprende la noche en ese descampado, suelen abrigarse con las hojas de ese arbusto, que allí llaman frailejón, cuya abrigada superficie no deja pasar el frío y protege al aterido viajero. La respiración se iba haciendo paulatinamente más penosa para Maqroll. Las sienes le palpitaban y la boca se le secaba dándole una engañosa impresión de sed. Cuando estaba a punto de sugerir un descanso, el Zuro le indicó que iban a detenerse para descansar un rato. -No podemos hacer nada -explicó-. Hay que beber lo menos posible. Masque esto lentamente para que le vuelva la saliva- y le alargó una rodaja de limón. Cortó luego otra para él y se tendió a la vera del camino en un lecho de hojas de frailejón. Maqroll lo imitó en silencio. Allí, tendidos, respiraban hondamente, en espera de que el cuerpo se ajustara a los rigores del páramo. El limón hizo su efecto de inmediato aliviando la impresión de sequedad y el sabor amargo y metálico en la boca que venía atormentando al Gaviero desde hacía rato.

Cuando reanudaron la marcha, las molestias se habían hecho mucho más tolerables. Con la última luz de la tarde, llegaron a la cabaña abandonada por los mineros. Sus paredes eran de roca unida sin argamasa ni cemento alguno. Los intersticios se hallaban tapados con hojas del mismo arbusto que proporcionaba abrigo para dormir. El techo era de pizarra y se sostenía sobre gruesas vigas sin desbastar. Adentro, el recinto se dividía en dos espacios iguales: uno servía de habitación y el otro de establo. Los separaba una pared, hecha de barro y bambú, que llegaba apenas hasta donde comenzaba el techo. En la habitación de los viajeros, una chimenea de piedra y latón funcionaba perfectamente. El lugar estaba relativamente limpio. Sus anteriores ocupantes no dejaron más huella de su paso que un puñado de cenizas frías en la parrilla de la chimenea. Había una provisión de leña al lado de ésta y la regla era reemplazar, cuando se dejaba la cabaña, la que se hubiera usado. El Zuro preparó dos lechos de hojas y sugirió que se tendieran un rato antes de comer. De lo contrario, volvería el dolor de cabeza durante la digestión. Así lo hicieron.

– Muy poca gente sube hasta aquí. Casi nadie aguanta -comenzó el arriero a contarle a Maqroll, mientras éste miraba el techo y sentía la reparadora tibieza del fuego que el Zuro había encendido-. Primero vinieron los mineros, constructores de este refugio. Buscaban oro en las orillas de las quebradas. No encontraron mayor cosa. Luego han seguido pasando extranjeros que sueñan con el cuento de las minas. No creo que haya minas por estos peladeros. Ahora aparecen los del ferrocarril. Ellos mantienen la cabaña como la ve; limpia y más o menos ordenada.

– Pero los que la construyeron, ¿de dónde eran? -preguntó el Gaviero movido por la curiosidad que le había despertado el estilo de la cabaña.

– Venían del Canadá -contestó el Zuro-. Buena gente. Pero cuando bajaban a La Plata empezaban a beber como locos y terminaban en unas peleas tremendas. Ni el ejército podía con ellos. Después, se quedaban tirados en la calle, dormidos, y los perros les orinaban encima. En la madrugada, después de hacer sus compras en la tienda del turco, regresaban al páramo como si no hubiera pasado nada. Eran inmensos y llevaban unas barbas rojas que no se cortaban nunca. Se perdían, allá arriba, trabajando todo el día en las orillas arenosas de las quebradas, dándole a la batea y buscando las pepitas doradas. Cuando hallaban alguna gritaban hasta que algún otro les respondía. Así estuvieron más de dos años. Se largaron, de pronto, sin pagar donde Hakim, después de una riña que duró toda la noche y dejó cuatro soldados muertos. No los pudieron alcanzar, ni los vieron más en ninguna parte.

Después de una hora larga de reposar sobre el suave lecho vegetal, prepararon café y frieron tajadas de plátano con huevos revueltos. El pan de La Plata era incomible. El Zuro le ofreció a Maqroll un poco de carne molida seca que revolvió con el resto de la comida. Maqroll hizo lo mismo y la encontró deliciosa.

– Hay que comer, mi don -le dijo sentencioso el arriero-. Mañana nos espera lo peor. Ahora, trate de dormir. No lea hasta muy tarde. El sueño, aquí, es lo único que sirve contra el cansancio.

Maqroll sonrió, divertido con la actitud protectora y admonitoria del muchacho. No sabía cuántas noches había pasado él en peores circunstancias y en lugares aún más inhóspitos. De seguro si mencionara los nombres de algunos de ellos, nada le dirían al joven arriero del llano de los Álvarez: noches de Sar-i-pul, con el viento de las montañas afganas azotando la tienda en un estruendo que no cesaba hasta el alba; noches de Kerala con la danza encantada de enjambres de luciérnagas que expandían una luz lila, funeral, perfumada de canela y jengibre; noches en el confín de la Guayana, hundido en el fétido lodo de los manglares; noches de sobresalto y hambre en una aldea abandonada de Anatolia; noches de mosquitos y fiebre en el Golfo de Veragua, donde la lluvia se instala como una maldición sin medida; noches en los cayouns, al borde de los esteros, donde el Missisippi desborda su cansancio; noches de calma chicha frente a la costa del Yemén levantado en armas; noches semejantes a ésta que le esperaba en el páramo, semejantes a tantas otras ya olvidadas.

Encendió un cabo de vela que doña Empera, precavida, le puso en la mochila con sus cosas y se perdió en las páginas de Joergensen, en el armonioso paisaje de la Umbría, donde un joven de familia adinerada, en pleno siglo XII, salía en busca de Dios. Lo fue venciendo el sueño poco a poco, hasta que se le cayó el tomo de las manos. El ruido lo despertó, puso el libro en la mochila y apagó la vela.

Soñaba el Gaviero. Todos sus músculos se distendían, transformando el cansancio en placentera ebriedad, a manera de una intoxicación inocua de la que nacía una lucidez y una dicha acompasadas, sólo comparables a las que recordaba haber vivido de niño cuando todo se ordenaba a su alrededor en forma tal que le producía, en plena vigilia, una aventura semejante a la que ahora le llegaba en el sueño. Estaba a orillas del lago Maggiore. Salía a dar una caminata por la senda que bordeaba las aguas. Alguien iba a acompañarlo. No quiso demorarse más porque tenía la certeza de que, si seguía esperando, el inusitado bienestar se esfumaría de improviso. Se trataba de preservarlo, intacto, el mayor tiempo posible. Bajó a la orilla y tomó por el sendero en cuyo borde iban a morir las olas cuando el viento se levantaba un poco. Al otro lado se alzaban unos arbustos, al parecer de laurel, pero que despedían un fuerte olor a sándalo. Unos pasos comenzaron a seguirlo y supo, sin necesidad de volver la cabeza, que era la persona a quien había estado esperando. Si volvía a mirar, su dicha exultante se tornaría en algo impredecible. Por la voz supo que se trataba de una mujer. Hablaba un español correcto pero con un fuerte acento que no logró identificar. Contaba historias de itinerarios de trenes que no coincidían, de largas esperas en las estaciones y de molestias inacabables para conseguir llegar al lago.

De Milano a Novara -decía- todo iba bien. Pero allí, en lugar de conectar hacia Oleggio y Arona, fui a parar al norte. En la primera estación me bajé y, al ir a cambiar mis boletos en la ventanilla, el hombre que estaba allí y tenía aspecto de cura, insistió en que le mostrara mis pechos. Así lo hice. Era la única manera de regresar. En Novara me esperaba el equipaje. Subí al tren que supe, luego, terminaba su viaje en Oleggio. Allí habría que esperar seis horas para tomar el que me dejaría en Arona, al pie del lago, donde habíamos quedado en vernos. En Oleggio, resolví subir al autobús que llega a pocos kilómetros de Arona. Cuál sería mi sorpresa al verte junto a la parada donde descendía. Ahí estabas, Gaviero loco, despistado como siempre. Nunca aprenderás con tu aire de marinero desembarcado a la fuerza.

Esas últimas palabras le produjeron una súbita y arrolladora desolación. Era Ilona, su amiga triestina. Sólo ella, la impar, la única, le decía así. Y ése era su tan peculiar acento inconfundible. Su voz, sus pasos elásticos y firmes. Su cuerpo gustoso y blanco, convertido en cenizas en una absurda explosión de gas en Panamá. Volvió para mirarla y se encontró con una mujer de tipo español, con un aire aristocrático y moruno, que lo miraba con reproche como si fuera el culpable del caos ferroviario del que se venía quejando. -¡Ilona!- le dijo, sin advertir lo necio de su equívoco, con los ojos bañados en lágrimas. La mujer se quedó mirándole con extrañeza, como si estuviera frente a un desconocido que, de improviso, se dirigía a ella. Se volvió de espaldas bruscamente y se alejó con paso gimnástico y juvenil, balanceando las caderas en un ritmo que él sabía tan propio de Ilona.

Lo despertaron los sollozos que sacudían su pecho. El viento helado que azotaba las paredes de roca y el intenso olor de las hojas que le servían de colchón, lo volvieron brutalmente a la vigilia. Para él, en ese momento, por completo inescrutable y ajena. Volvió a dormir después de un rato. El Zuro lo despertó brindándole una taza de café. El Gaviero comenzó a beberlo a lentos tragos, con aire ausente y pesaroso.