Выбрать главу

– Gus nos ha estado hablando de Davina Flory, papá -dijo Sheila.

– ¿La conocías?

– Mis editores -dijo Casey- no están entre los que tienen la política de fingir ante un autor que no tienen a otros en su lista.

Wexford no sabía que él y la mujer fallecida compartían editor. No dijo nada, sino que se fue al recibidor y se quitó el sombrero y el abrigo. Se lavó las manos, diciéndose para sus adentros que fuera tolerante, que fuera magnánimo, que hiciera concesiones, que se mostrara amable. Cuando volvió al comedor y se sentó, Sheila hizo repetir a Casey todo lo que había dicho hasta entonces de los libros de Davina Flory, gran parte de ello más bien indecoroso en opinión de Wexford, y repetir también una increíble historia de que el editor de Davina Flory había enviado el manuscrito de su autobiografía a Casey para que diera su opinión antes de hacerle una oferta por ella.

– No suelo ser injusto -dijo Casey-, no lo soy, ¿verdad, cariño?

Wexford, preguntándose qué sucedería a continuación, dio un brinco al oír ese «cariño». La respuesta de Sheila casi le hizo encogerse, estaba tan llena de admiración y al mismo tiempo era tan espantosa que cualquiera, incluso el propio interesado, podría sugerir con desaprobación que no era ningún genio.

– No suelo ser injusto -repitió Casey, presumiblemente esperando un coro de negación incrédula-, pero en realidad no tenía idea de todo eso que sucedió y de que usted… -volvió sus pequeños ojos claros a Wexford-, quiero decir el padre de Sheila, estaba… cuál es la palabra, tiene que haber una palabra… ah, sí, encargado del caso. No sé nada de estas cosas, menos que nada, pero Scotland Yard todavía existe, ¿no? Quiero decir, ¿no hay allí algo llamado Brigada de Asesinatos? ¿Por qué usted?

– Cuéntame tus impresiones de Davina Flory -pidió Wexford en tono amable, tragando la rabia que le llenaba la boca con ardiente acritud y le colocaba pantallas rojas ante sus ojos-. Me interesaría oírla de alguien que la conocía profesionalmente.

– ¿Profesionalmente? No soy antropólogo. No soy explorador. La conocí en una fiesta de un editor. Y no, muchas gracias, no creo que le cuente a usted mis impresiones, no creo que sea sensato. No diré ni pío. Hacerlo sólo me recordaría la época en que me pillaron por conducir con imprudencia y el policía que me persiguió en su moto me leyó ante el tribunal todo lo que le dije, todo ello por supuesto deformado por el proceso de filtrado del semianalfabetismo.

– Toma un poco de vino, cariño -le ofreció Dora con suavidad-. Te gustará; Sheila lo ha traído especialmente.

– No les has puesto en la misma habitación, ¿verdad?

– Reg, ese comentario debería hacerlo yo, no tú. Se supone que tú eres el liberal. Claro que les he puesto en la misma habitación. No dirijo un asilo de ancianos Victorianos.

Wexford tuvo que sonreír a su pesar.

– Es la insensatez típica, ¿no? No me importa que mi hija duerma bajo mi techo con un hombre que me guste, pero me desagrada la idea cuando se trata de un mierda como él.

– ¡Nunca te había oído utilizar esa palabra!

– Tiene que haber una primera vez para todo. Que yo eche a alguien de mi casa, por ejemplo.

– Pero no lo harás.

– No, estoy seguro de que no lo haré.

La mañana siguiente, Sheila anunció que a ella y a Gus les gustaría llevarles a cenar al Cheriton Forest Hotel aquella noche. Hacía poco que había cambiado de dueño y era famoso por su buena comida a elevados precios. Había encargado una mesa para cuatro. Augustine Casey observó que sería divertido ver aquello directamente. Tenía un amigo que escribía acerca de lugares así para un periódico dominical, de hecho acerca de las manifestaciones del gusto de la década de los noventa. La serie se titulaba Más dinero que talento, título que era obra del cerebro de Casey. A él le interesaba no sólo la comida y el ambiente, sino el tipo de personas que lo frecuentaban.

Incapaz de resistirse, Wexford comentó irónico:

– Creía que habías dicho anoche que no eras antropólogo.

Casey esbozó una de sus misteriosas sonrisas.

– ¿Qué pone usted en su pasaporte? Agente de policía, supongo. Yo siempre pongo «estudiante». Hace diez años que dejé la universidad, pero todavía pongo «estudiante» en mi pasaporte y supongo que siempre lo pondré.

Wexford se iba. Iba a reunirse con Burden para tomar una copa en el Olive and Dove. Una norma, creada para ser quebrantada, era que nunca lo hacían en sábado. Tenía que salir de casa a ratos, aunque sabía que estaba mal. Sheila le pilló en el recibidor.

– Querido papá, ¿todo va bien? ¿Estás bien?

– Sí. Este caso Flory me preocupa un poco. ¿Qué vas a hacer hoy?

– Gus y yo pensábamos ir a Brighton. Él tiene amigos allí. Llegaremos a tiempo para la cena. Tú podrás ser puntual, ¿verdad?

Él asintió.

– Haré todo lo posible.

Ella parecía un poco alicaída.

– Gus es maravilloso, ¿no? Jamás he conocido a nadie como él. -Su rostro se iluminó; era un rostro adorable, perfecto como el de la Garbo, dulce como el de Marilyn Monroe, trascendentalmente hermoso como el de Hedy Lamarr. Al menos, a los ojos de su padre. Eso creía él. ¿De dónde salieron los genes para crear aquello? Ella dijo-: Es tan inteligente. La mitad del tiempo no puedo seguirle. Lo último es que será escritor residente en una universidad de Nevada. Están construyendo una biblioteca con sus manuscritos; se llama el Archivo Augustine Casey. Realmente le aprecian.

Wexford apenas si había oído el final de esto. Se quedó atascado -y felizmente- en mitad de sus comentarios.

– ¿Se va a vivir a Nevada?

– Sí; bueno, un año. En un lugar que se llama Heights.

– ¿En Estados Unidos?

– Tiene intención de escribir su próxima novela mientras esté allí -dijo Sheila-. Será su obra maestra.

Wexford le dio un beso. Ella le rodeó el cuello con sus brazos. Caminando por la calle, Wexford habría podido ponerse a cantar. Todo iba bien, mejor que bien; se iban a pasar el día a Brighton y Augustine Casey se iba a América por un año, prácticamente emigraba. Oh, ¿por qué no se lo había dicho anoche y así él habría podido dormir bien? Era inútil preocuparse por eso entonces. Se alegraba de haber decidido ir al Olive a pie, podría tomarse una buena copa y celebrarlo.

Burden ya estaba allí. Dijo que había venido de Broom Vale donde, con un mandamiento judicial emitido dos horas antes, estaban registrando la casa de Joanne Garland. Su coche estaba en el garaje, un BMW gris oscuro. No tenía animales domésticos a los que alimentar o sacar a pasear. No había plantas que regar, ni flores marchitándose en jarrones. El televisor estaba desenchufado, pero algunas personas lo hacían cada noche antes de acostarse. Parecía que había abandonado la casa por voluntad propia.

Una agenda de sobremesa, con citas meticulosamente anotadas, sólo indicó a Burden que Joanne Garland había ido a una fiesta el sábado anterior y a almorzar el domingo con su hermana Pamela. Su visita a su madre estaba anotada para el martes 11 de marzo, y eso era todo. Los siguientes espacios permanecían en blanco. Tenía una letra pequeña, pulcra y muy recta, y había logrado hacer caber una gran cantidad de información en el espacio de dos centímetros y medio por siete y medio que había para cada anotación.

– Esto ya nos ha sucedido otras veces -dijo Wexford-, alguien que aparentemente desaparece y resulta que ha estado de vacaciones. Pero en ninguno de esos casos las personas desaparecidas han tenido una multitud de parientes y amigos, gente a quienes en ocasiones anteriores la persona desaparecida les ha comunicado que se iba. El hecho es que Joanne iba a Tancred House a las ocho y cuarto el martes por la noche. Era una persona superpuntual, nos dijo Daisy Flory; en realidad, por regla general llegaba demasiado temprano a las citas, así que podemos suponer que llegó a la casa poco después de las ocho.