Выбрать главу

De momento, las lágrimas de Daisy habían cesado. Hablar le iba bien. Él dudaba que tuviera razón al decir que lo mejor para ella era estar sola.

– ¿Cuánto tiempo trabajaron juntas?

– ¿Mamá y Joanne? Unos cuatro años. Pero eran amigas de siempre, desde antes de nacer yo. Joanne tenía una tienda en Queen Street, y allí fue donde mamá empezó con ella; después compraron ese local para la galería cuando construyeron el Centro. ¿Ha dicho usted que se ha ido? No tenía intención de irse. Recuerdo que mamá dijo… bueno, el día, así es como yo pienso en ello, el día… mamá dijo que quería tomarse el viernes libre para algo, pero Joanne no se lo permitió porque tenía que ir el inspector del IVA y tenía que revisar los libros con él, quiero decir Joanne. Eso llevaba horas y horas y mamá debía atender a los clientes.

– Tu madre la telefoneó y le dejó un mensaje en el contestador para que no llegara antes de las ocho y media.

Daisy dijo con indiferencia:

– Supongo que lo hizo. Lo hacía a menudo, pero no parecía hacer mucho efecto.

– ¿Joanne no telefoneó durante la velada?

– No telefoneó nadie. Joanne no telefonearía para decir que iría más tarde. No creo que pudiera haber llegado más tarde aunque lo hubiera intentado. Esas personas extrapuntuales no pueden, no pueden evitarlo.

Él la observó. Le había subido un poco de color a la cara. Era una muchacha perspicaz, le interesaba la gente, sus obligaciones, cómo se comportaba. Se preguntó de qué hablaban, ella y estos Virson, cuando estaban solos, en las comidas, por la noche. ¿Qué tenía en común con ellos? Como si leyera su mente, Daisy dijo:

– Joyce, la señora Virson, se está ocupando del funeral. Hoy han venido algunos agentes funerarios. Ella hablará con usted, supongo. Quiero decir, podemos celebrar un funeral, ¿verdad?

– Sí, sí. Por supuesto.

– No lo sabía. Creía que podría ser distinto con las personas asesinadas. No había pensado en ello hasta que Joyce lo dijo. Eso nos da tema de conversación. No es fácil hablar cuando sólo hay una cosa en tu vida de la que hablar y es la única que tienes que evitar.

– Es una suerte que puedas hacerlo conmigo.

– Sí.

Ella trató de sonreír.

– No me queda familia. Harvey no tenía parientes, excepto un hermano que murió hace cuatro años. Davina era «la menor de nueve» y casi todos los demás están muertos. Alguien tiene que organizar las cosas y yo sola no sabría hacerlo. Pero diré cómo quiero que sea el servicio y asistiré al funeral. Eso lo haré.

– Nadie esperará que lo hagas.

– Creo que en eso se equivoca -dijo pensativa, y añadió-: ¿Han encontrado ya a alguien? Quiero decir, ¿tienen alguna pista de quién fue el que… lo hizo?

– Quiero preguntarte si estás segura de la descripción que me diste del hombre al que viste.

La indignación le hizo fruncir el ceño, unir sus oscuras cejas.

– ¿Qué le hace preguntarme eso? Claro que estoy segura. Se lo repetiré, si quiere.

– No, no será necesario, Daisy. Ahora voy a dejarte, pero me temo que es probable que no sea la última vez que quiera hablar contigo.

Ella se apartó de él, torciendo su cuerpo como un niño que se vuelve por timidez.

– Me gustaría -dijo-, me gustaría tener a alguien, sólo una persona, a quien pudiera abrir mi corazón. Estoy tan sola. Ah, si pudiera abrirme a alguien…

Wexford resistió la tentación de decir: «Ábrete a mí». Sabía que era mejor no hacerlo. Ella le había llamado viejo y había dado a entender que era sabio. Dijo, quizá demasiado a la ligera:

– Hoy hablas mucho de corazones, Daisy.

– Porque -le miró- él intentó matarme disparándome al corazón. Apuntó a mi corazón, ¿no?

– No debes pensar en eso. Necesitas que alguien te ayude a no hacerlo -dijo-. Yo no soy quién para aconsejarte, no soy competente en ello, pero ¿no crees que necesitas que alguien te aconseje? ¿Pensarás en ello?

– ¡No lo necesito! -Lo dijo con desdén, una firme negativa. A él le recordó a un psicoterapeuta, al que había conocido en una ocasión en el curso de una investigación, que le dijo que decir que no se necesita ayuda es una manera segura de considerar que sí-. Necesito que alguien… me quiera, y no tengo a nadie.

– Adiós. -Le tendió la mano. Tenía a Virson para que la amara. Wexford estaba seguro de que así era. La idea era descorazonadora. Ella le estrechó la mano con fuerza, como un hombre fuerte. Él sintió en ella la fuerza de su necesidad, su grito pidiendo ayuda-. Adiós, de momento.

– Siento ser tan pesada -dijo ella con calma.

Joyce Virson no estaba exactamente rondando por el pasillo, aunque él supuso que lo había estado. Salió de lo que probablemente era una sala de estar a la que no fue invitado a entrar. Ella era una mujer alta y robusta, de unos sesenta años o un poco menos. Lo notable en ella era que parecía tener un físico en mayor escala que la mayoría de las mujeres: era más alta, más ancha, con una cara más grande, una nariz y boca más grandes, una masa de espeso cabello gris y rizado, manos de hombre. A todo esto se unía una voz estridente y afectada típica de la clase alta.

– Simplemente quería preguntarle, lo lamento pero es una pregunta bastante delicada… ¿podemos tirar adelante el… bueno, el funeral?

– Claro que sí. No hay ningún problema.

– Ah, bien. Estas cosas hay que hacerlas, ¿no? En medio de la vida nos hallamos con la muerte. La pobrecita Daisy tiene algunas ideas descabelladas pero no puede hacer nada, por supuesto, y nadie espera que lo haga. En realidad, he estado en contacto con la señora Harrison, esa persona que se ocupa de Tancred House, para hablar de este tema. Me pareció una delicadeza incluirla a ella, ¿no le parece? Yo pensaba hacerlo el próximo miércoles o jueves.

Wexford dijo que le parecía sensato. Se preguntó cuál sería la situación de Daisy. ¿Necesitaría un tutor hasta que tuviera dieciocho años? ¿Cuándo cumplirá los dieciocho?

La señora Virson le cerró la puerta de la calle con cierta brusquedad, como si se tratara de alguien que a su modo de ver en otros tiempos, en una época mejor, se hubiera esperado que entrara y saliera por la puerta de servicio. Mientras se dirigía hacia su coche, un MG antiguo pero elegante entró por la verja abierta y Nicholas Virson bajó de él.

Saludó: «Buenas noches», lo que hizo que Wexford consultara su reloj alarmado, pero sólo eran las seis menos veinte. Nicholas entró en la casa sin mirar atrás.

Augustine Casey bajó la escalera vestido de esmoquin.

Si hubiera tenido algún temor acerca de cómo podría vestirse el amigo de Sheila para cenar en el Cheriton Forest, Wexford habría supuesto que lo haría con vaqueros y camiseta. No es que le hubiera importado. Habría sido problema de Casey, ponerse la corbata que el hotel le habría proporcionado o negarse y marcharse todos a casa. A Wexford no le habría importado ninguna de las dos cosas. Pero el esmoquin parecía invitar al comentario, aunque sólo fuera para compararlo con su traje gris no muy elegante. No se le ocurría nada que decir aparte de ofrecerle una copa a Casey.

Sheila apareció con una minifalda azul pavo real y una blusa también azul pavo real y esmeralda con lentejuelas. A Wexford no le gustó la manera en que Casey la miró de arriba abajo mientras ella le decía lo maravilloso que estaba.

Lo inquietante fue que todo salió bien durante media velada, la primera mitad. Casey habló. Wexford aprendió que las cosas solían ir bien mientras Casey hablaba, es decir, mientras hablaba de un tema elegido por él mismo, haciendo pausas para permitir que su público formulara preguntas inteligentes y educadas. Sheila, advirtió Wexford, era adicta a estas preguntas y parecía conocer los puntos precisos en los que interponerlas. Ella había intentado hablarles de un nuevo papel que le habían ofrecido, una magnífica oportunidad para ella, la protagonista de La señorita Julia de Strindberg, pero Casey tuvo poca paciencia con ello.