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En el salón, habló de posmodernismo. Sheila pidió, humildemente resignada a que no se prestara más interés a su carrera:

– ¿Podrías darnos algunos ejemplos, Gus?

Y Casey dio un gran número de ejemplos. Entraron en uno de los varios comedores del hotel. Estaba lleno y ninguno de los hombres que estaban sentados a las mesas llevaba esmoquin. Casey, que ya se había tomado dos brandies, pidió otro e inmediatamente se fue al servicio.

Sheila siempre había parecido a su padre una mujer inteligente. A él le desagradaba tener que revisar esta opinión pero ¿qué otra cosa podía hacer cuando decía tamañas barbaridades?

– Gus es tan brillante que me pregunto qué ve en alguien como yo. Realmente me siento inferior cuando estoy con él.

– Qué base tan espantosa para una relación -dijo él, a lo que Dora respondió dándole una patada por debajo del mantel y Sheila pareció dolida.

Casey regresó riendo, algo que Wexford no le había visto hacer a menudo. Un comensal le había tomado por un camarero, le había pedido dos martinis secos y Casey había respondido con acento italiano que enseguida se los servía, señor. Esto hizo reír a Sheila de un modo desmesurado. Casey se tomó el brandy, montó un número encargando un vino especial. Estaba extremadamente jovial y empezó a hablar de Davina Flory.

Todo aquello de «no decir ni pío» y los policías al parecer estaba olvidado. Casey había visto a Davina en varias ocasiones, la primera en un almuerzo celebrado por el libro de otro; después, cuando ella entró en la oficina del editor de Casey y se encontraron en el «atrio», palabra que utilizó en lugar de «vestíbulo» y que ocasionó una disquisición por parte de Casey sobre las palabras elegantes y las importaciones inútiles de lenguas muertas. La interrupción de Wexford fue recibida como oportuna.

– ¿No sabía usted que publiqué en St. Giles Press? No es así, tiene razón. Pero ahora estamos todos bajo el mismo paraguas, o sombrilla tal vez sería la palabra más adecuada. Carlyon, St. Giles Press, Sheridan y Quick, ahora todos estamos en Carlyon Quick.

Wexford pensó en su amigo y cuñado de Burden, Amyas Ireland, editor de Carlyon-Brent. Todavía estaba allí, que él supiera. La absorción no le había afectado. ¿Serviría de algo telefonear a Amyas para obtener información acerca de Davina Flory?

Los recuerdos que tenía Casey no parecían ser gran cosa. Su tercer encuentro con Davina se había producido en una fiesta dada por Carlyon Quick en sus nuevos locales de Battersea, o «el quinto pino», como Casey lo llamó. Su esposo estaba con ella, un viejo «encanto», demasiado amable y cortés que en otro tiempo había sido el diputado de un distrito electoral en el que vivían los padres de Casey. Un amigo de Casey había recibido clases de él unos quince años antes en la facultad de Económicas de Londres. Casey le llamaba un «hombre encantador de cartón». Parte de este encanto había sido ejercido sobre las hordas de chicas de publicidad y secretarias que siempre asistían a estas fiestas, mientras la pobre Davina tenía que hablar con aburridos editores en jefe y directores de marketing. No es que ella hubiera pasado a un segundo plano, pero había dado sus opiniones con su voz de Oxford de los años veinte, aburriendo a todo el mundo con la política europea y detalles de algún viaje que ella y uno de sus esposos había realizado a La Meca en los años cincuenta. Wexford sonrió interiormente ante este ejemplo de proyección.

A Casey, personalmente, no le gustaba ninguno de los libros de Davina, con la posible excepción de Los anfitriones de Midian (Win Carver había descrito esta novela como la de menos éxito o la peor recibida por los críticos) y la definición que de ella hizo Casey fue la del lector sin discernimiento de Rebecca West. ¿Qué demonios le hacía pensar que podía escribir novelas? Era demasiado mandona y didáctica. No tenía imaginación. Estaba seguro de que ella era la única persona de la fiesta que no había leído su novela preseleccionada en el Booker, o al menos no quería tomarse la molestia de fingir que lo había hecho.

Casey se rió de su propio comentario. Probó el vino. Entonces fue cuando las cosas empezaron a ir mal. Probó el vino, hizo una mueca y utilizó su segunda copa de vino como escupidera para recibir el ofensivo bocado. Después entregó ambas copas al camarero.

– Este vino peleón es asqueroso. Lléveselo y tráigame otra botella.

Hablando de ello después con Dora, Wexford dijo que era curioso que nada de aquello hubiera sucedido el martes anterior en La Primavera. Allí Casey no era el anfitrión, dijo Dora. Y después de todo, si se prueba el vino y éste es realmente desagradable, ¿dónde se supone que se ha de escupir? ¿En la servilleta? Ella siempre encontraba excusas para Casey, aunque esta vez le resultó difícil. Por ejemplo, no tuvo mucho que decir en su defensa cuando, después de haber rechazado los entremeses, con tres camareros y el director del restaurante agrupados en torno a la mesa, él dijo al jefe de camareros que tenía tanta idea de nouvelle cuisine como una encargada de cocina de escuela.

Wexford y Dora no eran los anfitriones, pero el restaurante era de su barrio, y en cierto sentido eran responsables de ello. A Wexford le parecía también que Casey no era sincero en lo que hacía, todo era para producir un efecto, o incluso lo que en su juventud los ancianos llamaban «diablura». La comida transcurrió en un desdichado silencio, quebrado por Casey, después de haber rechazado su plato principal, diciendo en voz muy alta que, para empezar, no permitía que aquellos bastardos le amargaran. Volvió al tema de Davina Flory y empezó a hacer observaciones groseras acerca de su historia sexual.

Entre ellas estaba la sugerencia de que Davina todavía era virgen ocho años después de su primera boda. Desmond, dijo él con voz alta y ronca, nunca había sido capaz de que «se le levantara», o al menos no con ella, y ¿a quién le extrañaba? Naomi, por supuesto, no era hija suya. Casey dijo que él no se atrevería a decir quién podía haber sido su padre y después procedió a aventurar algunos. Había localizado a un hombre mayor en una mesa distante, un hombre que no era, aunque se parecía muchísimo a él, un distinguido científico y director de un colegio de Oxford. Casey empezó a especular respecto a las posibilidades de que el doppelganger de este hombre fuera el primer amante de Davina Flory.

Wexford se puso de pie y anunció que se iba. Pidió a Dora que se fuera con él y dijo que ellos dos podían hacer lo que quisieran. Sheila pidió:

– Por favor, papá.

Casey preguntó en nombre de Cristo qué pasaba. Para su pesar, Sheila logró persuadir a Wexford de que se quedara. Después deseó haberse mantenido en sus trece cuando llegó la hora de pagar la factura. Casey se negó a pagarla.

Siguió una escena espantosa. Casey había consumido una gran cantidad de brandy y, aunque no estaba ebrio, se mostró atrevido. Gritó e insultó al personal del restaurante. Wexford había decidido que, pasara lo que pasara, incluso aunque enviaran a buscar a la policía, él no pagaría aquella factura. Al final la pagó Sheila. Con rostro impenetrable, Wexford se quedó sentado y la dejó hacer. Después dijo a Dora que debían de haber existido ocasiones en su vida en que se había sentido más desdichado, pero no podía recordarlas.

Aquella noche no pudo dormir.

El cristal que faltaba en la ventana del comedor había sido sustituido por una lámina de madera. Servía a su propósito de impedir que entrara el frío.

– Me he tomado la libertad de enviar a comprar un cristal -dijo serio Ken Harrison a Burden-. No sé cuánto tardarán en traerlo. Meses, no me sorprendería. Estos criminales, los que hacen estas cosas, no piensan en las molestias que causan a la gente como usted y como yo.

A Burden no le gustó mucho verse incluido en aquella categoría pero no dijo nada. Pasearon por los jardines posteriores, hacia el pinar. Era una apacible mañana soleada y fría, la escarcha todavía plateaba la hierba y los setos de boj.