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En el bosque, entre los oscuros árboles sin hojas, los endrinos empezaban a florecer, una blanca salpicadura en la red de oscuros tallos como nieve rociada. Harrison había podado las rosas durante el fin de semana, a fondo, casi hasta el suelo.

– Puede que aquí hayamos terminado -dijo-, pero hay que seguir adelante, ¿no? Hay que seguir con normalidad, así es la vida.

– ¿Qué hay de esos Griffin, señor Harrison? ¿Qué puede usted decirme de ellos?

– Le diré una cosa. Terry Griffin se llevó un cedro joven de aquí como árbol de Navidad. Hace un par de años. Le pillé arrancándolo. Nadie lo echará de menos, dijo. Me atreví a decírselo a Harvey, o sea, al señor Copeland.

– ¿Ésa fue la causa de que rompieran con los Griffin?

Harrison le miró de reojo, una mirada truculenta y suspicaz.

– Ellos nunca supieron que fui yo quien les delaté. Harvey dijo que lo había descubierto él mismo, no quiso implicarme.

Pasaron entre los árboles hasta el pinar, donde el sol penetraba sólo en vetas y franjas de luz entre las ramas de las coníferas. Hacía frío. El suelo estaba seco y bastante resbaladizo, una alfombra de agujas de pino.

Burden recogió una piña de aspecto curioso, de un color marrón lustroso y en forma de ananás como si hubiera sido tallada en madera por una mano maestra. Preguntó:

– ¿Sabe si Gabbitas está en casa o si está en el bosque?

– Sale a las ocho, pero está a unos cuatrocientos metros más allá, talando un alerce muerto. ¿No oye la sierra?

El gemido de la sierra que entonces llegó fue lo primero que Burden oía. De los árboles más allá llegaba el áspero grito de un arrendajo.

– Entonces, ¿por qué discutieron ustedes y los Griffin, señor Harrison?

– Esto es privado -respondió Harrison malhumorado-. Un asunto privado entre Brenda y yo. Ella estaría acabada si eso se supiera, así que no voy a decir más.

– En un caso de asesinato -dijo Burden con la engañosa suavidad que había aprendido de Wexford-, como ya le he dicho a su esposa, no existe la intimidad para los que están implicados en la investigación.

– ¡Nosotros no estamos implicados en ninguna investigación!

– Me temo que sí. Me gustaría que pensara en este asunto, señor Harrison, y decidiera si le gustaría hablarnos de ello, o su esposa, o los dos juntos. Si le gustaría contármelo a mí o al sargento detective Vine y si tiene que ser aquí o en la comisaría, porque nos lo dirá y no hay más remedio. Hasta luego.

Se marchó por el sendero a través del pinar, dejando a Harrison de pie y mirándole marchar. Harrison gritó algo pero Burden no lo oyó y no miró atrás. Hizo rodar la piña entre las palmas de las manos y descubrió que la sensación que le producía le gustaba. Cuando vio el Land Rover al frente y a Gabbitas haciendo funcionar la sierra de cadena, se metió la piña en el bolsillo.

John Gabbitas iba vestido con la ropa protectora, pantalones repelentes de la hoja, guantes y botas, máscara y gafas, que los leñadores jóvenes sensatos se ponían antes de utilizar una sierra de cadena. Después del huracán de 1987 las salas quirúrgicas de los hospitales locales, recordó Burden, habían estado llenas de taladores de árboles aficionados que se amputaban los pies y las manos. La descripción que Daisy había hecho del asesino acudió a su mente. Ella había descrito la máscara que llevaba «como la de un leñador». Cuando vio a Burden, Gabbitas paró la sierra y se acercó a él. Se bajó la visera y se levantó la máscara y las gafas.

– Todavía estamos interesados en cualquiera que usted pudo ver cuando regresaba a casa el pasado martes.

– Les dije que no vi a nadie.

Burden se sentó sobre un tronco, dio unas palmaditas en la superficie lisa y seca de la corteza a su lado. Gabbitas se acercó de mala gana y se sentó. Escuchó, con expresión levemente indignada, mientras Burden le contaba lo de la visita de Joanne Garland.

– No la vi, no la conozco. Quiero decir, no me crucé con ningún coche ni vi a nadie. ¿Por qué no se lo preguntan a ella?

– No la encontramos. Ha desaparecido -dijo, aunque era inusual en él anunciar los movimientos a los posibles sospechosos-. De hecho, hoy hemos empezado a buscar en estos bosques. -Miró con dureza a Gabbitas-. Su cuerpo.

– Llegué a casa a las ocho y veinte -dijo Gabbitas tenazmente-. No puedo demostrarlo porque estaba solo, no vi a nadie. Vine por la carretera de Pomfret Monachorum y no me crucé con ningún coche ni vi a nadie. No había ningún coche frente a Tancred House y no había ningún coche en el lateral o fuera de las cocinas. Eso lo sé, le digo la verdad.

Burden pensó: «Me resulta difícil creer que llegando a esa hora no vieras los dos coches. Que no vieras ninguno, me resulta imposible creerlo. Estás mintiendo y tu motivo para mentir debe de ser muy serio en verdad». Pero el coche de Joanne Garland estaba en su garaje. ¿Había ido ella en algún otro vehículo? Y si era así, ¿dónde estaba éste? ¿Podía haber ido en taxi?

– ¿Qué hizo antes de venir aquí?

Esta pregunta pareció sorprender a Gabbitas.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Es una de las preguntas -respondió Burden con paciencia- que se hacen cuando se investiga un asesinato. Por ejemplo, ¿cómo consiguió este trabajo?

Gabbitas se echó atrás. Después de pensar durante un largo y silencioso momento, respondió a la primera pregunta de Burden.

– Tengo un título de silvicultura. Ya le dije que doy clases. El huracán, como lo llaman, la tormenta de 1987, eso fue realmente lo que me empujó. Como consecuencia de aquello había más trabajo del que todos los leñadores del condado podían realizar. Incluso gané un poco de dinero, para variar. Trabajaba cerca de Midhurst. -Levantó la vista, disimuladamente, le pareció a Burden-. En ese lugar, en realidad, es donde estaba la noche en que sucedió todo.

– Donde estaba recortando y nadie le vio.

Gabbitas hizo un gesto de impaciencia. Utilizaba mucho sus manos para expresar sus sentimientos.

– Ya se lo he dicho, mi trabajo es solitario. No tienes a nadie vigilándote todo el rato. El invierno pasado, quiero decir el invierno anterior al pasado, se estaba terminando el trabajo y vi el anuncio de este empleo.

– ¿En una revista? ¿En el periódico local?

– En The Times -respondió Gabbitas, con una leve sonrisa-. La propia Davina Flory me entrevistó. Me entregó una copia de su libro de árboles pero no puedo decir que lo leyera. -Volvió a mover las manos-. Lo que me atrajo fue la casa.

Lo dijo deprisa, para todo el mundo, pensó Burden, como para prever si lo que le había atraído había sido la chica.

– Y ahora me disculpará, me gustaría acabar de talar este árbol antes de que se caiga y cause un daño innecesario.

Burden se marchó por el bosque y el pinar, cruzando esta vez el jardín y encaminándose a la amplia zona de grava después de la cual se hallaban los establos. Allí estaba el coche de Wexford, dos furgonetas de la policía y el Vauxhall de Vine, así como su propio coche. Entró.

Encontró a Wexford en una actitud poco característica, frente a una pantalla de ordenador, contemplándola. La pantalla del ordenador de Gerry Hinde. El inspector jefe levantó la mirada y Burden se asombró al verle el rostro, aquella mirada gris, aquellas arrugas seguramente nuevas de envejecimiento, algo como tristeza en los ojos. Era como si Wexford, por un momento, hubiera perdido el control de su rostro, pero entonces pareció efectuar algún ajuste interno y su expresión volvió a la normalidad, o casi. Hinde se sentó ante el teclado del ordenador, después de haber hecho aparecer en la pantalla una larga, y para Burden impenetrable, lista.

A Wexford, recordando los sentimientos de Daisy Flory, le habría gustado tener a alguien en quien confiarse libremente. Dora en este aspecto no le entendía. Le habría gustado tener a alguien con quien poder hablar de la confesión de Sheila de que él, su padre, tenía prejuicios contra Augustine Casey y estaba decidido a odiarle. Que ella estaba tan enamorada de Casey como para ser capaz de decir, por extraño que pueda parecer, que estaba descubriendo por primera vez lo que eso significaba. Que si tenía que elegir -y esto era lo peor- ella se «adheriría» (la curiosa palabra que ella utilizaba) a Casey y daría la espalda a sus padres.