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Todo esto, expresado en una conversación íntima dando un lamentable paseo, estando Casey en cama recuperándose del brandy, le había herido en lo vivo, en el corazón. Como Daisy lo expresaría. Si quedaba algún consuelo era el saber que Sheila tenía la oferta de un papel que no podía rechazar y Casey estaría en Nevada.

Su aflicción se reflejaba en su cara, lo sabía, y hacía todo lo que podía para que no fuera así. Burden se dio cuenta del esfuerzo que hacía.

– Han empezado a registrar el bosque, Reg.

Wexford se apartó.

– Es una zona muy grande. ¿Podemos reunir a gente de aquí para que nos ayude?

– Sólo les interesan los niños desaparecidos. No salen de casa para buscar cadáveres por amor o dinero.

– Y nosotros no ofrecemos ninguna de las dos cosas -dijo Wexford.

12

– Está fuera -dijo desabridamente Margaret Griffin.

– ¿Fuera, dónde?

– Es un hombre adulto, ¿no? No le pregunto adonde va y cuándo regresará, eso es todo. Vive en casa pero es adulto, puede hacer lo que le plazca.

A media mañana, los Griffin habían estado bebiendo café y mirando la televisión. A Burden y a Barry Vine no les ofrecieron café. Barry dijo después a Burden que Terry y Margaret Griffin parecían mucho mayores de lo que eran, ya viejos, encasillados en una rutina, que era aparente si no explícita, de mirar la televisión, ir de compras, tomar comidas ligeras a horas regulares, estar juntos en soledad y acostarse temprano. Respondieron a las preguntas de Burden con resignada truculencia que amenazaba, en cualquier momento, con conducir a la paranoia.

– ¿Andy se va a menudo?

Ella era una mujer menuda con el pelo blanco y ojos azules saltones.

– Aquí no le retiene nada, ¿no? Quiero decir, no conseguirá trabajo, ¿verdad? No con otros doscientos despedidos de Myringham Electrics la semana pasada.

– ¿Es electricista?

– Trabaja en lo que hace falta, Andy -terció Terry Griffin-, si tiene oportunidad. No es uno de esos trabajadores sin cualificar. Ha sido ayudante personal de un hombre de negocios muy importante.

– Un caballero norteamericano. Tenía mucha confianza en Andy. Solía ir de un lado a otro por el extranjero y lo dejaba todo en manos de Andy.

– Andy se ocupaba de su casa, tenía sus llaves, conducía su coche.

Aceptando esto, Burden preguntó:

– ¿Va lejos a buscar trabajo, entonces?

– Ya se lo he dicho, no lo sé y no pregunto.

Barry dijo:

– Creo que debería saber, señor Griffin, que aunque nos dijo usted que Andy salió a las seis el martes pasado, según los amigos con los que él dijo que estaba, nadie le vio aquella noche. No fue de pubs con ellos y no se reunió con ellos en el restaurante chino.

– ¿Con qué amigos dijo que estaba? No nos contó que hubiera estado con amigos. Él fue a otros pubs, ¿verdad?

– Eso todavía está por ver, señor Griffin -dijo Burden-. Andy debe de conocer muy bien la finca Tancred. Pasó su infancia allí, ¿no es cierto?

– Yo no sé nada de «fincas» -dijo la señora Griffin-. «Finca» quiere decir muchas casas, ¿no? Allí sólo hay las dos casas y el gran palacio donde ellos viven. Vivían, debería decir.

Heredad, pensó Burden. ¿Cómo sería si hubiera dicho eso? Toda una vida de trabajo policial le había enseñado a no explicarse nunca si podía evitarlo.

– El bosque, los terrenos, ¿Andy los conoce bien?

– Claro que sí. Era un chiquillo de cuatro años cuando fuimos allí por primera vez y esa chica, la nieta, era un bebé. Ahora bien, se diría que lo normal hubiera sido que jugaran juntos, ¿no? A Andy le habría gustado; solía preguntar: «¿Por qué no puedo tener una hermana pequeña, mamá?». Y yo tenía que responder: «Dios no nos enviará más bebés, cariño», pero ¿dejarla jugar con él? Oh, no, él no era suficiente, no para la señorita Preciosa. Sólo estaban estos dos niños y no les permitían jugar juntos.

– Y él llamándose diputado laborista -intervino Terry Griffin. Soltó una leve carcajada-. No me extraña que le echaran en las últimas elecciones.

– ¿Así que Andy nunca iba a la casa?

– Yo no diría eso. -Margaret Griffin de pronto se mostró ofendida-. No diría eso en absoluto. ¿Por qué lo dice? Él me acompañaba a veces cuando iba a ayudar. Tenían un ama de llaves que vivía en la casa de al lado sola antes de que llegaran los Harrison, pero ella no podía hacerlo todo al menos cuando tenían invitados. Y Andy entonces me acompañaba, iba por toda la casa conmigo, dijeran ellos lo que dijeran. La verdad es que no calculo que lo hiciera después de tener… bueno, unos diez años.

Era la primera vez que mencionaba a Ken y Brenda Harrison, la primera indicación que uno de los dos había dado de la existencia de sus antiguos vecinos.

– Cuando se marcha, señora Griffin -intervino Barry-, ¿cuánto tiempo suele estar fuera?

– Quizás un par de días, quizás una semana.

– Creo que cuando ustedes se marcharon de allí no se hablaban con el señor y la señora Harrison…

Burden fue interrumpido por el cacareo que emitió Margaret Griffin. Fue como la expresión sin palabras de alguien que interrumpe una reunión. O, como Karen dijo después, el abucheo de un niño ante un compañero de juego que se equivoca, un reiterado «¡Aah, aah, aah!».

– ¡Lo sabía! Tú lo dijiste, ¿verdad, Terry?, dijiste que hablarían de eso. Ahora saldrá, dijiste, a pesar de todas las promesas del «laborista» señor Harvey Copeland. Lo utilizarán para calumniar al pobre Andy después de todo este tiempo.

Con sabiduría, Burden no traicionó mediante el movimiento de un músculo o un leve parpadeo que no tenía la más remota idea de a qué se refería. Mantuvo una seria mirada omnisciente mientras ella hablaba.

La tasación de las joyas de Davina Flory se unió al resto de datos del ordenador de Gerry Hinde.

Barry Vine lo habló con Wexford.

– Muchos criminales considerarían que vale la pena matar a tres personas por treinta mil libras, señor.

– Sabiendo que conseguirían quizá la mitad por ello en los mercados en que se mueven. Bueno, sí, quizá. No tenemos ningún otro motivo.

– La venganza es un motivo. Algún daño real o imaginario perpetrado por Davina o Harvey Copeland. Daisy Flory tenía un motivo. Que sepamos, ella es la única que hereda. Es la única que queda. Sé que es un poco improbable, señor, pero si hablamos de motivos…

– ¿Ella disparó a toda su familia y se hirió a sí misma? ¿O lo hizo un cómplice? ¿Como su amante Andy Griffin?

– Está bien. Lo sé.

– No creo que el lugar le interese mucho, Barry. Todavía no se ha dado cuenta de qué clase de dinero y bienes ha recibido.

Vine estaba sentado ante la pantalla del ordenador y se volvió.

– He estado hablando con Brenda Harrison, señor. Dice que ella y los Griffin se pelearon porque a ella no le gustaba que la señora Griffin colgara la colada en el jardín el domingo.

– ¿Tú te crees eso?

– Pienso que demuestra que Brenda tiene más imaginación de la que yo creía.

Wexford se rió, y se puso serio al instante.

– Podemos estar seguros de una cosa, Barry. Este crimen fue cometido por alguien que no conocía este lugar ni a esta gente y por alguien más que conocía a ambos muy bien.

– ¿Uno que sabía y otro que recibía instrucciones de él?