– Supongo que sólo se lo insinuaste a Nicholas para que pudiera prepararte una sorpresa.
– Que yo sepa, él tampoco lo sabe. No lo recordará. Ahora no tengo a nadie en el mundo que recuerde mi cumpleaños. -Miró a Wexford y dijo sin pensarlo, un poco teatral-: ¡Dios mío, qué triste!
– Que cumplas muchos más -le deseó él.
– Ah, tiene usted tacto, va con cuidado. No podía decir «Feliz cumpleaños», ¿verdad? A mí no. Sería espantoso, sería un insulto. ¿Cree que recordará mi cumpleaños el año que viene? ¿Se dirá a sí mismo la víspera: Mañana es el cumpleaños de Daisy? Tal vez sea el único que lo haga.
– Qué tontería, querida. Nicholas sin duda lo recordará. Será tarea tuya írselo recordando. Lo siento, pero los hombres necesitan alguna insinuación, y a veces un pequeño pellizco en el brazo. -La expresión de Joyce Virson era ferozmente picara.
Daisy dejó que sus ojos se fijaran en los de Wexford un breve instante y apartó la mirada. Sin mirarle, dijo:
– ¿Vamos a la otra habitación?
– Oh, ¿por qué no os quedáis aquí, querida? Se está bien y no escucharé lo que digáis. Estaré demasiado absorta en mi libro. No oiré ni una palabra.
Decidido a no hablar con Daisy en presencia de la señora Virson, antes de plantearlo esperó a oír lo que Daisy diría. Ella tenía un aspecto tan abstraído, tan remotamente triste, que suponía que oiría una apática aceptación, pero en cambio Daisy habló con firmeza.
– No, es mejor que sea en privado. No vamos a echarte de tu habitación, Joyce.
Él la siguió al «estudio pequeño», la habitación donde habían estado el sábado. Allí ella comentó:
– Tiene buenas intenciones. -Wexford se maravilló de lo joven que ella podía ser… y de lo madura-. Sí, hoy cumplo dieciocho. Después del funeral creo que iré a casa. Poco después. Ahora que tengo dieciocho años puedo hacer lo que quiera, ¿no? ¿Absolutamente lo que quiera?
– Como todos nosotros, sí. Aparte de quebrantar la ley con impunidad, puedes hacer lo que te plazca.
Ella suspiró fuerte.
– No quiero quebrantar la ley. No sé lo que quiero hacer, pero creo que estaría mejor en casa.
Como aviso, él le dijo:
– Quizá no te das perfecta cuenta de cómo te sentirás cuando vuelvas a casa. Después de lo que sucedió allí. Te recordará aquella noche y te resultará muy doloroso.
– Aquella noche está siempre conmigo -replicó ella-. No puede estar presente con más fuerza de la que lo está cada vez que cierro los ojos. Entonces veo aquellas imágenes. Cuando cierro los ojos. Veo aquella mesa… antes y después. Me pregunto si alguna vez podré soportar volver a sentarme ante una mesa de comedor. Aquí ella me da la comida en una bandeja. Yo se lo pedí. -Se quedó callada; de pronto sonrió y le miró. Él vio un extraño brillo en sus ojos oscuros-. Siempre hablamos de mí. Cuénteme algo de usted. ¿Dónde vive? ¿Está casado? ¿Tiene hijos? ¿Tiene a alguien que se acuerde de su cumpleaños?
Él le dijo dónde vivía, que estaba casado, que tenía dos hijas y tres nietos. Sí, ellos se acordaban de su cumpleaños, más o menos.
– Ojalá yo tuviera padre.
¿Por qué él había omitido preguntarle esto?
– Claro que lo tienes. ¿Le ves alguna vez?
– Nunca le he visto. Que yo recuerde. Mamá y él se divorciaron cuando yo era un bebé. Vive en Londres, pero nunca ha dado muestras de querer verme. No me refiero a que me gustaría tenerle a él, me gustaría tener «un» padre.
– Sí, supongo que tu… bueno, el esposo de tu abuela ocupaba el lugar de un padre en tu vida.
Era inconfundible, la incredulidad en la mirada que ella le lanzó. Emitió un sonido entre un ronquido y una tos.
– ¿Ha aparecido Joanne?
– No, Daisy. Estamos preocupados por ella.
– Oh, no le habrá pasado nada. ¿Qué le podría haber sucedido?
Su serena inocencia sólo sirvió para exacerbar la preocupación de Wexford.
– Cuando iba a ver a tu madre los martes -dijo-, ¿siempre iba en coche?
– Claro. -Pareció sorprendida-. Ah, ¿quiere decir si iba a pie? Serían unos buenos ocho kilómetros. De todos modos, Joanne nunca iba a pie a ningún sitio. No sé por qué vivía aquí, detestaba las cosas del campo, todo lo relacionado con el campo. Supongo que lo hacía por su anciana madre. Le diré una cosa: a veces iba en taxi. No porque se le hubiera estropeado el coche. Le gustaba tomar alguna copa, y después tenía miedo de conducir.
– ¿Qué me puedes decir de unos que se llaman Griffin?
– Trabajaban para nosotros.
– El hijo, Andy, ¿le has visto desde que se marcharon?
Ella le miró de un modo curioso. Era como si se maravillara de que él hubiera atinado en algo inesperado o secreto.
– Una vez. Qué curioso que lo pregunte. Yo estaba en el bosque. Iba paseando por el bosque y le vi. Probablemente usted no conoce nuestro bosque, pero fue cerca del camino secundario, ese caminito que va hacia el este, fue cerca de donde están los nogales. Él quizá me vio, no lo sé; debería haberle dicho algo, haberle preguntado qué hacía, pero no lo hice, no sé por qué. Me asustó, verle así. No se lo dije a nadie. Había entrado sin derecho en la finca; a Davina le habría desagradado, pero no se lo dije.
– ¿Cuándo sucedió esto?
– El pasado otoño. En octubre, creo.
– ¿Cómo debió de llegar allí?
– Antes tenía moto. Supongo que todavía la tiene.
– Su padre dice que tuvo un empleo con un hombre de negocios norteamericano. Tuve la corazonada, no fue más que eso, de que podían haber entrado en contacto a través de su familia.
Ella se quedó pensativa.
– Davina jamás le habría recomendado. Supongo que podría ser Preston Littlebury. Pero si Andy trabajó para él sólo habría sido… bueno…
– ¿Como chófer, quizá?
– Ni siquiera eso. Tal vez para lavarle el coche.
– Bien. Probablemente no es importante. Una última pregunta. El otro hombre, el hombre al que no viste salir de la casa y poner el coche en marcha… ¿podía ser Andy Griffin? Piensa con atención antes de responder. Míralo como una posibilidad y después piensa si había algo, alguna cosa, que pudiera identificarle como Andy Griffin.
Daisy quedó en silencio. No parecía ni sorprendida ni incrédula. Era evidente que obedecía las instrucciones de Wexford y reflexionaba. Al fin dijo:
– Podía serlo. ¿Puedo decir que no había nada que me hiciera estar segura de que no lo era? Es todo lo que puedo decir.
Entonces él se marchó, diciéndole que asistiría al funeral el jueves por la mañana.
– Te diré cuál es mi idea de lo que sucedió, si quieres -dijo Burden. Estaban en su casa, su hijo Mark en pijama sobre su regazo; Jenny se hallaba en su clase nocturna de alemán avanzado-. Te traeré otra cerveza y te lo diré. No, ve tú por la cerveza y así no tendré que mover al niño.
Wexford regresó con dos latas y dos jarras.
– Esas jarras, fíjate, son idénticas. Hay otra en el estante. Es una lección bastante interesante de economía. La que tienes tú… déjame verla de cerca… sí, ésa la compramos Jean y yo en nuestra luna de miel en Innsbruck por cinco chelines. Antes de que la moneda pasara al sistema decimal, mucho antes. La que tengo yo, en realidad es un poquito más pequeña, la compré hace diez años, cuando llevamos allí a los niños. La misma diferencia y costó cuatro libras. La que está en el estante es mucho más pequeña y en mi opinión no tan buena. Jenny y yo la compramos en Kitzbühel cuando estuvimos allí de vacaciones el verano pasado. Diez libras con cincuenta. ¿Qué indica esto?
– Que el coste de la vida ha subido. Yo no necesito tres jarras de cerveza para saberlo. ¿Podríamos hablar de tu guión sobre lo de Tancred en lugar de hacer estas disquisiciones sobre cerámica comparada?
Burden sonrió. Dijo a su hijo con aire sentencioso:
– No, no puedes tomar la cerveza de papá, Mark, igual que papá no puede tomar tus Ribena.