Выбрать главу

– No estoy segura de por qué le interesan tanto todos estos detalles. -Dando a entender que el interés de Wexford por el asunto era de tipo lascivo, bajó la vista, torciendo el cuello, y empezó a retorcer una esquina de su delantal-. Me tocó, como le he dicho. Le dije no lo hagas. Él dijo ¿por qué no? ¿No te gusta? No es cuestión de gustar o no gustar, le dije, soy una mujer casada. Entonces me agarró por los hombros y me empujó contra el fregadero y empezó a frotarse contra mí. Bueno, usted ha dicho que quería detalles. No me produce ningún placer hablar de ello.

»Yo forcejeé pero él era mucho más fuerte que yo, como es lógico. Le dije que me soltara o que iría directa a contárselo a su padre. Él preguntó que si llevaba algo debajo de la falda. Entonces le di una patada. Había un cuchillo en la escurridera, sólo un cuchillo pequeño que utilizo para limpiar las verduras, pero lo agarré y dije que se lo clavaría si no me soltaba.

Bueno, entonces me soltó y me insultó. Me llamó pe, u, te, a, y dijo que la culpa era mía por llevar faldas ceñidas.

– ¿Se lo contó usted a su padre? ¿Se lo contó a alguien?

– Pensé que si lo mantenía en secreto pasaría al olvido. Ken es un hombre muy celoso, supongo que es natural. Quiero decir, sé que ha hecho una escena porque un tipo me ha mirado en un autobús. Bueno, el día siguiente Andy volvió. Llamó a la puerta principal y yo esperaba al hombre que tenía que reparar la secadora así que, naturalmente, abrí. Él se metió dentro. Le dije ya está bien, esta vez has ido demasiado lejos, Andy Griffin, voy a decírselo a tu padre y al señor Copeland.

»No me tocó. Se limitó a reírse. Dijo que tenía que darle cinco libras o le diría a Ken que yo le había pedido a él que… bueno, que fuera conmigo. Se lo diría a su madre y a su padre y se lo diría a Ken. Y los viejos le creerían, dijo, ya que yo era mayor que él. «Mucho mayor» fue lo que dijo, si quiere usted saberlo.

– ¿Usted le entregó dinero?

– Yo no. ¿Cree que soy boba? No nací ayer. -Brenda Harrison no comprendió la ironía de esta última observación, y prosiguió con serenidad-. Dije, ¡corre y maldito seas! Eso lo leí en un libro y siempre lo he recordado, no sé por qué. Corre y maldito seas, dije, vete, haz lo que quieras. Él quería cinco libras entonces y cinco libras a la semana hasta nuevo aviso. Eso es lo que dijo: «hasta nuevo aviso».

»En cuanto Ken llegó, se lo conté todo. Él dijo, vamos, iremos a la casa a aclararlo todo con esos Griffin. Eso será el fin de su relación con Davina, dijo. Sé que es desagradable para ti, dijo, pero pronto todo habrá terminado y te sentirás mejor porque sabrás que has hecho lo que tenías que hacer. Así que fuimos a la casa de los Griffin y se lo contamos todo. Tranquilamente, sin excitarme, les conté lo que él había hecho y lo de espiarme también. Por supuesto, la señora Griffin se puso histérica, gritando que su precioso Andy no haría eso, él, tan limpio y puro y que no sabía para qué servía una chica y todo eso. Ken dijo voy a ir a ver al señor y la señora Copeland, nosotros nunca les llamábamos por los nombres de pila cuando hablábamos con los Griffin, claro, no habría sido adecuado, voy a ir a ver al señor y la señora Copeland, dijo, y lo hizo y yo fui con él.

»Bueno, el resultado de ello fue que Davina dijo que Andy tenía que marcharse. Ellos podían quedarse pero él tenía que irse. La alternativa, eso es lo que ella dijo, la alternativa, era llamar a la policía y ella no quería hacerlo si podía evitarlo. La señora Griffin no lo aceptó, no quería separarse de su Andy, así que dijeron que se irían todos, el señor Griffin tomaría la jubilación anticipada, aunque lo que quería decir con «anticipada» no lo sé. A mí me parece que debe de tener setenta años.

»Claro que tuvimos que aguantarles de vecinos durante semanas y semanas después de eso, meses. Andy entonces tenía trabajo, un trabajo de obrero para un amigo americano de Harvey que le proporcionó porque era bueno de corazón, así que no le veíamos mucho. Yo le decía a Ken, pase lo que pase, yo decía, no les diré ni una palabra a ninguno de ellos. Les miraré de arriba abajo si por casualidad nos encontramos fuera, y eso es lo que hacía, y al final se marcharon como tenían que hacer y vino Johnny Gabbitas.

Wexford permaneció callado unos momentos. Observaba la lluvia. Bancos de crocus formaban manchas color púrpura en el verde césped. La forsitia había florecido, un amarillo brillante como el sol en aquel día oscuro y húmedo.

Preguntó a Brenda Harnson:

– ¿Cuándo vio por última vez a la señora Garland?

Ella pareció sorprendida ante este aparente cambio de tema. Wexford sospechó que ahora que el asunto había salido a la luz, no le desagradaba hablar de los celos de su esposo y de sus propios irresistibles atractivos. Le respondió bastante malhumorada:

– Hace meses, años. Sé que venía aquí casi todos los martes por la noche pero nunca la veía. Siempre me había ido a casa.

– ¿La señora Jones le decía que iba?

– No recuerdo que nunca lo mencionara -dijo Brenda con indiferencia-. ¿Por qué debería hacerlo?

– ¿Entonces…?

– ¿Cómo lo sabía yo? Ah, entiendo a lo que se refiere. Ella utilizaba los coches del hermano de Ken. -La evidente perplejidad de Wexford requería una explicación por su parte-. Entre usted y yo, a ella le gustaba beber, a Joanne Garland. Y a veces dos o tres. Bueno, ya lo entiende, ¿no? Después de pasar el día en aquella tienda. Me sorprende que vendieran algo alguna vez. Realmente me sorprende que esos sitios se mantengan. Bueno, a veces, cuando había tomado una copa de más, quiero decir cuando a ella le parecía que estaba en el límite, no conducía su coche, llamaba al hermano de Ken. Bueno, para que la llevara allí y a donde ella quisiera ir. Está forrada de dinero, por supuesto, nunca se lo pensaba dos veces lo de llamar a un taxi.

– ¿Su cuñado tiene un servicio de taxis?

La señora Harrison mostró una expresión de refinamiento, enrarecida, ligeramente agria.

– Yo no lo expresaría así. Él no se anuncia, tiene clientela privada, algunos clientes seleccionados muy especiales. -Se alarmó-. Todo legal, no ponga esa cara. Le diré su nombre, no tenemos nada que esconder, le daré todos los detalles que quiera. Estoy segura de que le recibirán bien.

En el pasado, de vez en cuando, cuando publicaba un libro que creía que podría interesar a su amigo, Amyas Ireland regalaba un ejemplar a Wexford. Siempre era un placer, al llegar a casa por la noche, encontrar el paquete dirigido a él, el sobre acolchado con el nombre y el logotipo de la editorial en la etiqueta. Pero desde la absorción de Carlyon-Brent no había recibido nada, así que fue una sorpresa encontrar un paquete más grande de lo usual que le esperaba. Esta vez el logotipo era el león de St. Giles Press con flores en la boca pero dentro, entre los libros, había una carta con una explicación de Amyas.

Dadas las circunstancias, le había parecido que a Wexford le podrían interesar los tres libros de Davina Flory, que se estaban reeditando en un nuevo formato: La ciudad santa, El otro lado del muro y Los anfitriones de Midian. Si Reg quería un ejemplar del primer -y ahora, tristemente, único- volumen de la autobiografía, sólo tenía que pedirlo. Lamentaba no haberse puesto en contacto antes. Reg sabía que habían sido absorbidos, pero quizá no estaba enterado de la posterior agitación que se produjo y el temor de Amyas por su puesto. Había sido un período lleno de ansiedad. Sin embargo, todo parecía ya normalizado, Carlyon Quick, como se les conocía entonces, tenía una magnífica lista de otoño en perspectiva. Estaban especialmente encantados por haberse asegurado los derechos de la nueva novela de Augustine Casey: El látigo.

Esto estuvo a punto de estropear el placer de Wexford por los libros de Davina Flory. El teléfono sonó cuando estaba hojeando el primero de ellos. Era Sheila. Siempre llamaba los jueves por la noche. Él escuchó a Dora hablar con ella, complaciéndose en un pasatiempo que le gustaba, que consistía en tratar de adivinar lo que ella decía por las respuestas asombradas, encantadoras o simplemente interesadas de su esposa.