Esa noche las palabras de Dora no entraban en ninguna de esas categorías. Wexford oyó su expresión decepcionada: «Oh, cariño», y un pesar más intenso: «¿Es buena idea? ¿Estás segura de lo que haces?». Wexford experimentó una sensación como si el corazón se le hiciera pesado, una tensión en el pecho. Se incorporó, volvió a sentarse, escuchó.
Dora dijo con el tono frío y rígido que él detestaba cuando iba dirigido a éclass="underline"
– Supongo que querrás hablar con tu padre.
Wexford tomó el auricular. Antes de que ella hablara, se concentró pensando: «Tiene la voz más hermosa que jamás he oído de boca de una mujer».
La hermosa voz dijo:
– Mamá está enfadada conmigo. Supongo que tú también te enfadarás. He rechazado aquel papel.
Una gloriosa ligereza, un espléndido alivio. ¿Eso era todo?
– ¿El de La señorita Julia? Espero que sepas lo que haces.
– Dios sabe que sí. La cuestión es que me voy a Nevada con Gus. Lo he rechazado para irme a Nevada con Gus.
14
En la estación de Kingsmarkham, unas letras digitales iluminadas anunciaban que funcionaba un sistema experimental de hacer cola. En otras palabras, en lugar de esperar cómodamente, dos o tres en cada ventanilla de venta de billetes, se hacía cola entre cuerdas. Iba tan mal como en Euston. En el vestíbulo, cerca del andén del que partiría el tren de Manchester, había un cartel que indicaba a los viajeros: «Formar cola aquí».
Nada relacionado con el tren, ninguna frase de bienvenida, nada que indicara cuándo saldría, sólo el supuesto de que allí habría una cola. Era peor que en época de guerra. Wexford pudo recordar la época de guerra, pero entonces, aunque podían dar por supuesto que se formaría cola, al menos no ponían ningún sello oficial.
Quizá debería haber permitido que Donaldson le llevara en coche. No lo había hecho por miedo a las autopistas y sus atascos. Los trenes eran más rápidos, los trenes no quedaban atascados con otros trenes, y los fines de semana las vías de los trenes no eran reparadas constantemente como las carreteras. A menos que hubiera nieve o un huracán, los trenes corrían. Se había comprado un periódico en Kingsmarkham y lo había leído en el viaje a la estación Victoria. Podría comprarse otro allí, algo para apartarse a Sheila de la cabeza y lo que había sucedido la noche anterior. Pero de todos modos, The Times no le había impedido pensar en ello, así que ¿por qué comprar el Independent?
La cola se retorcía elegante alrededor del amplio vestíbulo. Nadie protestaba, sólo se colocaba al final de la cola, sin quejarse. Se había formado un semicírculo, como si estos viajeros estuvieran a punto de unir sus manos y ponerse a cantar Auld Lang Syne. Después, la barrera se abrió y todo el mundo entró, no exactamente en tropel sino empujando un poco, impacientes por llegar al tren.
Un tren moderno, bonito y bastante nuevo. Wexford tenía un asiento reservado. Lo encontró, se sentó, miró la primera página de su periódico y pensó en Sheila, oyó la voz de Sheila. Su tono le hizo temblar.
– ¡Decidiste odiarle antes de conocerle siquiera!
¡Cuánto sabía reprochar! Como Shrew de Petruchio, un papel que extrañamente no se había convertido en éxito.
– No seas ridícula, Sheila. Yo no decido odiar a nadie antes de conocerle.
– Siempre existe una primera vez. Oh, ya sé por qué. Estabas celoso, sabías que tenías un motivo real. Sabías que ninguno de los otros significaba nada para mí, ni siquiera Andrew. Estaba enamorada por primera vez en mi vida y viste la luz roja, viste el peligro, estabas decidido a odiar a cualquiera a quien yo amara. ¿Y por qué? Porque tenías miedo de que le quisiera más que a ti.
Antes se habían peleado a menudo. Eran de esas personas que discutían acaloradamente, perdían los estribos, explotaban y olvidaban la causa de la discusión al cabo de unos minutos. Esta vez fue diferente.
– No estamos hablando de amor -había dicho él-. Estamos hablando de sentido común y conducta razonable. Renunciarías quizás al mejor papel que jamás te han ofrecido para irte a un desierto sólo para estar con ese…
– ¡No lo digas! ¡No le insultes!
– No podría insultarle. ¿Qué sería un insulto para un sinvergüenza como él? ¿Para ese payaso malhablado y borracho? Los peores insultos que encontrara le adularían.
– Dios mío, sea lo que sea lo que he heredado de ti, me alegro de que no sea tu lengua. Escúchame, padre…
Él se echó a reír.
– ¿Padre? ¿Desde cuándo me llamas padre?
– Está bien, no te llamaré nada. Escúchame, por favor. Le amo con todas mis fuerzas. ¡Jamás le abandonaré!
– Ahora no estás en un escenario -dijo Wexford desagradable. Oyó que ella contenía el aliento-. Y si sigues así, francamente, dudo que jamás vuelvas a estarlo.
– Me pregunto -replicó ella distante… ¡Oh, había heredado muchas cosas de él!-. Me pregunto si alguna vez se te ha ocurrido pensar en lo inusual que es para una hija estar tan cerca de sus padres como he estado contigo y con madre; os llamo dos veces a la semana, siempre voy a visitaros. ¿Alguna vez os habéis preguntado por qué?
– No. Sé por qué. Es porque siempre nos hemos mostrado agradables, amables y cariñosos contigo, porque te hemos mimado muchísimo y nos hemos dejado pisar por ti, y ahora que he reunido fuerzas para enfrentarme a ti y decirte algunas verdades acerca de ti y ese horrible pseudo…
No terminó la frase. No llegó a decir lo que iba a citar como consecuencia de sus «fuerzas», y ahora había olvidado lo que era. Antes de poder decir una sola palabra más, ella le había colgado.
Sabía que no debería haberle hablado de aquella manera. Su madre, mucho tiempo atrás, utilizaba una frase de arrepentimiento que quizás era frecuente en su juventud: «¡Que vuelva todo lo que he dicho!». ¡Si fuera posible que volviera todo lo que uno ha dicho! Pronunciando esas palabras de su madre, para anular el insulto y el sarcasmo, para hacer desaparecer cinco minutos. Pero no era posible, y nadie sabía mejor que él que ninguna palabra pronunciada podía perderse nunca, sólo, un día, al igual que todo lo demás que ha sucedido jamás en la existencia humana, podría ser olvidada.
Llevaba el teléfono en el bolsillo. El tren, como era usual aquellos días, estaba lleno de gente que utilizaba teléfono, la mayoría hombres que efectuaban llamadas de negocios. Hacía poco tiempo que todavía resultaba una novedad, pero ahora era corriente. Podía telefonearle, tal vez estuviera en casa. Quizá le colgaría cuando oyera su voz. A Wexford, que normalmente no se preocupaba de la opinión de los demás, le desagradaba la idea de que los demás pasajeros presenciaran el efecto que esto produciría en él.
Pasaron un carrito con café y esos bocadillos omnipresentes, de los que le gustaban y que iban en cajas de plástico tridimensionales. En este mundo hay dos clases de personas -es decir, entre los que se alimentan-, los que cuando están preocupados comen para consolarse y a los que la ansiedad les mata el apetito. Wexford pertenecía a la primera categoría. Había desayunado y, presumiblemente, almorzaría, pero aun así se compró un bocadillo de tocino y huevo. Comió con atención, esperando que el encuentro en Royal Oak hasta cierto punto apartara a Sheila de su mente.
En Crew tomó un taxi. El taxista conocía bien la prisión, dónde estaba y qué clase de institución era. Wexford se preguntó quiénes serían habitualmente los pasajeros que llevaba allí. Quizá visitas, personas buenas y esposas. Uno o dos años atrás se había producido un movimiento para permitir las visitas conyugales en privado, pero éstas habían sido hábilmente vetadas. El sexo evidentemente se encontraba entre las primeras amenidades que no debían tolerarse.