– ¿Por qué?
– Eso no lo sé. No lo he preguntado y si se lo preguntara no me lo diría. Él quiere decírselo a usted. ¿Café?
Era un hombre de la edad del médico pero moreno, barba de una semana en las mejillas y barbilla. Consciente de las tendencias modernas del hospital, Wexford esperaba verle levantado, con batín, sentado en una silla, pero Jem Hocking estaba en la cama. Parecía mucho más enfermo de lo que había parecido Daisy. Las manos, que descansaban en la roja manta, estaban llenas de tatuajes.
– ¿Cómo está? -preguntó Wexford.
Hocking no respondió de inmediato. Se llevó un dedo azulado a la boca y se la frotó. Luego dijo:
– No muy bien.
– ¿Va a decirme cuándo estuvo en Kingsmarkham? ¿Se trata de eso?
– El pasado mayo. Eso le suena, ¿no? Pero supongo que ya se lo imaginaba.
Wexford asintió.
– Algo, sí.
– Me muero. ¿Sabía eso?
– Según el médico, no.
La broma deformó el rostro de Jem Hocking. Sonrió con sarcasmo.
– No dicen la verdad. Ni siquiera aquí. Nadie dice nunca la verdad, ni aquí ni en ningún sitio. No pueden. No es posible hacerlo. Habría que entrar en demasiados detalles, habría que investigar el alma. Se insultaría a todo el mundo y cada palabra demostraría lo hijo de puta que se es. ¿Ha tenido suficiente?
– Sí -respondió Wexford.
Fuera lo que fuese lo que Hocking esperaba, no era una escueta afirmación. Hizo una pausa, dijo:
– La mayor parte del tiempo dirías: «Os odio, os odio» una y otra vez. Ésa sería la verdad. Y: «Quiero morir pero me da miedo». -Respiró hondo-. Sé que me estoy muriendo. Tendré otro ataque de lo que he tenido pero un poco peor y después un tercero y ése se me llevará. Podría ser más rápido. Fue mucho más rápido para Dañe.
– ¿Quién es Dañe?
– Contaba con decírselo antes de morir. Da lo mismo. ¿Qué puedo perder? Lo he perdido todo excepto mi vida y ésta se está acabando. -El rostro de Hocking se contrajo y sus ojos parecieron juntarse. De pronto pareció uno de los tipos más desagradables con que Wexford se había tropezado jamás-. ¿Quiere saber algo? Es el último placer que me queda, hablar a la gente de que me estoy muriendo. Les avergüenza, y yo disfruto con ello, al ver que no saben qué decir.
– A mí no me avergüenza.
– Bueno, jodido guripa, ¿qué se puede esperar?
Entró un enfermero, un hombre con tejanos y una bata corta blanca. Oyó las últimas palabras y dijo a Jem que no fuera grosero, que no servía de nada injuriar a los demás, y era hora de tomarse los antibióticos.
– Jodida inutilidad -dijo Hocking-. La neumonía es un virus, ¿no? Aquí todos sois idiotas.
Wexford esperó con paciencia mientras Hocking se tomaba las pastillas con débiles protestas. Realmente parecía muy enfermo. Se podía creer que se hallaba en el umbral de la muerte. Esperó hasta que el enfermero se hubo marchado, ladeó la cabeza y contempló los dibujos de las manos de Hocking.
– ¿Quién es Dañe?, pregunta. Se lo diré. Dañe era mi compañero. Dañe Bishop. Dañe Gavin David Bishop, si lo quiere saber todo. Sólo tenía veinticuatro años. -Quedó flotando en el aire la frase «Le amaba», pero él no era sentimental, en especial con los asesinos, en especial con los que golpeaban con un martillo a las ancianas. Así que ¿qué? ¿Amar a alguien redime a un hombre? ¿Amar a alguien le hace a uno bueno?-. Hicimos juntos el trabajo de Kingsmarkham. Pero eso usted ya lo sabe. Lo sabía antes de venir o no habría venido.
– Más o menos -dijo Wexford.
– Dañe quería dinero para comprar esta droga. Es americana pero se puede conseguir aquí. Sus iniciales no importan.
– AZT.
– No, de hecho no, policía listo. Se llama DDI, de Di-deo-xi-inosina. Inasequible en la jodida Seguridad Social, huelga decirlo.
No me pidas disculpas, se dijo Wexford para sus adentros. Deberías saberlo. Pensó en el sargento Martin, necio y temerario pero a veces bastante brillante, un buen hombre, un buen hombre serio y con buenas intenciones, la sal de la tierra.
– Este tal Dañe Bishop, entonces, ¿ha muerto?
Jem Hocking se limitó a mirarle. Era una mirada llena de odio y de dolor. Wexford pensó que el odio se debía al hecho de que el hombre no podía hacerle sentir avergonzado. Quizás el único propósito del ejercicio, esta «confesión», tenía como fin avergonzarle con lo que Hocking había esperado disfrutar.
– Murió de sida, supongo -aventuró Wexford-, y no mucho después.
– Murió antes de que pudiéramos conseguir la droga. Su final fue rápido. Vimos la descripción que publicaron, granos en la cara, todo eso. No era maldito acné, era Sarcoma de Kaposi.
Wexford dijo:
– Utilizó una pistola. ¿De dónde la sacó?
Hocking se encogió de hombros en gesto de indiferencia.
– ¿Me lo pregunta? Lo sabe tan bien como yo, es fácil conseguir una pistola si se quiere una. Nunca me lo dijo. Simplemente la tenía. Era una Magnum. -Volvió a mirarle de reojo con malicia-. La tiró al salir del banco.
– Ah -exclamó Wexford casi en silencio, casi para sí mismo.
– Tenía miedo de que le encontraran con ella. Entonces estaba enfermo; eso te hace débil, débil como un viejo. Sólo tenía veinticuatro años, pero era débil como el agua. Por eso disparó a aquel idiota, era demasiado débil para soportar la presión. Yo huí enseguida, ni siquiera estaba allí cuando él disparó.
– Estabas preocupado por él. Sabías que tenía una pistola.
– ¿Lo estoy negando?
– ¿Compraste un coche a nombre de George Brown?
Hocking asintió.
– Compramos un vehículo, compramos muchas cosas con dinero efectivo, calculamos que podríamos volver a vender el vehículo porque no nos atrevíamos a guardar los billetes. Yo los envolví en papel de periódico y los metí en un cubo de basura. Vendimos el vehículo… no fue una mala manera de llevar el tema, ¿no?
– Eso se llama blanquear dinero -aclaró Wexford con frialdad-. O al menos, cuando se hace en mayor escala.
– Murió antes de conseguir la droga.
– Ya me lo has dicho.
Jem Hocking se incorporó en la cama.
– Es usted un maldito hijo de puta. Si estuviéramos en cualquier otro sitio del sistema, no le habrían dejado a solas conmigo.
Wexford se levantó.
– ¿Qué podrías hacer, Jem? Soy tres veces más corpulento que tú. No estoy avergonzado ni impresionado.
– Impotente, maldita sea -dijo Hocking-. El mundo es impotente contra un hombre moribundo.
– Yo no diría eso. No hay nada en la ley que diga que un hombre moribundo no puede ser acusado de asesinato y atraco.
– ¡Usted no lo haría!
– Claro que lo haré -dijo Wexford, y se marchó.
El tren le llevó de regreso a Euston bajo una lluvia torrencial. Llovió todo el rato desde la estación Victoria hasta Kingsmarkham. En cuanto llegó intentó telefonear a Sheila y oyó su voz de Lady Macbeth, la que decía: «Dame la daga», pidiendo a quien llamaba que dejara un mensaje.
15
Era una tarea que Barry Vine habría podido hacer, o incluso Karen Malahyde, pero la hizo él mismo. Su rango no pareció asustar a Fred Harrison, un hombre nervioso que parecía una versión mayor y más baja de su hermano. Wexford le preguntó cuándo había llevado a Joanne Garland a Tancred House por última vez; Harrison consultó su libreta y mencionó una fecha cuatro martes atrás.
– No la habría querido ni ver de lejos de haber sabido que iba a causarme problemas -dijo Fred Harrison.
A pesar de sí mismo y sus sentimientos de infelicidad, a Wexford esto le divirtió.
– Dudo que le cause problemas a usted, señor Harrison. ¿Vio a la señora Garland o tuvo noticias de ella el martes 11 de marzo?