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– Nada, ni pío desde cuando he dicho, el 26 de febrero.

– Y aquella noche, ¿qué sucedió? ¿Ella le telefoneó a usted y le pidió que la llevara a Tancred House a… qué hora? ¿Las ocho? ¿Las ocho y cuarto?

– No la hubiera llevado a ninguna parte si hubiera sabido que iba a causarme problemas. Créame. Me telefoneó como siempre hacia las siete, dijo que tenía que estar en Tancred a las ocho y media. Le dije como siempre que la recogería unos minutos después de las ocho, había tiempo de sobra, pero ella dijo que no, no quería llegar tarde, y que fuera a las ocho menos diez. Bueno, llegamos a Tancred a las ocho y diez, ocho y cuarto. Yendo por el camino más corto, era de prever, pero ella nunca escuchaba, siempre tenía miedo de llegar tarde. Eso sucedía siempre. A veces la esperaba, me pedía que esperara, estaba una hora, y yo aprovechaba para ir a ver a mi hermano.

A Wexford esto no le interesaba. Insistió:

– ¿Está seguro de que no le telefoneó el 11 de marzo?

– Créame, hablaría con franqueza. Lo último que quiero es tener problemas.

– ¿Cree que alguna vez utilizó otro servicio de taxis?

– ¿Por qué iba a hacerlo? No tenía ninguna queja de mí. Más de una vez me había dicho: «No sé lo que haría sin usted, Fred, que viene en mi rescate». Y después decía que yo era el único de por aquí en quien confiaba para que la llevara en coche.

Parecía que no había nada más que sacarle al nervioso Fred Harrison. Wexford le dejó para volver a Tancred. Conducía él mismo y tomó el camino de Pomfret Monachorum. Era sólo la segunda vez que iba por allí. Después de la lluvia del día anterior, el tiempo era bonancible y el bosque estaba lleno de vida, la vida callada y fresca de principios de primavera. El camino ascendía la colina boscosa que conducía a Tancred. Era demasiado pronto para que los árboles mostraran hojas excepto los espinos, que ya estaban cubiertos de verde. Las flores colgaban en las ciruelas silvestres como blancos velos manchados.

Conducía despacio. En cuanto su mente se vació de Fred Harrison y sus ansiedades, Sheila acudió para llenarla. Estuvo a punto de gruñir en voz alta. Cada palabra de enojo que había sido pronunciada durante aquel espantoso intercambio estaba fresco en su memoria, se repetía insistentemente.

«… estabas decidido a odiar a cualquiera a quien yo amara. ¿Y por qué? Porque tenías miedo de que le quisiera más que a ti.»

Conduciendo a través del bosque donde crecían los acónitos en anillos amarillos como pedazos de brillante luz del sol, abrió la ventanilla para sentir el aire fresco en el rostro, el aire equinoccial del primer día, o quizás el segundo, de primavera. La noche anterior, con la lluvia que golpeaba las ventanas, había intentado hablar con ella por teléfono y Dora también lo había intentado. Quería disculparse y pedirle que le perdonara. Pero el teléfono sonaba y sonaba y nadie respondía, y cuando volvió a probarlo, desesperado, a las nueve y otra vez a las nueve y media, sólo oyó la voz del contestador automático. No uno de sus mensajes característicos: «Si es alguien que me ofrece un papel femenino en una obra escocesa o que quiere llevarme a cenar a Le caprice…». «Cariño -el "cariño" universal de la actriz que servía para él o para Casey o para la mujer de la limpieza-, Sheila ha tenido que salir…» No era nada de esto sino: «Sheila Wexford. Estoy fuera. Deja un mensaje y es probable que te llame». Él no había dejado ningún mensaje, sino que al final se había acostado, harto.

Pensó que la había perdido. No tenía mucho que ver con el hecho de que ella se marchara a casi diez mil kilómetros de distancia. Casey se la habría arrebatado igualmente si ambos hubieran decidido comprar una casa y establecerse en Pomfret Monachorum. La había perdido y las cosas jamás volverían a ser iguales para ellos.

El sendero efectuó su último giro, llegando a la recta y al terreno llano. A ambos lados se extendían kilómetros de árboles jóvenes, plantados quizá veinte años atrás, sus ramas delgadas que buscaban la luz de un brillante color rojizo, el espino y el endrino entre ellos ramilletes de verde brumoso y blanco como la nieve. El espacio de terreno que quedaba entre ellos, sembrado de hojas secas de color marrón, estaba moteado de luz del sol.

A lo lejos vislumbró un movimiento. Alguien se aproximaba a él, por el sendero, muy adelante, alguien joven, una chica joven. A medida que se acercaban la veía mejor. Era Daisy. Por improbable que pareciera que estuviera allí, en aquel lugar, a aquella hora, se trataba sin duda de Daisy.

Ella se detuvo al ver el coche. Por supuesto, desde aquella distancia, no podía tener idea de quién era el conductor. Llevaba tejanos y una chaqueta Barbour, la manga izquierda vacía, una bufanda de color rojo vivo arrollada dos veces al cuello. Él supo el momento preciso en que le reconoció por cómo abrió desmesuradamente los ojos. No sonrió.

Él se detuvo y bajó la ventanilla. Ella no esperó la pregunta.

– He venido a casa. Sabía que me lo impedirían y por eso he esperado a que Nicholas se fuera a trabajar, y entonces he anunciado me voy a casa ahora, Joyce, gracias por acogerme, y eso es todo. Ella ha dicho que no podía hacerlo, no podía yo sola. Ya sabe cómo habla: «Lo siento, querida, pero no puedes hacerlo. ¿Y tu equipaje? ¿Quién cuidará de ti?». Le he dicho que ya había llamado a un taxi y que yo cuidaría de mí misma.

Se le ocurrió a Wexford que jamás lo había hecho y que, igual que en el pasado, Brenda Harrison cuidaría de ella. Pero Daisy sólo tenía el tipo de ilusiones que tienen todos los jóvenes.

– ¿Y estás dando un paseo por tu propiedad?

– Hace rato que he salido. Ahora regreso. Me canso pronto. -Volvía a tener la expresión triste, los ojos afligidos-. ¿Me deja subir?

Él alargó el brazo y abrió la puerta del pasajero.

– Ya tengo dieciocho años -dijo ella, aunque sin entusiasmo-. Puedo hacer lo que quiera. ¿Cómo se abrocha este cinturón de seguridad? El cabestrillo y todo este vendaje me estorban.

– No es necesario que te lo pongas si no quieres. No es obligatorio en una propiedad privada.

– ¿De veras? No lo sabía. Usted lleva el suyo puesto.

– La fuerza de la costumbre. Daisy, ¿tienes intención de quedarte aquí sola? ¿Vivir aquí?

– Esto es mío. -Su voz era tan inexorable como era posible. Se volvió amarga-. Todo esto es mío. ¿Por qué no voy a vivir en lo que es mío?

Él no respondió. No servía de nada decirle cosas que ella ya sabía, que era demasiado joven, era mujer e indefensa, y cosas de las que tal vez ella no se había dado cuenta, que podría muy bien haber alguien interesado en acabar el trabajo que había empezado dos semanas atrás. Si pensaba en eso en serio tendría que poner a un agente día y noche en Tancred, pero no quiso alarmar a Daisy con sus temores.

En cambio, pasó a un tema del que habían hablado cuando se vieron en casa de los Virson la última vez.

– Supongo que no has tenido noticias de tu padre.

– ¿Mi padre?

– Él es tu padre, Daisy. Tiene que saber esto. Nadie en este país podría no haberlo visto en televisión o en los periódicos. Y a menos que me equivoque mucho, con el funeral de hoy todo aquello revivirá en las noticias. Creo que deberías esperar que se ponga en contacto contigo.

– Si tuviera alguna intención de hacerlo, ¿no lo habría hecho ya?

– No sabía dónde vivías. Que sepamos, ha estado llamando a Tancred House cada día.

De pronto se preguntó si era este hombre al que ella había buscado en vano en el funeral. Ese padre en las sombras del que nadie hablaba, pero que debía existir.

Aparcó el coche junto al estanque. Daisy bajó y contempló el agua. Quizá porque el sol brillaba, algunos peces habían subido a la superficie, blancos, o más bien incoloros, con la cabeza roja. Ella levantó la cara hacia las estatuas, la muchacha metamorfoseada en árbol, envolviendo sus miembros una vaina hecha de corteza, el hombre cerrándose sobre ella con el rostro anhelante levantado, los brazos extendidos.