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Así que el tiempo había empezado a cumplir con su tarea, pensó él. Funcionaba. Y lo que dijo ella a continuación le hizo corregirse.

– Si es que quiero hacer algo. Siempre que me importe lo que ocurra.

Él no hizo ningún comentario.

– Hay una cosa que tal vez te gustaría hacer. ¿Quieres venir a ver cómo hemos convertido tu santuario en una comisaría de policía?

– Ahora no. Me gustaría estar sola. Sólo yo y Queenie. Ha estado muy contenta de verme; me ha saltado al hombro desde la barandilla tal como hacía antes, ronroneando como un león rugiendo. Voy a recorrer toda la casa y limitarme a mirarlo todo, volver a familiarizarme con ello. Para mí ha cambiado. Es lo mismo pero también es muy diferente. No entraré en el comedor. Ya le he pedido a Ken que selle la puerta. Sólo por un tiempo. La sellará y así no podré abrirla si… si lo olvido.

Es raro ver estremecerse a la gente. Wexford, que la observaba, no vio este movimiento galvánico del cuerpo, sólo las señales externas del estremecimiento interno, la pérdida de color de su cara, la carne de gallina en el cuello. Pensó en explicarle lo que tenía previsto para su protección, pero creyó mejor no hacerlo. Decididamente, lo más sensato sería presentarle un fait accompli.

Ella había cerrado los ojos. Cuando los abrió, él vio que había hecho esfuerzos para no llorar. Tenía los párpados hinchados. Pensó que cuando él se marchara, Daisy se dejaría arrastrar por la pena, pero cuando iba a marcharse, sonó el teléfono.

Daisy vaciló, levantó el auricular y él la oyó decir:

– Oh, Joyce. Gracias por llamar, pero estoy bien. Estaré bien…

Karen Malahyde pasaría la noche en Tancred House con Daisy, Anne Lennox lo haría la noche siguiente, Rosemary Mountjoy la siguiente y así sucesivamente. Quería montar una guardia adicional en los establos, dos hombres de turno las veinticuatro horas del día, pero desfalleció al pensar en la respuesta del subjefe de policía a ello. Estaban escasos de personal, como solían estar. La chica no tenía por qué estar allí sola, tenía amigos con los que vivir; Wexford podía oír a Freeborn decirlo: ellos no tenían porque gastar dinero público para la protección de una mujer joven que había decidido por capricho regresar a aquel lugar grande y solitario.

Pero Karen, Anne y Rosemary estuvieron encantadas. Ninguna de ellas había dormido nunca bajo un techo que cubría más de un bloque de pisos de tres dormitorios. La decisión de que Karen se lo dijera a Daisy la tomó de improviso. La estaba protegiendo a ella, pero esto era para protegerse a sí mismo. Siempre que pudiera evitarlo, no debía verla. En resumen, pensó que comprendía el significado de esa sensación de alarma que había experimentado en St. Peter.

Le horrorizó. Durante diez minutos, sentado ante su escritorio en los establos, mirando fijamente el cactus estilo gato persa pero sin verlo, creyó que estaba enamorado de ella. Lo vio como una enfermedad terminal sobre la que el doctor Crocker podría haberle ilustrado, algún temible infortunio; lo veía como Jem Hocking veía el destino que sin duda le esperaba.

Claro que habían existido casos en el pasado. Hacía más de treinta años que estaba casado con Dora, así que por supuesto habían existido casos. Aquella joven holandesa, la bonita Nancy Lake, otras ajenas a su trabajo. Pero él amaba a Dora, su matrimonio era feliz. Y esto era tan ridículo, ella y esta niña. ¡Pero cómo se le iluminaba el día cuando la veía, cuando veía su triste rostro! ¡Qué feliz era cuando ella le hablaba, cuando se sentaban juntos a hablar! ¡Qué guapa era, y lista, y buena!

Lo puso a prueba, la única prueba. Intentó imaginar que hacía el amor con ella, su desnudez y el deseo de hacer el amor con ella, y el concepto resultó grotesco. No era eso lo que quería, no lo era en absoluto. Una revulsión positiva le hizo dar un respingo. No podía contemplar tocarla ni con la punta de los dedos, ni siquiera en alguna secreta fantasía. No, él sabía lo que era lo que sentía. En lugar de gruñir, lo que había tenido ganas de hacer diez minutos antes, soltó una repentina risotada, un bramido de risa.

Barry Vine, anteriormente pegado a un informe que estaba leyendo, se giró en redondo para mirarle. Wexford dejó de reír y se puso serio. Creyó que Vine iba a decir algo, formular alguna pregunta idiota como habría podido hacer el pobre Martin, pero constantemente subestimaba al sargento detective Vine. El hombre volvía a estar absorto en su informe y Wexford divirtiéndose al haber comprendido lo que había sucedido. No era sexo, no estaba «enamorado», gracias a Dios. Simplemente, su mente había sustituido a la Sheila perdida por Daisy. Había perdido a una hija y encontrado a otra. ¡Qué cosa tan extraña era la psique humana!

Al pensar en ello, vio que esto era exactamente lo que había sucedido. Él la veía como a una hija, pues era un hombre que necesitaba hijas. Se sintió un poco culpable por no haberse volcado en la otra, en Sylvia, su hija mayor. ¿Por qué perseguir a extrañas diosas cuando tenía a la suya cerca? Porque los sentimientos y las necesidades aparecen sin pensar, sin considerar lo que es conveniente y lo que es adecuado. Pero decidió ver pronto a Sylvia, quizá llevarle un regalo. Ella se mudaba de casa, se trasladaba a un antigua rectoría en el campo. Iría y le preguntaría por el traslado, cómo podía él ayudarle. Y entretanto, podría cumplir con su decisión de ver menos a Daisy, para que el amor menos peligroso no se convirtiera en otro más temible.

Suspiró, y esta vez Barry Vine no se giró. Se habían llevado allí los listines telefónicos de Londres cuando se trasladaron y Wexford consultó el que solía ser de color de rosa, E-K, y en cuya tapa el rosa seguía predominando en el dibujo. Por supuesto, había cientos de Jones, pero no demasiados G. G. Jones. Daisy había tenido razón al decir que Davina tendría la dirección correcta de su padre. Allí estaba: Jones, G. G., 11 Nineveh Road, N5, y un número de teléfono de la centralita 832. En el código postal 071, sin duda, en el centro de Londres. Pero Wexford no tomó el teléfono. Se quedó sentado preguntándose qué significaban aquellas iniciales, y preguntándose también por qué se había producido una brecha tan absoluta entre Jones y su hija.

También pensó en la herencia y en las diferentes consecuencias que se habrían podido producir si, por ejemplo, Davina hubiera sido la que no había muerto, o lo hubiera sido Naomi. Y qué significado tenía, si es que lo tenía, el hecho de que ni a Naomi ni a su amiga Joanne Garland les interesaran los hombres, de que aparentemente prefirieran su compañía mutua.

Un informe frente a él expresaba la opinión de un experto en armas cortas. Tranquilizada su mente, lo volvió a leer y con más atención. La primera vez, cuando temía hallarse en las garras de la más abrumadora obsesión, no lo había comprendido. El experto decía que aunque los cartuchos utilizados en el asesinato de Martin parecían diferentes de los utilizados en Tancred House, podrían de hecho no serlo. Era posible, si se sabía hacer, forzar el cañón de una pistola y grabar en su interior líneas que quedarían grabadas a su vez en el cartucho que pasara a través de él. En su opinión, esto podría muy bien haberse hecho en el presente caso…

Dijo:

– Barry, era cierto lo que Michelle Weaver dijo. Bishop tiró el arma. Resbaló por el suelo del banco. Por extraño que parezca, había dos armas deslizándose por aquel suelo después de que dispararan a Martin.

Vine se acercó, se sentó en el borde del escritorio.

– Hocking me dijo que Bishop arrojó el arma, el Colt Magnum. Era un Colt Magnum calibre 357 o calibre 38, no hay manera de saberlo. Alguien que estaba en el banco recogió esa arma. Una de las personas que no esperó a que llegáramos. Uno de los hombres. Sharon Fraser tenía la impresión de que los que se habían ido eran todos hombres.