– Sólo se recoge un arma con malas intenciones -dijo Vine.
– Sí. Pero quizá no con malas intenciones concretas. Una simple tendencia general hacia la transgresión de la ley.
– ¿Por si pudiera ser útil algún día, señor?
– Algo así. Igual que mi padre solía recoger todos los clavos que veía en el suelo. Por si un día servían.
Sonó su teléfono. Dora o la comisaría de policía. Cualquiera que quisiera hablar con ellos de algo relacionado con los asesinatos de Tancred seguramente llamaría al número gratuito que cada día aparecía en las pantallas de televisión. Era Burden, que aquel día no había ido a los establos.
Dijo:
– Reg, se acaba de recibir una llamada. No una 999. Un hombre con acento americano. Llamaba en nombre de Bib Mew. Vive al lado de su casa, no tiene teléfono, dice que ha encontrado un cuerpo en el bosque.
– Sé a quién te refieres. He hablado con él.
– La mujer ha encontrado un cuerpo -prosiguió Burden- colgado de un árbol.
16
Les dejó entrar pero no dijo nada. A Wexford le miró con la misma expresión vacía y sin esperanza que podía haber ofrecido a un alguacil que fuera a hacerle inventario de sus bienes. Esto tipificó su actitud desde el principio. Estaba aturdida, desesperada, era incapaz de luchar contra estas aguas que se habían cerrado sobre su cabeza.
Aunque pareciera mentira, tenía un aspecto más masculino que nunca con pantalones de pana, camisa a cuadros y jersey con cuello en pico; aquel día no llevaba pendiente. «Estaría dispuesto a desacreditar mi vestimenta masculina y llorar como una mujer», pensó Wexford. Pero Bib Mew no estaba llorando y de todos modos ¿no era eso una falacia, lo de que las mujeres lloraban y los hombres no?
– Cuéntenos lo que ha ocurrido, señora Mew -pidió Burden.
Ella le acompañó al pequeño y sofocante salón al que para su autenticidad romántica sólo le faltaba una anciana con chal en un sofá. Allí, sin decirles una palabra, se dejó caer en un viejo sofá de crin. Sus ojos no abandonaban el rostro de Wexford. Éste pensó: «Tenía que haber traído a una agente de policía, pero no lo he comprendido hasta ahora. Bib Mew no es simplemente excéntrica, lenta o estúpida, si el término no es demasiado duro. Es retrasada mental». Sintió piedad. Para estas personas, los sustos eran peores, penetraban y de alguna manera trastornaban su inocencia.
Burden había repetido su pregunta. Wexford dijo:
– Señora Mew, me parece que le iría bien tomar algo caliente. ¿Podemos preparárselo?
¡Oh, Karen o Anne! Pero su oferta desbloqueó la voz de Bib.
– Él me dio esto. El de al lado.
Era inútil esperar lo que Burden esperaba. Esta mujer no sería capaz de hacerles un relato objetivo de lo que había encontrado.
– Usted estaba en el bosque -empezó Wexford. Miró la hora-. ¿Camino de su trabajo?
El gesto de asentimiento que hizo mostraba más que miedo. Era el movimiento aterrorizado de una criatura acorralada. Burden dejó la habitación sin hacer ruido, en busca, supuso Wexford, de la cocina. Ahora venía la parte difícil, la que podría hacer que la mujer se echase a gritar.
– ¿Vio algo, a alguien? ¿Vio algo colgando de un árbol?
Otro gesto de asentimiento. La mujer había empezado a retorcerse las manos, una serie de movimientos rápidos. Cuando habló, Wexford se sorprendió:
– Una persona muerta.
Oh, Dios mío, pensó, a menos que se lo haya imaginado ella, y no creo que sea así, se trata de Joanne Garland.
– ¿Un hombre o una mujer, señora Mew?
Ella repitió lo que había dicho.
– Una persona muerta -y después-, ahorcada.
– Sí. ¿La vio desde el camino secundario?
Meneó con fuerza la cabeza, y entonces entró Burden con té en un tazón que tenía grabadas las caras del duque y la duquesa de York. En el tazón había una cucharilla y Wexford supuso que Burden había puesto azúcar suficiente para que la cucharilla se sostuviera sola.
– He telefoneado -dijo-. He dicho a Anne que venga -añadió-: Y Barry.
Bib Mew sostuvo el tazón cerca de su pecho y lo envolvió con sus manos. De modo incongruente, Wexford recordó que alguien le había dicho que la gente de Cachemira lleva tarros de carbón encendido debajo de la ropa para calentarse. Pensó que si ellos no hubieran estado allí, la mujer se habría puesto el tazón debajo del jersey. Parecía que el té le producía más alivio para calentarse que como bebida.
– He ido a los árboles -dijo-. Tenía que ir.
Wexford tardó unos momentos en comprender a qué se refería. Ante el tribunal todavía se denominaba «con un propósito natural». Burden pareció desconcertado. Sólo podía haber estado a diez minutos de su casa, pero claro que era posible que se pudiera «tener una urgencia», que se tuviera algún problema en ese sentido. ¿O se temiera utilizar los cuartos de baño de Tancred House?
– ¿Dejó su bicicleta -dijo él con amabilidad- y fue entre los árboles y entonces lo vio?
Ella se echó a temblar.
Él tuvo que insistir.
– ¿No siguió hasta Tancred, dio la vuelta?
– Miedo, miedo, miedo. Tenía miedo. -Señaló con un dedo hacia la pared-. Se lo he dicho.
– Sí -dijo Burden-. ¿Podría decirnos dónde?
Ella no gritó. El sonido que emitió era una especie de farfulleo y su cuerpo se estremeció. El té se balanceó en la taza y se derramó un poco. Wexford le retiró el tazón suavemente. Dijo, con su voz más calmada, más tranquilizadora que pudo:
– No importa. No se preocupe por ello. ¿Se lo ha contado al señor Hogarth? -Ella le miró como si no comprendiera. A Wexford le pareció que a la mujer le habían empezado a castañetear los dientes-. ¿El hombre de la casa de al lado?
Un gesto afirmativo. Sus manos volvieron al tazón de té, lo agarraron. Wexford oyó el coche, hizo una seña con la cabeza a Burden para que les dejara entrar. Barry Vine y Anne Lennox habían tardado exactamente once minutos en llegar allí.
Wexford les dejó con ella y se fue a la casa de al lado. La bicicleta del joven americano descansaba apoyada contra la pared. No había timbre ni aldaba, así que utilizó la tapa del buzón, abriéndola y cerrándola con violencia. El hombre que estaba dentro tardó mucho en llegar y cuando lo hizo no pareció muy complacido de ver a Wexford. Sin duda le desagradaba estar implicado.
– Ah, hola -dijo con bastante frialdad; y después, con resignación-: Ya nos conocemos. Entre.
Era una voz agradable. Educada, supuso Wexford, aunque no de la categoría del nivel inmaculado de la Ivy League del señor Littlebury. El muchacho le hizo entrar en una sucia sala de estar, lo que cabe esperar de alguien de su edad -veintitrés o veinticuatro- que vive solo. Había muchos libros en estanterías hechas con tablones colocados sobre montones de ladrillos, un elegante televisor, un viejo sofá verde, una mesa de alas abatibles cargada de libros, papeles, máquina de escribir, instrumentos de metal indefinibles de tipo abrazaderas y llaves inglesas, platos, tazas y un vaso medio vacío de algo rojo. Un montón de periódicos ocupaba el otro único lugar previsto para sentarse, una silla reclinable Windsor. El joven americano los quitó y los dejó en el suelo; quitó también del respaldo, donde colgaban, una camiseta blanca sucia y un par de turbios calcetines.
– ¿Puedo saber su nombre completo?
– Supongo que sí. -Pero no se lo dijo-. ¿Puedo saber por qué? Quiero decir, yo no estoy implicado en todo esto.
– Cuestión de rutina. No tiene por qué preocuparse. Bueno, me gustaría saber su nombre completo.
– Está bien, si así lo quiere. Jonathan Steel Hogarth. -Su actitud cambió y se volvió expansiva-. Me llaman Thanny. Bueno, yo me llamo Thanny, así que ahora todo el mundo lo hace. No todos hemos de ser Jon, ¿no? Imaginé que si una chica llamada Patricia puede ser Tricia, yo puedo ser Thanny.