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– Será mejor que hagas que Barry vuelva a su mesón favorito, El caracol y la lechuga y vea qué pueden sugerir los compañeros de Andy. -Wexford reflexionó-. Es una manera horrible de matar a alguien -comentó-, pero no hay maneras «agradables». Cualquier asesinato es horrible. Si podemos hablar de ello sin apasionamiento, el ahorcamiento tiene muchas ventajas para el que lo comete. Para empezar, no hay sangre. Es barato. Es seguro. Si puedes inmovilizar a tu víctima, es fácil.

– ¿Cómo fue inmovilizado Andy?

– Lo descubriremos cuando tengamos alguna información definitiva de Sumner-Quist. Pudieron administrarle antes alguna bebida con alguna sustancia narcotizante, pero eso sería problemático. ¿Andy era el segundo hombre? ¿El que Daisy no vio?

– Oh, creo que sí, ¿tú no?

Wexford no respondió.

– Hogarth se mostró claramente molesto cuando llamé a su puerta. Eso puede ser natural, no querer involucrarse. Se animó cuando él mismo se ofreció a hacernos de guía. Probablemente sólo es que le gusta ser el centro de atención. Aparenta diecisiete años, aunque es probable que tenga veintitrés. En Estados Unidos van a la universidad cuatro años. Dice que vino aquí a finales de mayo, así que sería después de graduarse, allí lo hacen en mayo, y tendría veintidós años. Hacer el Gran Viaje, lo llamó él. Supongo que tiene un padre rico.

– ¿Hemos investigado sus antecedentes?

– Me ha parecido prudente -respondió Wexford con austeridad.

Le habló a Burden de una llamada que había hecho en privado a un viejo amigo, el vicecanciller de la universidad de Myringham, y de la igualmente privada exploración por parte del doctor Perkins de las solicitudes de ingreso.

– Me pregunto qué sabía Andy.

– Nos conocía a ti y a mí -dijo Wexford.

Wexford fue a ver a Sylvia. Estaba demasiado ocupado para tomarse tiempo para verla, y eso era razón de más. Por el camino hizo algo que nunca había hecho por ella: le compró flores. En la floristería se dio cuenta de que deseaba uno de aquellos magníficos arreglos florales enviados a Davina, un cojín o un corazón de capullos, un cesto de lirios. Allí no tenían nada de este tipo y tuvo que decidirse por fresias doradas y narcisos ojos de faisán. Su perfume, más fuerte que cualquier perfume envasado, impregnó el aire de su coche.

Ella quedó extrañamente conmovida. Por un momento pensó que iba a llorar. En cambio, sonrió y hundió la cara en las amarillas trompetas y pétalos blancos.

– Son preciosas. Gracias, papá.

¿Sabía lo de la pelea? ¿Dora se lo había contado?

– ¿Cómo te sentirás al dejar esta casa? -Era bonita, junto al prestigioso Ploughman's Lañe. Él sabía por qué se trasladaba tan a menudo, por qué ella y Neil suspiraban por el cambio repetido, y ello no añadió nada a la suma de su felicidad-. ¿No te dará pena?

– Espera a ver la rectoría.

Él no le dijo que había pasado por delante, una y otra vez, con su madre. No le dijo cuánto les había asombrado su tamaño y su estado ruinoso. Ella le preparó té y él comió un pedazo de pastel de frutas que ella había hecho, aunque no lo quería y no le convenía.

– Tú y mamá no podéis faltar a nuestra fiesta de inauguración.

– ¿Por qué íbamos a faltar?

– ¡Y me lo preguntas! Eres famoso por no ir nunca a ninguna fiesta.

– Ésta será la excepción que confirmará la regla.

Hacía tres días que no había visto a Daisy. Su único contacto con ella fue para asegurarse de que se mantenía la vigilancia en Tancred House. Con este fin, habló con ella por teléfono. Ella estaba indignada pero no enfadada.

– ¡Rosemary quería responder al teléfono! No lo puedo tolerar. Le dije que no tenía miedo de los que hacen llamadas obscenas. De todos modos, no he tenido ninguna. En realidad no puedo tolerar a Karen en ningún sentido, ni a Anne. Quiero decir, son muy agradables, pero ¿por qué no puedo estar aquí sola?

– Ya sabes por qué, Daisy.

– No creo que ninguno de ellos vuelva y me mate.

– Yo tampoco, pero prefiero estar en el lado seguro.

Wexford había intentado telefonear varias veces al padre de Daisy pero nunca respondía nadie en Nineveh Road, en el número de G. G. Jones. Aquella noche, después de leer la novela de Davina Flory, Los anfitriones de Midian, el que le gustaba a Casey, empezó su primer libro acerca de la Europa del Este y descubrió que no le gustaba mucho Davina. Era una esnob refinada y cursi, tanto social como intelectual; era autoritaria, se consideraba superior a la mayoría de la gente; se mostraba agradable con su hija y feudal con sus criados. Aunque declaradamente de izquierdas, no aludía a la clase «trabajadora» sino a la clase «baja». Sus libros la mostraban como esa criatura siempre sospechosa, la socialista rica.

Una mezcla de elitismo y marxismo imbuía estas páginas. La humanidad práctica estaba claramente ausente, como el humor, excepto en una sola área. Parecía ser una de esas personas que se deleitan con la idea del sexo desenfrenado para todos, que encuentran la noción misma del sexo lubricantemente deliciosa y la única fuente de diversión, tan fácilmente asequible para los viejos (los viejos inteligentes y atractivos) como los jóvenes. Pero en el caso de los jóvenes indispensable, algo a lo que entregarse con fabulosa frecuencia, tan necesario como la comida e igualmente nutritivo.

Como consecuencia de su petición en el asunto de la solicitud de plaza, Wexford y Dora fueron invitados a casa de los Perkins a tomar una copa. El vicecanciller de la universidad de Myringham le sorprendió confesándole que en otro tiempo había tenido íntima amistad con Harvey Copeland. Harvey, años atrás, había sido profesor visitante de estudios empresariales en una universidad americana durante la época en que él, Stephen Perkins, había dado una clase de historia allí mientras trabajaba en su doctorado en filosofía. Según el doctor Perkins, Harvey era en aquella época, en los años sesenta, un hombre asombrosamente guapo y lo que él llamaba un «bombón en la universidad». Se produjo un escándalo menor por una estudiante de tercero que quedó embarazada y otro un poco mayor por su aventura con la esposa de un jefe de departamento.

– En aquella época, no era corriente que hubiera estudiantes embarazadas, en especial no lo era en el medio Oeste. El no tuvo que irse ni nada parecido. Se quedó sus dos años, pero mucha gente suspiró cuando se marchó.

– ¿Cómo era él, aparte de eso que me ha contado?

– Agradable, corriente, bastante aburrido. Simplemente era muy apuesto. Dicen que un hombre no puede decir eso de otro hombre, pero no se podía evitar en el caso del pobre Harvey. Le diré a quién se parecía: a Paul Newman. Pero era un poco pesado. Una vez fuimos allí a cenar, ¿verdad, Rosie? A Tancred, me refiero. Harvey era el mismo que veinticinco años atrás, un terrible aburrimiento. Seguía pareciéndose a Paul Newman. Quiero decir, al Paul Newman de ahora.

– Era magnífico, el pobre Harvey -dijo Rosie Perkins.

– ¿Y Davina?

– ¿Recuerda hace unos años, que los muchachos escribían esos graffiti como «Reglas de Rambo», «La regla de las pistolas», cosas así? Bueno, así era Davina. Se podía haber dicho «Reglas de Davina». Si ella estaba allí, ella presidía. No era tanto la vida y el alma de la fiesta como la jefa. De una manera razonablemente sutil, por supuesto.

– ¿Por qué se casó con él?

– Amor. Sexo.

– Solía hablar de él de una manera muy embarazosa. Oh, no debería contarle esto, ¿verdad, cariño?

– ¿Cómo quieres que lo sepa si no sé de qué se trata?

– Bueno, ella siempre decía, en tono muy confidencial, ya sabe, que él era un amante maravilloso. Ponía cara de pícara y ladeaba la cabeza… realmente era violento; estabas a solas con ella, no había hombres delante, y decía, de un modo bastante pícaro, que él era un amante maravilloso. No puedo imaginarme diciendo a nadie algo así acerca de mi marido.