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Wexford se ahorró intentar encontrar una respuesta gracias a la entrada de los Harrison en la habitación. Aunque Ken Harrison iba completamente vestido, su esposa llevaba el tipo de atuendo que Wexford había oído llamar mucho tiempo atrás, un «abrigo de casa», de terciopelo rojo con plumón alrededor del cuello, la parte delantera abierta desde la cintura por donde asomaban los pantalones de un manchado pijama azul. Al modo clásico, llevaba un atizador.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Harrison-. Hay hombres por todas partes. Este lugar es un hervidero de policías. Le he comentado a Brenda, ¿sabes lo que esto podría ser? Podría ser que aquellos asesinos hayan regresado para rematar a Daisy.

– Así que nos hemos vestido y hemos venido directamente aquí. Yo no quería andar, he hecho que Ken sacara el coche. Aquí no se está a salvo, no me sentiría segura ni siquiera dentro de un coche.

– Deberíamos haber estado aquí. Lo dije desde el principio, cuando nos enteramos de que iba a haber mujeres policía en la casa. ¿Por qué no nos llamaron a nosotros? Aunque sean policías no son más que unas niñas. Deberían habernos llamado a nosotros, a Johnny y a mí, Dios sabe que hay dormitorios suficientes, pero ah, no, nadie lo sugirió, así que yo no dije ni una palabra. Si Johnny y yo hubiéramos estado aquí y se hubiera corrido la voz de que estábamos aquí, ¿cree que habría sucedido nada de esto? ¿Cree que ese asesino habría tenido el descaro de volver aquí con ideas de rematarla? Ni un…

Daisy la interrumpió. Wexford se asombró al ver su reacción. La chica se levantó de un salto y dijo con fría claridad:

– Están ustedes despedidos. Supongo que debo darles algún plazo y no sé cuál es, pero es posible que sea un mes. Quiero que se marchen de aquí cuanto antes mejor. Si de mí dependiera, se marcharían mañana.

Era, sin duda alguna, nieta de su abuela. Se quedó de pie con la cabeza alta, mirándoles con desdén. Y entonces, rápidamente, la voz se le quebró y se le enturbió. El brandy había hecho su efecto y ahora éste era de otro tipo.

– ¿No tienen sentimientos? ¿No les importo nada? ¿Hablando de rematarme? ¡Les odio! ¡Les odio a los dos! Quiero que se vayan de mi casa, de mi finca, voy a quitarles su cottage…

Sus gritos se desintegraron convirtiéndose en un gemido, un llanto histérico. Los Harrison quedaron mudos de asombro, Brenda realmente boquiabierta. Karen se acercó a Daisy y Wexford pensó por un momento que iba a propinarle una de esas bofetadas que se supone son el mejor remedio para la histeria. Pero en lugar de eso tomó a Daisy en sus brazos y puso una mano en la oscura cabeza y apoyó ésta sobre su hombro.

– Vamos, Daisy, ahora voy a llevarte a la cama. Ya estás a salvo.

¿Lo estaría? Wexford deseaba haber podido tranquilizarla con aquella confianza. Los ojos de Vine tropezaron con los suyos y el sosegado sargento realizó la acción más parecida a levantar la mirada. Movió sus globos oculares unos milímetros hacia el norte.

Ken Harrison dijo excitado:

– Está nerviosísima, muy agitada, no lo ha dicho en serio. No lo ha dicho en serio, ¿verdad?

– Claro que no, Ken, aquí todos formamos una familia, somos parte de la familia. Por supuesto que no lo ha dicho en seno… ¿verdad?

– Creo que será mejor que se vayan a casa, señora Harrison -aconsejó Wexford-. Los dos deberían irse a casa. -Desistió de decir que las cosas parecerían distintas por la mañana, aunque indudablemente sería así-. Vayan a casa y duerman un poco.

– ¿Dónde está Johnny? -preguntó Brenda-. Eso es lo que me gustaría saber. Si nosotros hemos podido oír a esos hombres, y armaban un alboroto que despertaba a los muertos, ¿por qué Johnny no los ha oído? ¿Dónde está ahora? Eso es lo que me gustaría saber. -Prosiguió con virulencia-. Ni siquiera puede molestarse en venir aquí a ver qué pasa. Si me lo preguntan, si alguien tiene que ser despedido tiene que ser él, diablo gandul. ¿De qué tiene miedo?

– Estará durmiendo y no ha oído nada. -Wexford no pudo resistirse a añadir-: Él es joven.

Karen Malahyde, de veintitrés años, lejos de encajar con la imagen que tenía Ken Harnson de una «mujer policía», ese término despectivo y en desuso, era cinturón negro y daba clases de judo. Wexford sabía que si hubiera encontrado al intruso de Tancred la noche anterior y ese hombre hubiera ido desarmado o hubiera sido lento de reflejos, ella habría sido capaz de dejarle indefenso muy rápidamente. En una ocasión había descrito que iba sola a todas partes por la noche sin miedo, pues se había demostrado a sí misma de lo que era capaz cuando arrojó a un asaltante al otro lado de la calle.

¿Pero ella sola era un guardaespaldas adecuado para Daisy? ¿Anne o Rosemary eran adecuadas? Tenía que persuadir a Daisy de que abandonara la casa. No esconderse exactamente, pero sin duda alejarse un poco y refugiarse con los amigos. Aun así, se confesó a sí mismo y más tarde lo hizo a Burden, que no había imaginado que las cosas sucederían de aquella manera. Él había proporcionado una «acompañante» para Daisy pero sólo para sentirse seguro. Que uno de aquellos hombres, el asesino necesariamente si el otro, el que no fue visto, era Andy Griffin, volvería para atacarla era combustible de sueños, de ficción, de descabelladas fantasías. Eso no sucedía.

– Ha sucedido -dijo Burden-. Daisy no está segura aquí y debería irse. No veo que sea muy diferente si hacemos venir a los Harrison y a Gabbitas a la casa. La primera vez había cuatro personas en la casa. Eso no le detuvo.

El mantel blanco con la cristalería y la cubertería de plata. La comida en el carrito calentado. Las cortinas corridas para abrigarse de la noche de marzo. Habían terminado el primer plato, la sopa, Naomi Jones servía el pescado, el lenguado bonne femme, y cuando todos tienen un plato, cuando todos empiezan a comer, los ruidos arriba, los ruidos que Davina Flory dice que los hace la gata Queenie desbocada.

Pero Harvey Copeland se levanta para averiguar, el guapo de Harvey que se parecía a Paul Newman y había sido «un bombón en la universidad», con el que su esposa de más edad se había casado por amor y sexo. Silencio fuera, ningún coche, ningún paso, sólo un distante alboroto en el piso de arriba.

Harvey ha subido y ha vuelto a bajar o no ha llegado a subir sino que se ha dado la vuelta abajo cuando el asesino ha salido del pasillo…

¿Cuánto tiempo había durado todo esto? ¿Treinta segundos? ¿Dos minutos? Y durante esos dos minutos, ¿qué sucede en el comedor? ¿Siguen comiendo con calma su pescado en ausencia de Harvey? ¿O simplemente le esperan, hablando del gato, de cómo el gato subía por la escalera trasera y bajaba por la delantera cada noche? Después, el disparo y Naomi que se levanta, Daisy también se levanta, y se precipitan hacia la puerta. Davina permaneció donde estaba, sentada a la mesa. ¿Por qué? ¿Por qué lo haría? ¿Por miedo? ¿Simple miedo que la dejó paralizada donde estaba?

La puerta se abre de golpe y el asesino entra y dispara y el mantel ya no es blanco sino rojo, teñido por una densa mancha que se desparramaría hasta casi cubrirlo por entero…

– Hablaré con ella dentro de un momento -dijo Wexford-. No puedo obligarla a irse si ella no quiere. Ven conmigo. Probaremos suerte los dos.

– Quizás ahora tenga muchas ganas de marcharse. Por la mañana todo es diferente.

Sí, pero no diferente de ese modo, pensó Wesford. La luz del día hace que se tenga menos miedo, no más. La luz del sol y la mañana hacen que se desechen los terrores de la noche anterior por exagerados. La luz es práctica y la oscuridad es lo oculto.