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– Por supuesto, iba con ella ese joven amigo suyo. Sólo le vi una vez y fue el último día, el sábado. Les saludé con la mano desde el otro lado de la calle.

– Nicholas Virson -apuntó Wexford.

– Eso es. Davina mencionó el nombre de Nicholas.

– Asistió al funeral.

– ¿Ah, sí? Yo estaba muy trastornada ese día. No lo recuerdo. ¿Eso es todo lo que quería preguntarme?

– No he empezado a preguntarle lo que realmente quiero saber, señora Macsamphire. En realidad, quiero pedirle un favor. -¿Lo era? ¿O lo hacía para imponerse a sí mismo un gran sacrificio?-. Daisy debería alejarse unos días de allí por diversas razones que no vienen al caso. Quiero preguntarle si la invitaría a quedarse con usted. Sólo una semana… -vaciló- o dos. ¿Se lo pedirá?

– ¡Pero ella no querrá venir!

– ¿Por qué no? Estoy seguro de que usted le gusta. Estoy seguro de que le gustaría estar con alguien con quien pudiera hablar de su abuela. Edimburgo es una ciudad hermosa e interesante. Bueno, ¿qué tiempo hace?

Otra vez aquella bonita risita.

– Me temo que llueve mucho. Pero claro que se lo pediré a Daisy; me encantaría que viniera, pero no se me había ocurrido pedírselo.

Los inconvenientes del sistema a veces parecían pesar más que los puntos en favor de establecer una sala de coordinación en el mismo lugar. Entre las ventajas se encontraban que se podía ver con los propios ojos quién iba de visita. Esa mañana no había ningún vehículo de los Virson aparcado entre el estanque y la puerta delantera, ni ninguno de los coches de Tancred, sino un pequeño Fiat que Wexford no pudo identificar de inmediato. Lo había visto antes, pero ¿de quién era?

En esta ocasión no tuvo la suerte de que se abriera oportunamente la portezuela y saliera el visitante. Nada le impedía, por supuesto, hacer sonar la campanilla, entrar y ser la tercera persona de cualquier conversación íntima que mantuvieran. Le desagradaba la idea. No tenía que tomar el control de la vida de ella, robarle toda su intimidad, su derecho a estar sola y libre.

Queenie, la gata persa, estaba sentada junto al estanque, contemplando la superficie despejada del agua. Una garra levantada distrajo brevemente su atención. La gata contemplaba la parte inferior de la gorda almohadilla gris, como si decidiera si la pata era adecuada como instrumento de pesca, y después metió las dos garras bajo su pecho, se colocó en posición de esfinge y prosiguió su contemplación del agua y los círculos de peces.

Wexford regresó a los establos, dio la vuelta a la casa y llegó a la terraza. Tenía una vaga sensación de cruzar lo que no debía, pero ella sabía que estaban allí, quería que estuvieran allí. Mientras él estuviera allí Daisy estaría protegida, estaría a salvo. Wexford miró hacia la casa y vio por primera vez que la georginización no había llegado tan lejos. Era en gran parte como del siglo diecisiete, con el entramado de madera a la vista y las ventanas divididas con parteluz.

¿Davina había construido el invernadero? ¿Antes de que fuera necesario el consentimiento para los edificios declarados de interés histórico-artístico? Pensó que lo desaprobaba, sin saber lo suficiente de arquitectura para tener una opinión firme. Daisy estaba allí dentro. La vio levantarse de donde estaba sentada. Se hallaba de espaldas a él y Wexford abandonó deprisa la terraza antes de que ella le viera. Su acompañante le resultaba invisible.

Fue la casualidad lo que permitió que Wexford se encontrara con él una hora más tarde. Él salía de su coche y dijo a Donaldson que esperara cuando vio a alguien que subía al Fiat.

– Señor Sebright.

Jason le ofreció una amplia sonrisa.

– ¿Leyó mi artículo sobre los asistentes al funeral? El subdirector lo hizo pedazos y le cambió el título. Lo llamaron: «Adiós a la grandeza». Lo que no me gusta del periodismo local es que se tiene que ser agradable con todo el mundo. No se puede ser acre. Por ejemplo, el Courier tiene una columna de chismes pero nunca hay ni una línea sarcástica en ella. Quiero decir, lo que se quiere es especular sobre quién se tira a la alcaldesa y cómo el jefe de policía consiguió sus vacaciones en Tobago. Pero eso es anatema en un periódico local.

– No te preocupes -dijo Wexford-. Dudo que estés allí mucho tiempo.

– Eso suena un poco a doble filo. He tenido una entrevista asombrosa con Daisy. «El intruso enmascarado.»

– ¿Te ha hablado de eso?

– De todo. Me lo ha contado todo. -Lanzó una mirada de reojo a Wexford, con una leve sonrisa irónica-. No he podido evitar pensar que cualquiera podía hacerlo, ¿no? Subir aquí con una máscara y asustar a las señoras.

– Te atrae, ¿verdad?

– Sólo como historia -dijo Jason-. Bien, me iré a casa.

– ¿Dónde vives?

– En Cheriton. Le contaré una historia. La leí el otro día, me parece maravillosa. Lord Halifax dijo a John Wilkes: «¡Caramba, señor, no sé si perecerá antes en la horca o de sífilis», a lo que Wilkes replicó, rápido como una centella: «Eso depende, señor, de si abrazo primero los principios de Su Señoría o a la amante de Su Señoría».

– Sí, ya la había oído. ¿Es cierta?

– Me recuerda a mí -dijo Jason Sebright.

Se despidió de Wexford con un gesto de la mano, entró en su coche y se alejó bastante rápido por el camino secundario.

Gunther o Gunnar aparece en la saga de los Nibelungos. Gunnar es la forma nórdica, Gunther la alemana o borgoñona. Gunther decidió cabalgar a través de las llamas que rodeaban el castillo de Brunilda y así conseguirla como esposa. Fracasó y fue Sigfrido quien lo logró disfrazado de Gunther permaneciendo tres noches con Brunilda, junto a la cual dormía con una espada en medio. Wagner compuso óperas con este tema.

Este relato le fue ofrecido a Burden por su esposa antes de que él partiera para Londres. Burden a veces pensaba que su esposa lo sabía todo; bueno, todo lo de ese tipo. Esto, lejos de ofenderle, provocaba su admiración y le resultaba muy útil. Era mejor que el diccionario de Wexford y, le decía a ella, mucho más atractivo.

– ¿Cómo crees que lo hacían? Me refiero a lo de la espada. No les molestaría mucho si la dejaban plana. Podían subir la sábana y taparla y apenas notarían que estaba allí.

– Creo -dijo Jenny con seriedad- que debían de dejarla con el filo hacia arriba, y la empuñadura apoyada en el cabezal de la cama. Espero que sólo escribieran acerca de ello, no que lo hicieran en verdad.

Barry Vine conducía. Era de esos a los que les gusta conducir, a cuyas esposas nunca dejan conducir, que conducirán distancias enormes y terribles y parecerán disfrutar. Barry le había dicho una vez a Burden que había conducido hasta su casa desde el oeste de Irlanda con una sola mano y sin frenar salvo el tramo del ferry hasta Fishguard. Esta vez sólo tenía que conducir ciento veintinueve kilómetros.

– ¿Conoce esa expresión, señor, «besar a la hija del artillero»?

– No, no la conozco.

Burden empezaba a sentirse un ignorante. ¿Iba el sargento detective Vine a contarle más aventuras de todos esos personajes wagnerianos que parecían pasar de las sagas noruegas a las óperas alemanas y volver a las primeras?

– Es una frase que significa algo completamente diferente, pero no puedo recordar qué.

– ¿Sale en alguna ópera?

– Que yo sepa, no -respondió Barry.

La casa del padre de Daisy se encontraba cerca del campo de fútbol del Arsenal, una pequeña casa victoriana de ladrillo gris en una calle de casas adosadas. No había limitación de aparcamiento y Vine pudo dejar el coche junto al bordillo en Nineveh Road.

– Mañana a esta hora habrá luz -dijo Barry, palpando en busca del picaporte de la verja-. Esta noche hay que adelantar los relojes.

– Hay que adelantarlos, ¿no? Nunca recuerdo cuándo hay que adelantarlos y cuándo hay que atrasarlos.