– Lo busqué en un diccionario. -Gunner Jones era evidente que se había aprendido la definición de memoria hacía mucho tiempo-: «Uno que se comporta como un bárbaro, persona ruda, incivilizada o ignorante». Así es como ella solía llamarme, «el godo», o simplemente «godo». Solía utilizarlo como nombre de pila. Quiero decir, yo tenía esas iniciales: G. G. Ella no era corriente, no, si no me habría llamado Caballo. «¿Qué saqueará hoy el godo?», preguntaba, y «¿Has estado intentando derribar las puertas de la ciudad otra vez, godo?».
»Se propuso romper el matrimonio; en una ocasión me dijo realmente cómo me veía: como alguien que daría un hijo a Naomi y una vez hecho eso mi utilidad había terminado. Sólo un semental, eso era yo. Un godo estupendo. Una vez tuve la caradura de quejarme, dije que estaba harto de vivir allí, queríamos un sitio propio, y lo único que dijo ella fue: "¿Por qué no te vas y buscas algo en otra parte, godo? Puedes volver dentro de veinte años y contarnos cómo te va".
»Así que me fui pero no regresé. Solía leer los anuncios de sus libros en los periódicos, los que decían: "Sabia e ingeniosa, la compasión combinada con la comprensión de un estadista, humanidad y una profunda empatía por los humildes y los oprimidos…". Dios mío, pero me hacían reír. Quería escribir al periódico y decir no la conocen, lo han entendido todo mal. Bueno, me he desahogado y quizá les he dado alguna idea de por qué ni una manada entera de caballos salvajes me habrían arrastrado a ponerme en contacto con la hija de Davina Flory y la nieta de Davina Flory.
Burden se sentía un poco mareado por toda aquella exposición. Era como si un monstruo destructor hecho de odio y amargo resentimiento se hubiera revolcado por la pequeña habitación, aplastándoles a él y a Barry Vine; tenían que recuperarse gradualmente. Gunner Jones mostraba la expresión de un hombre que ha experimentado una catarsis, se ha liberado y está satisfecho consigo mismo.
– ¿Otra coca-cola dietética?
Vine negó con la cabeza.
– Es hora de tomar una copita. -Jones se sirvió unos generosos dos dedos de whisky en el tercer vaso. Estaba escribiendo algo en el dorso de un sobre que había sacado de detrás del reloj de la repisa de la chimenea-. Tengan. La dirección del lugar donde me alojé en el Dart y el nombre de las personas del pub de al lado, el Rainbow Trout. -De pronto se había puesto de muy buen humor-. Ellos me proporcionarán una coartada. Comprueben todo lo que quieran, por favor.
»No me importa admitir algo abiertamente, caballeros. Habría matado con gusto a Davina Flory si hubiera pensado que podía hacerlo y quedar impune. Pero eso es lo difícil, ¿no? Quedar impune. Y estoy hablando de hace dieciocho años. El tiempo lo cura todo, o eso dicen, y ya no soy el joven y alocado tarambana de entonces, no soy el godo que era en la época en que pensé una o dos veces en retorcerle el cuello a Davina y al diablo los quince años a la sombra.
Podrías haberme engañado, pensó Burden, pero no dijo nada. Se preguntaba si Gunner Jones era el hombre estúpido que Davina Flory creía que era, o si era muy, muy listo. Se preguntaba si estaba actuando o si todo aquello era real, y no sabía responderse. ¿Qué habría hecho Daisy con aquel hombre si le hubiera conocido?
– En realidad, aunque me llame Gunner, no sé manejar un arma. Jamás he disparado nada, ni siquiera una escopeta de aire comprimido. Me pregunto si incluso sabría llegar hasta ese lugar, Tancred House, en la actualidad, y no lo sé, sinceramente no lo sé. Supongo que habrán crecido más árboles y otros habrán caído. Había allí unos tipos, a los que Davina llamaba la «ayuda», supongo que eso le parecía un poquito más democrático que «criados», que vivían en un cottage; se llamaban Triffid, Griffith o algo así. Tenían un hijo, una especie de retrasado mental, pobre tipo. ¿Qué ha sido de ellos? Supongo que aquel lugar irá a parar a mi hija. Qué suerte, ¿en? No creo que se le hayan secado los ojos de tanto llorar. ¿Se parece a mí?
– En absoluto -respondió Burden, aunque para entonces había visto a Daisy al volver Gunner Jones la cabeza, cierta elevación en la comisura de la boca, los ojos almendrados.
– Mejor para ella, ¿eh, amigo mío? No sé qué hay detrás de esa cara inexpresiva que tiene usted. Si han terminado, como es sábado noche, les invito a una cariñosa despedida en mi pub de siempre. -Abrió la puerta de la calle y les acompañó fuera-. Si están pensando en si escaparé de la policía, en vigilarme, dejaré mi vehículo donde está aparcado, allí fuera, y tomaré lo que los viejos llaman el «coche de San Fernando, la mitad a pie y la otra mitad andando». -Como si ellos fueran agentes de tráfico, añadió-: Me desagradaría darles la satisfacción de pillarme sobrepasando el límite de velocidad, como seguro que estoy haciendo ahora.
– ¿Quiere que conduzca yo, sargento? -se ofreció Burden cuando estaban en el coche, sabiendo que su oferta sería rechazada.
– No, gracias, señor, me gusta conducir.
Vine puso el coche en marcha.
– ¿Este coche lleva alguna luz para leer mapas, Barry?
– Debajo del estante del salpicadero. Se estira con un nose-qué flexible.
Allí era imposible girar. Barry hizo circular el coche unos cien metros por la calle, giró en la entrada a la calle lateral y se volvió por donde habían venido. El lugar le era demasiado desconocido, un misterio, para intentar el experimento de volver al cruce por una salida que estaba al otro lado del bloque.
Gunner Jones cruzó por el paso de peatones delante de ellos. No había nadie más a pie y su coche era el único. Jones levantó la mano con gesto imperioso para que se detuvieran pero no miró el coche ni dio otra muestra de saber quiénes eran el conductor y el pasajero.
– Un hombre extraño -comentó Barry.
– Hay algo muy curioso, Barry. -Burden iluminaba con la luz de leer mapas el sobre que Gunner Jones les había dado y en el que estaba escrita la dirección. Pero era el otro lado, el lado ya usado y con el sello, lo que estaba mirando-. Me he fijado en él cuando he mirado por primera vez la repisa de la chimenea. Va dirigido a él, aquí, a Nineveh Road, al señor G. G. Jones, nada de particular en ello. Pero la letra es muy distintiva, la vi en una agenda de escritorio y la reconocería en cualquier sitio. Es la letra de Joanne Garland.
19
Ahora a las seis todavía había luz del día. Nada podía haber hecho que pareciera más la primavera, las puestas de sol tardías, los atardeceres cada vez más largos. Menos agradable, según el subjefe de policía, sir James Freeborn, era la cantidad de tiempo que hacía que el equipo de Wexford se hallaba acuartelado en Tancred House sin resultados. ¡Y las facturas que presentaban! ¡El coste! ¿Protección diurna y nocturna de la señorita Davina Jones? ¿Cuánto iba a costar? La chica no debería estar allí. Él jamás había oído nada semejante, una chica de dieciocho años insistiendo imperiosamente en permanecer sola en aquel enorme lugar.
Wexford salió de los establos poco antes de las seis. El sol todavía brillaba y el frío no impregnaba el aire de la tarde. Oyó un ruido al frente que podía haber sido causado por una fuerte lluvia, pero no podía estar lloviendo aquel día sin nubes. En cuanto salió a la parte delantera de la casa vio que la fuente estaba funcionando.
Hasta entonces apenas se había dado cuenta de que se trataba de una fuente. El agua brotaba en surtidor de una cañería que salía de algún sitio entre las piernas de Apolo y el tronco del árbol. Caía en cascada atravesando los rayos del sol y formaba un arco iris. En las pequeñas olas los peces hacían cabriolas. La fuente en pleno funcionamiento transformaba el lugar de manera que la casa ya no tenía un aspecto austero, ni el patio parecía desnudo ni la laguna estancada. El silencio a veces opresivo había dado paso a un delicado y musical sonido de salpicadura.
Hizo sonar la campanilla. ¿De quién era el coche que estaba en el sendero, detrás de él? Un coche deportivo con aspecto de ser incómodo, en modo alguno un MG nuevo. Daisy abrió y le dejó entrar. Su apariencia había experimentado otra variación y volvía a mostrarse femenina. De negro, por supuesto, pero un negro ceñido favorecedor, con falda y no pantalones, zapatos y no botas, el pelo suelto por detrás y los lados recogidos, como una chica eduardiana.