– De acuerdo, ahora ya lo sé. Ha sido una sorpresa. He abierto el cajón donde guardo papel y sobres y es lo primero que he visto. Estaba sobre un paquete de papel para imprimir. Sé que no debería haberlo tocado, pero ha sido instintivo.
– ¿Podemos sentarnos, señor Gabbitas?
Gabbitas alzó la mirada y asintió con furia. Eran los gestos de un hombre que se impacientaba por la intrascendencia de la pregunta en momentos como aquellos.
– Es el arma con la que les mataron, ¿no?
– Puede que sí, puede que no -respondió Burden-. Eso hay que verificarlo.
– Les he telefoneado en cuanto lo he encontrado.
– En cuanto lo ha sacado de donde lo ha encontrado, sí. Eso debe de haber sido a las cinco y cincuenta. ¿Cuándo miró por última vez en ese cajón antes de las cinco y cincuenta?
– Ayer -respondió Gabbitas tras cierta vacilación-. Ayer por la noche. Hacia las nueve. Iba a escribir una carta. A mis padres, que viven en Norfolk.
– ¿Y el arma no estaba allí?
– ¡Claro que no! -De pronto la voz de Gabbitas adoptó un tono de exasperación-. Me habría puesto en contacto con ustedes entonces. No había nada en el cajón más que lo de siempre: papel, papel de cartas, sobres, tarjetas, cosas así. La cuestión es que el arma no estaba allí ¿Pueden entenderlo? Yo nunca la había visto antes.
– Está bien, señor Gabbitas. Yo de usted procuraría calmarme. ¿Escribió realmente a sus padres?
Gabbitas contestó con impaciencia:
– He enviado la carta desde Pomfret esta mañana. He pasado el día talando un sicómoro muerto del centro de Pomfret y me han ayudado dos muchachos que realizan trabajo comunitario. Hemos terminado a las cuatro y media y he llegado aquí hacia las cinco.
– ¿Y cincuenta minutos más tarde ha abierto el cajón porque tenía intención de escribir otra carta? Al parecer es un corresponsal entusiasta.
Pero Gabbitas replicó a Burden con furia mal contenida:
– Oiga, no tenía por qué decirles nada de esto. Podía haberla tirado a la basura y nadie se habría enterado. No tiene nada que ver conmigo, simplemente la he encontrado, la he encontrado en ese cajón donde otra persona ha debido de ponerla. Yo he abierto el cajón para sacar un papel en el que escribir una factura por el trabajo que hoy he hecho. Para el departamento de medio ambiente del consejo municipal. Trabajo así. Tengo que hacerlo. No puedo pasarme semana tras semana sin hacer nada. Necesito dinero.
– Está bien, señor Gabbitas -dijo Wexford-. Pero ha sido una lástima que manipulara el arma. Supongo que lo ha hecho con las manos desnudas. Sí. Llamaré a Archbold para que venga y se ocupe de ello. Será mas prudente que ninguna otra persona no autorizada lo toque.
Gabbitas estaba sentado, inclinado hacia delante, con los codos apoyados en los brazos del sillón, la expresión agresiva y malhumorada. Era la expresión de alguien a quien han negado su deseo de que la autoridad le agradeciera sus servicios. Wexford consideró que había dos maneras posibles de tomárselo. Una era que Gabbitas era culpable, quizá sólo de poseer esa arma, pero culpable de eso y ahora tenía miedo de conservarla. La otra era que simplemente no comprendía la gravedad del asunto o comprendía lo que significaba, si el revólver que había sobre el taburete era en verdad el arma asesina. Efectuó su llamada, y preguntó a Gabbitas:
– ¿Ha estado fuera todo el día?
– Ya se lo he dicho. Y puedo darle los nombres de docenas de testigos que lo confirmarán.
– Es una pena que no pueda darnos el nombre de uno que corrobore dónde se encontraba usted el 11 de marzo. -Wexford suspiró-. Está bien. Supongo que no hay señales de que hayan forzado la entrada. ¿Quién más tiene llave de esta casa?
– Nadie, que yo sepa. -Gabbitas vaciló, y rápidamente corrigió lo que había dicho-. Bueno, cuando me trasladé aquí no cambié la cerradura. Los Griffin tal vez todavía tengan alguna llave. No es mi casa. No me pertenece. Supongo que la señorita Flory o el señor Copeland tenían una. -Al parecer, más nombres iban acudiendo a su mente-. Los Harrison tuvieron una llave entre la marcha de los Griffin y mi llegada. No sé lo que ocurrió con ella. Cuando salgo de casa nunca dejo de cerrar con llave, en eso tengo cuidado.
– No se preocupe, señor Gabbitas -dijo Burden con sequedad-. No parece importar mucho.
Perdiste una cuerda y has encontrado un arma, reflexionó Wexford cuando se halló solo con Gabbitas. En voz alta dijo:
– Supongo que la situación es la misma con el cobertizo de la maquinaria. Mucha gente tiene llave.
– La puerta no tiene cerradura.
– No hay más que hablar, pues. Usted vino aquí en mayo, ¿verdad señor Gabbitas?
– A principios de mayo, sí.
– Sin duda tiene una cuenta bancaria.
Gabbitas le dijo dónde, lo dijo sin vacilar.
– ¿Y cuando llegó aquí transfirió inmediatamente su cuenta a la sucursal de Kingsmarkham? Sí. ¿Eso fue antes o después del asesinato del agente de policía? ¿Lo recuerda? ¿Fue antes o después de que asesinaran al detective sargento Martin en esa sucursal bancaria?
– Fue antes.
A Wexford le dio la impresión de que Gabbitas parecía inquieto, pero estaba acostumbrado a que su imaginación le indicara cosas así.
– El arma que acaba de encontrar fue casi con toda seguridad el arma utilizada en aquel asesinato. -Observó el rostro de Gabbitas, no vio nada en él más que una especie de vacía receptividad-. Del público que estaba en el banco aquella mañana, 13 de mayo, no todos acudieron a la policía para prestar declaración. Algunos se marcharon antes de que llegara la policía. Uno se llevó el arma.
– Yo no sé nada de esto. No estaba en el banco aquel preciso día.
– ¿Pero ya había venido a Tancred?
– Llegué el cuatro de mayo -dijo Gabbitas hoscamente.
Wexford hizo una pausa; luego, preguntó con neutralidad:
– ¿Le gusta la señorita Davina Jones, señor Gabbitas? ¿Daisy Jones?
El cambio de tema pilló a Gabbitas desprevenido. Estalló:
– ¿Qué tiene eso que ver con el tema?
– Usted es joven y aparentemente sin compromiso. Ella también es joven y guapa. Es encantadora. Como consecuencia de lo que ha sucedido, ella posee unos bienes considerables.
– Ella no es más que alguien para quien trabajo. De acuerdo, es atractiva, cualquier hombre la encontraría atractiva. Pero no es más que alguien para quien trabajo, en lo que a mí se refiere. Y quizá no trabajaré mucho más tiempo para ella.
– ¿Deja este trabajo?
– No es una cuestión de dejar el trabajo. No estoy empleado aquí, ¿lo recuerda? Se lo dije. Trabajo por mi cuenta. ¿Quieren saber más cosas? Les diré algo: la próxima vez que encuentre un arma no se lo diré a la policía, la arrojaré al río.
– Yo de usted no lo haría, señor Gabbitas -dijo Wexford con suavidad.
En la sección de reseñas del Sunday Times había un artículo de un distinguido crítico literario sobre material que había recopilado para una biografía de Davina Flory. La mayor parte consistía en correspondencia. Wexford le echó un vistazo y después se puso a leer con creciente interés.
Muchas de las cartas habían estado en posesión de la sobrina de Menton, ya muerta. Eran de Davina a su hermana, la madre de la sobrina, e indicaban que el primer matrimonio de Davina, con Desmond Cathcart Flory, nunca se había consumado. Se citaban largos párrafos, ejemplos de infelicidad y amarga decepción, todo ello escrito con el inconfundible estilo de Davina que alternaba la sencillez y lo barroco. El autor del artículo especulaba, basando su argumento en pruebas aparecidas en cartas posteriores, sobre quién podría haber sido el padre de Naomi Flory.
Esto explicaba algo sobre lo que Wexford se había preguntado. Aunque Desmond y Davina se habían casado en 1935, la única hija de Davina no nació hasta diez años más tarde. Recordó, dolorosamente, aquella horrible escena en el Cheriton Forest Hotel cuando Casey había afirmado en voz alta que Davina todavía era virgen ocho años después de estar casada. Con un suspiro, terminó el artículo y pasó a la doble página en la que aparecía el Banquete Literario del periódico celebrado en Grosvenor House el lunes anterior. Wexford lo miró sólo con la esperanza de ver una fotografía de Amyas Ireland, quien había asistido al banquete el año anterior y era probablemente que también lo hubiera hecho ese año.