Wexford había empezado a preguntarse si servía de algo permanecer tan cerca de la escena de los crímenes. El día siguiente haría cuatro semanas de lo que los periódicos llamaban «la matanza de Tancred» y el ayudante del jefe de policía le había citado para tener una entrevista con él. Wexford tenía que ir a su casa. Parecería una cita social, una copa de jerez en algún momento, pero el propósito de todo ello era, estaba seguro, quejarse de la falta de progresos realizados y el coste de todo aquello. Se sugeriría, o más probablemente se daría la orden, de que regresaran a Kingsmarkham, a la comisaría de policía. Volverían a preguntarle cómo podía seguir justificando la protección nocturna de Daisy. ¿Cómo podría justificar él ante sí mismo prescindir de esa protección?
Telefoneó a casa para preguntar a Dora si había habido señales de Shelia, recibió una preocupada negativa y salió a la lluvia. El lugar tenía un aspecto lúgubre con aquel tiempo. Era curioso que la lluvia y la grisura cambiaran la presencia de Tancred House, de tal manera que parecía un edificio de uno de esos siniestros grabados Victorianos, austero, incluso severo, con las ventanas como ojos apagados y sus muros descoloridos con manchas de agua.
Los bosques habían perdido su color azul y se habían vuelto grises como las piedras bajo un cielo espumoso. Bib Mew salió de la parte de atrás, montada en su bicicleta. Vestía como un hombre, caminaba como un hombre, se la habría calificado sin vacilar de masculina de lejos o de cerca. Al pasar al lado de Wexford, fingió no verle, girando la cabeza torpemente y mirando hacia el cielo, examinando el fenómeno de la lluvia.
Wexford recordó su minusvalía. Sin embargo, vivía sola. ¿Cómo debía de ser su vida? ¿Cómo había sido? Había estado casada. Eso le pareció grotesco. Montaba en su bicicleta como los hombres, empujaba fuerte los pedales y se alejó por el sendero principal. Era evidente que seguía evitando el camino secundario y la proximidad del árbol del ahorcado, y esto le produjo un pequeño escalofrío interno.
La mañana siguiente llegaron los constructores. Su furgoneta estaba en las losas junto a la fuente antes de que Wexford llegara. No se llamaban constructores, sino «Creadores de interiores» y eran de Brighton. Wexford repasó con atención sus notas sobre el caso, que ya formaban una gruesa carpeta. Gerry Hinde las tenía todas en un pequeño disco, más pequeño que el antiguo disco single, pero inútil para Wexford. Veía que el caso se le escapaba de las manos ahora que había transcurrido tanto tiempo.
Quedaban algunas incógnitas. ¿Dónde estaba Joanne Garland? ¿Estaba viva o muerta? ¿Qué relación tenía con los asesinos? ¿Cómo se marcharon de Tancred los asesinos? ¿Quién puso el arma en la casa de Gabbitas? ¿O se trataba de algún truco del propio Gabbitas?
Wexford volvió a leer la declaración de Daisy. Puso la cinta de la declaración de Daisy. Sabía que tendría que volver a hablar con ella, pues aquí las cosas irreconciliables eran más evidentes. Debía intentar explicarle cómo era posible que Harvey Copeland hubiera subido aquellas escaleras y sin embargo le dispararon como si aún estuviera al pie de ellas y de cara a la puerta de la calle; explicar el largo tiempo -un largo tiempo medido en segundos- entre que abandonó el comedor y recibió los disparos.
¿Podría también explicar algo que él sabía que Freeborn se burlaría de ello si oía que se planteaba el tema? Si la gata Queenie normalmente, en verdad parecía que invariablemente, galopaba por los pisos de arriba a las seis de la tarde, siempre a las seis, ¿por qué Davina Flory creyó que el ruido que se oía arriba era Queenie cuando lo oyó a las ocho? ¿Y por qué el asesino se había asustado hasta el punto de marcharse al oír los ruidos de arriba, que de hecho no los producía nada más amenazador que un gato?
Había otra pregunta que formular, aunque él estaba casi seguro de que el tiempo habría enturbiado su recuerdo exacto igual que el trauma había empezado a hacer inmediatamente después del suceso.
Reconoció el coche aparcado sobre las losas, lo más lejos de «Creadores de interiores» de Brighton que era posible sin aparcar en el césped, como el de Joyce Virson. Probablemente estaba en lo cierto al pensar que Daisy recibiría con agrado la posibilidad de descansar de la señora Virson, quizás una excusa para deshacerse de ella. Wexford llamó y Brenda abrió.
En el comedor habían colgado una sábana. Desde atrás llegaban sonidos apagados, no golpes ni ruidos de rascar, sino suaves y flujos de agua. Acompañando a éstos se oía el invariable sine qua non de los constructores, pero a bajo volumen, el destilar indiferente de música pop. No se la oía en la sala de la mañana ni en el serré, donde estaban sentadas no dos sino tres personas: Daisy, Joyce Virson y su hijo.
Nicholas Virson se tomaba tiempo libre siempre que le venía en gana, pensó Wexford, que saludó con un austero «Buenos días». Trabajara en lo que trabajase, ¿tan mal iba el negocio en esta época de recesión que importaba muy poco si él acudía o no?
Estaban hablando cuando Brenda le hizo entrar y Wexford imaginó que su conversación había sido acalorada. Daisy tenía aspecto decidido y estaba un poco sonrojada. La expresión de la señora Virson era más malhumorada que de costumbre y Nicholas parecía enojado, como si hubiera visto frustrado algún intento. ¿Estaban allí para almorzar? Wexford no se había dado cuenta de que eran más de las doce.
Daisy se levantó cuando él entró, abrazando cerca de sí el gato que había estado en su regazo. Su pelaje era casi del mismo tono que el azul de los ajustados vaqueros que ella llevaba; también vestía una cazadora. La cazadora estaba bordada y entre las puntadas de colores había una multitud de claros dorados y plateados. Debajo de la cazadora llevaba una camiseta a cuadros negros y azules y el cinturón era de metal, plateado y dorado con tachones de cristal perlado y transparente. Era inevitable tener la sensación de que quería demostrar algo. Había que enseñar a aquella gente la Daisy real, lo que ella quería ser, un espíritu libre, incluso un espíritu escandaloso, vistiendo como le complaciera y haciendo lo que quisiera. El contraste entre lo que llevaba ella y la ropa de Joyce Virson -aun teniendo en cuenta la gran diferencia de edad- era tan notable que resultaba absurdo. Joyce Virson llevaba un uniforme de suegra, un vestido de lana de color vino con chaqueta a juego, alrededor del cuello un romboide en una correa, de moda en los años sesenta, sus únicos anillos su gran anillo de prometida de diamantes y su aro de tortuga de plata de cinco centímetros de largo, su caparazón tachonado de piedras de colores, que parecía que le subía por la mano desde la primera articulación del dedo hacia los nudillos.
Para no utilizar la palabra «intrusión», Wexford se disculpó por molestarles. No tenía intención de irse y volver más tarde, e indicó que estaba seguro de que eso no era lo que Daisy esperaba. La señora Virson respondió por ella.
– Ahora que está aquí, señor Wexford, quizá se pondrá de nuestro lado. Sé lo que opina usted de que Daisy esté aquí sola. Bueno, no está sola, viene una chica para protegerla, aunque ¿qué podrían hacer en caso de emergencia? Lo siento, pero realmente no puedo imaginarlo. Y, con franqueza, ya que pago contribuciones, me sabe bastante mal que nuestro dinero se gaste en este tipo de cosas.
Nicholas dijo inesperadamente:
– Ya no pagamos contribuciones, madre, pagamos el poll tax.
– Todo es lo mismo. Todo va igual. Hemos venido aquí esta mañana para pedirle a Daisy que vuelva a vivir con nosotros. Oh, no es la primera vez, como usted sabe tan bien como yo. Pero hemos pensado que valía la pena volver a intentarlo, en particular dado que las circunstancias han cambiado en cuanto a bueno, a Nicholas y Daisy.