»Se iban todos de vacaciones. Realmente me preocupaba, no sabía qué más podía hacer. No podía quitarme de la cabeza la imagen del viejo Harvey… bueno, violándola. Era una tontería, lo sé, porque supongo que no podría hacerlo y de todos modos, ellos no eran de esa clase.
Wexford no tenía una idea clara de a qué clase se refería pero no interrumpió. Toda la vergüenza y reticencia iniciales de Joanne Garland habían desaparecido mientras contaba entusiasmada su historia.
– Estaban a punto de regresar cuando me tropecé con ese chico, Nicholas… ¿Virson, se llama? Yo sabía que era una especie de novio de Daisy, lo más parecido que había tenido a un novio, y pensé decírselo. Lo tenía en la punta de la lengua pero él es tan tonto y pomposo que me imaginé que se pondría colorado y se defendería fanfarroneando. Así que no se lo dije. Se lo conté a Gunner. Le escribí una carta.
»Al fin y al cabo, es su padre. Creí que incluso el maldito Gunner haría algo. Pero estaba equivocada. No podía importarle menos. Tuve que confiar en Daisy, bueno, en su sensatez. Y no era una niña, realmente, tenía diecisiete años. Pero ese Gunner… ¿qué clase de maldito padre es?
Siete armerías en las páginas amarillas de Kingsmarkham, cinco en Stowerton, tres sólo en Pomfret, otras doce en los alrededores.
– Es asombroso que nos quede fauna -dijo Karen Malahyde-. ¿Qué estamos buscando exactamente?
– Alguien que hubiera dado trabajo a Ken Harrison a tiempo parcial y le hubiera enseñado a cambiar el cañón de una pistola y le prestara las herramientas.
– Está usted de broma, ¿verdad, señor?
– Me temo que sí -respondió Burden.
24
Fred Harrison le pasó en su taxi cuando conducía hacia la verja principal. De camino a recoger a Joanne Garland, y a dar el pésame a Daisy, pensó mientras devolvía el saludo al hombre. ¿Pésame? Sí, ¿por qué no? Era asombroso qué abusos soportaba el amor. Sólo había que ver las esposas e hijos maltratados. Ella probablemente había mantenido el antiguo temor reverente lleno de admiración hacia su abuela, moderado como estaba por un afecto real, y en cuanto a Harvey, nunca le había gustado. Respecto a su madre, estas personas como Naomi Jones, excéntricas en su irrealidad, su suave pasividad satisfecha, a menudo eran adorables.
Lo que Wexford sabía, y Joanne Garland probablemente no, eran las revelaciones de las cartas citadas en el artículo del Sunday Times. El primer matrimonio no consumado con Desmond Flory. Aquellos años de vida «como hermanos», la imposibilidad en aquella época y aquel ambiente de buscar ayuda. Los mejores años de su vida sexual, en estimación de cualquiera, de los veintitrés a los treinta y tres desperdiciados, perdidos, quizá jamás compensados adecuadamente más adelante. Y hacia el final de la guerra, en aquellos días últimos antes de que mataran a Desmond Flory, tuvo lugar el encuentro con un amante, el hombre que sería el padre de Naomi.
La insólita energía de aquellos años que había entregado a la plantación de aquellos bosques. Era interesante especular sobre si los bosques existirían ahora si Flory no hubiera sido impotente con su esposa. Wexford se preguntaba si la avidez sexual de Davina Flory no era debida a diez años de frustración, si siempre habían permanecido en su pasado aquellos años, vacíos. Ella sabía que ocurriera lo que ocurriere en el futuro, nunca podrían ser llenados, la brecha jamás se cerraría.
Ella había querido evitar algo así a Daisy. Era una visión caritativa. A Wexford se le ocurrían tantas otras consecuencias desastrosas de un enlace entre Daisy y el esposo de su abuela, que la visión caritativa se presentaba como era: una excusa vacía. Ella debería saber que no era así, se dijo para sus adentros. El buen gusto y la decencia común deberían haberle enseñado que no estaba bien, esto y algo de lo que ella se ufanaba tanto: la conducta civilizada.
¿Quién había sido el amante? ¿Quién era este hombre que, como el príncipe de la historia, había cabalgado para libertar a la mujer en el bosque dormido? Algún compañero escritor, supuso, o un académico. No era difícil imaginarse a Davina en el papel de lady Chatterley y al padre de Naomi como un criado de la finca.
La lluvia había cesado. El bosque estaba húmedo y neblinoso pero cuando Wexford salió del camino forestal y se encaminaba hacia Kingsmarkham, había salido el sol. El atardecer era apacible y cálido, con todas aquellas nubes dibujadas como densas masas onduladas en el horizonte. El coche salpicó al pasar por un charco que quedaba en el camino de su garaje. Encontró a Dora al teléfono y alimentó esperanzas, pero ella le despidió con un rápido gesto con la cabeza. Sólo se trataba del padre de Neil, que le preguntaba si quería que la llevara en su coche.
– ¿Y yo qué? ¿Por qué no iba yo a querer que me llevaran?
– Suponía que tú no ibas. La gente da por supuesto, querido, que en general no asistes a ninguna fiesta.
– Claro que voy a ir a la fiesta de inauguración de la casa de mi hija.
Era irrazonable perder los estribos por esto. Wexford era lo bastante psicólogo para saber que si estaba alterado era debido a la culpabilidad. Culpabilidad porque no hacía a Sylvia el caso que merecía, la quería por rutina, la ponía en segundo lugar después de su hermana, tenía que obligarse a pensar en ella porque iba camino de olvidar su existencia. Subió al piso de arriba y se cambió. Tenía intención de ponerse una chaqueta deportiva y pantalones de pana, pero los rechazó en favor de su mejor traje, en realidad, su único buen traje.
¿Por qué se preocupaba tanto por aquella estúpida muchacha, aquella Sheila ridículamente afectada y teatral? Utilizar estos terribles adjetivos referidos a ella, aun para sí mismo, estuvo a punto de hacerle lamentarse en voz alta. Solo en el vestíbulo, tomó el teléfono y marcó el número de ella. Sólo por si acaso. Cuando sonó más de tres veces y la voz grabada no se había oído, sintió renacer la esperanza. Pero no respondió nadie. Lo dejó sonar veinte veces y colgó.
Dora le dijo:
– Eres muy listo. -Y añadió-: No hará ninguna tontería, lo sabes.
– Ni siquiera había pensado en ello -dijo, aunque sí lo había hecho.
La casa que Sylvia y su esposo se habían comprado se hallaba en el otro extremo de Myfleet, a unos veinte kilómetros. Había sido una rectoría en los tiempos en que a la Iglesia de Inglaterra no le importaba ceder una mansión húmeda, fría y con diez dormitorios por quinientas libras al año. Sylvia y Neil lo habían querido, sentían el desdén de finales del siglo veinte hacia todo lo suburbano y no habían parado hasta que pudieron permitirse abandonar su casa adosada de cinco dormitorios. Estas ansias por una «auténtica casa» era una de las pocas cosas en que estaban de acuerdo, como habían observado Wexford y Dora en una reciente discusión. Pero ninguna pareja incompatible habría podido tener más ganas de seguir juntos que estos dos, acumulando cada vez más posesiones, ingeniándoselas para depender cada vez más de los servicios y el apoyo del otro.
Sylvia, ahora que tenía su título de la Universidad a Distancia tenía un trabajo bastante bueno en el departamento de Educación del condado. A ella parecía gustarle poner impedimentos en su propio camino, así que tenía que confiar en la presencia de Neil y en sus promesas, de la misma manera que él aceptaba más diversiones y más viajes al extranjero para poder confiar en los de ella. Pero comprar esta casa, a dieciséis kilómetros de donde ella trabajaba y en la dirección opuesta al colegio de su nieto, a Wexford le parecía que era ir demasiado lejos. Hizo esta observación a Dora mientras conducía con atención por los sinuosos caminos que llevaban a Myfleet.
– La vida ya es de por sí lo bastante dura para convertirla en una carrera de obstáculos.
– Sí. ¿Se te ha ocurrido que Sheila podría estar ahí esta noche? Está invitada.