Palam, clam, cum, ex y e,
Sine, tenus, pro y prae,
Añade super, subter, sub e in,
Cuando estado, no movimiento, es lo que significan
Era asombroso recordar aquello después de tantos años…, pensó.
Dora entró con una mujer tras ella. Era Sheila.
Ella le miró y él la miró y dijo:
– Qué maravilloso verte.
Ella se acercó a él y le rodeó el cuello con los brazos.
– Estoy en casa de Sylvia. Confundí la fecha de la fiesta y llegué ayer. Pero vaya, ¡qué casa tan fabulosa! ¿Y qué les ha entrado, dejar por fin la periferia? Me encanta, pero de mala gana he pensado salir y venir a haceros una visita.
A las diez. Era propio de ella.
– ¿Estás bien? -le preguntó él.
– No. No estoy bien. Estoy destrozada. Pero estaré bien.
Él veía la prueba del libro de Casey sobre uno de los cojines del sofá. El nombre de Casey no estaba impreso en letras de dos centímetros y medio como podría estar en un ejemplar acabado, pero estaba lo bastante claro para que se viera. El látigo, por Augustme Casey, prueba no corregida, precio probable en el Reino Unido, L14,95.
– Dije un montón de cosas horribles. ¿Quieres que hablemos de ello?
El estremecimiento involuntario de Wexford hizo reír a Sheila.
– Papá, lamento todas las cosas que dije.
– Yo dije cosas peores y lo siento.
– Tienes un libro de Gus. -En sus ojos había una expresión que recordaba la adoración que él había odiado ver, la devoción servil y hechizada-. ¿Te ha gustado?
¿Qué importaba aquello entonces? Aquel hombre se había ido. Mintió para mostrarse amable.
– Sí, está muy bien. Muy bien.
– No, no entendí ni una palabra -admitió Sheila.
Dora estalló en carcajadas.
– Por el amor de Dios, vamos a tomar una copa.
– Si toma una copa tendrá que quedarse a pasar la noche -dijo Wexford el policía.
Sheila se quedó a desayunar, y después volvió a la Antigua Rectoría. Hacía rato que Wexford tenía que haberse ido a trabajar, pero quería hablar con la señora Macsamphire antes de irse. Por alguna razón, que no comprendía del todo, quería hablar con ella desde allí, no desde los establos ni de su propio teléfono del coche.
Igual que las diez de la noche era lo más tarde que se podía telefonear a nadie, lo más pronto eran las nueve de la mañana. Esperó hasta que Sheila se hubo ido, marcó el número y respondió una mujer joven con un fuerte acento escocés diciendo que Ishbel Macsamphire se encontraba en el jardín y que ya le llamaría ella. Wexford no lo aceptó. La mujer podría ser de esas personas que escatimaban cada penique gastado en una llamada de larga distancia, que tal vez tuviera que escatimar cada penique.
– ¿Le importaría preguntarle si podría hablar conmigo un momento ahora?
Mientras esperaba, ocurrió algo extraño. Recordó con claridad quién compartía su apellido con una armería de Nevada, quién se llamaba Coram de apellido.
26
Tardó todo el día porque no pudo empezar hasta media tarde. Todo el día y media noche, porque cuando era medianoche en Kingsmarkham, todavía eran las cuatro de la tarde en el lejano Oeste de los Estados Unidos.
El día siguiente, después de cuatro horas de sueño y suficientes llamadas telefónicas transatlánticas como para provocarle una apoplejía a Freeborn, conducía por la B 2428 hacia la puerta principal de Tancred. La noche había sido muy fría y había dejado una capa plateada en el muro y los postes de la verja y una escarcha blanquecina que brillaba tenuemente y delineaba las jóvenes hojas y los tallos que aún no tenían hojas. Pero la escarcha ya había desaparecido, derretida bajo el fuerte sol primaveral, el sol alto y deslumbrante de un cielo azul brillante. Muy parecido a Nevada.
Cada día los árboles eran más verdes. Un resplandor de verde se convirtió en una neblina, la neblina en un velo, el velo en una profunda capa brillante. Todo el cansancio del invierno estaba siendo cubierto por el verde, la suciedad y el daño producidos quedaban ocultos a medida que la vegetación iba creciendo. Un triste cuadro oscuro, una litografía gris, iba viendo llenar sus espacios gradualmente con un pincel cargado de suave verde cromo. El bosque que quedaba a su derecha y el que quedaba a su izquierda ya no eran masas oscuras sino una variedad de verdes que el viento agitaba, levantando ramas y columpiándolas permitiendo la entrada de la luz.
Había un coche aparcado junto a la verja. No un coche, una furgoneta. Wexford pudo imaginarse la figura de un hombre, que parecía estar atando algo al palo de la verja. Se acercaron despacio. Donaldson detuvo el coche y bajó para abrir la verja, parándose para examinar el ramo de azules, verdes y violetas, del que se componía el último ofrecimiento.
El hombre había regresado a su furgoneta. Wexford bajó del coche y se acercó a él, pasando necesariamente por detrás para hablar con el ocupante del asiento del conductor. Este lugar le permitió ver un ramo de flores pintado en el costado de la furgoneta.
El conductor era joven, no tendría más de treinta años. Bajó la ventanilla.
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Soy el inspector jefe Wexford. ¿Puedo preguntarle si todas las flores que se han dejado en la verja las ha traído usted?
– Que yo sepa, sí. Es posible que otras personas hayan traído tributos florales, pero yo no lo sé.
– ¿Es usted admirador de los libros de Davina Flory?
– Mi esposa lo es. Yo no tengo tiempo para leer.
Wexford se preguntó cuántas veces había oído antes esas dos afirmaciones. En particular en el campo, un cierto tipo de hombre consideraba masculino efectuar estas renuncias. Consideraban que eran cosas de mujeres. Leer, en especial novelas, era para las mujeres.
– ¿Así que todos estos tributos proceden de su esposa?
– ¿Eh? ¿Está de broma? Son mi campaña de publicidad. Mi esposa escribió los fragmentos para incluir en las tarjetas. Parecía un buen lugar. Con tanto ir y venir. Estimula su apetito y cuando estén realmente intrigados, diles dónde pueden encargar flores similares. ¿Correcto? Ahora, si me disculpa, tengo una cita en el crematorio.
Wexford leyó la etiqueta que llevaba este ramo en forma de abanico de linos, asters, violetas y nomeolvides, un diseño como la cola de un pavo real. Esta vez no llevaba ninguna cita poética, ningún verso de Shakespeare, sino: Anther Florets, Primera planta, Kingsbrook Centre, Kingsmarkham, y un número de teléfono.
Burden, cuando Wexford se lo contó, dijo:
– Una publicidad un poco cara, ¿no? ¿Y crees que servirá de algo?
– Ya lo ha hecho, Mike. Vi a Donaldson anotando a escondidas la dirección. Y sin duda tú recuerdas a todas las personas que han deseado poder conseguir flores como ésas. Hinde, por ejemplo. Tú mismo lo dijiste. Las querías para tu aniversario de boda o algo así. Se acabaron mis especulaciones sentimentales.
– Había llegado a imaginar que se trataba de algún anciano, amante de Davina en el lejano pasado. Podría incluso ser el padre de Naomi. -Dijo a Karen, quien caminaba a su lado con una carpeta en la mano-. Todo esto lo podemos empaquetar hoy; listos para trasladarnos. El señor Graham Pagett puede recuperar su tecnología con el mayor de los agradecimientos del Departamento de Investigación Criminal de Kingsmarkham. Oh, y una educada y amable carta agradeciéndole su contribución a la lucha contra el crimen.
– Has encontrado la respuesta -dijo Burden. Fue una afirmación, no una pregunta.
– Sí. Por fin.
Burden le miró con fijeza.
– ¿Vas a contármelo?
– Hace una mañana espléndida. Me gustaría ir a alguna parte, al sol. Barry puede llevarnos en el coche. Iremos por el bosque, a algún sitio… y lo haremos lejos del árbol del ahorcado. Me pone la piel de gallina.