La bicicleta estaba apoyada en la pared de la casa.
Dentro estaban los de «Creadores de interiores», restaurando el comedor. Su furgoneta estaba aparcada cerca de la ventana que Pemberton había roto. Ese día la fuente no funcionaba. En la diáfana agua los peces de cabeza roja supervivientes nadaban en círculos.
Los tres policías se hallaban junto al estanque.
– La segunda vez que vine a esta casa -dijo Wexford-, vi las herramientas entre un montón de otras cosas sobre una mesa. No sabía lo que eran. Creo que incluso vi un cañón de revólver, pero ¿quién sabe cómo es un cañón de revólver si no está colocado en el arma?
Burden preguntó de pronto:
– ¿Por qué no se casó con ella?
– ¿Qué dices?
– Antes de la matanza, quiero decir. Si ella cambiaba de idea con respecto a él, se quedaría sin nada. Ella sólo tenía que decir que ya no le quería después de lo que había hecho y se habría encontrado excluido.
– Ella aún no tenía dieciocho años -dijo Wexford-. Habría necesitado el consentimiento de los padres. ¿Puedes imaginar a Davina permitiendo a Naomi que consintiera? Aparte de eso, eres un anticuado, Mike, vives en otra época. Son hijos de la actualidad y yo diría que el matrimonio ni se les ocurrió. ¿Casarse? Eso es para los viejos y los Virsons de este mundo.
»Además, una cosa así, una matanza, te afecta. Quizá comprendieron algo: que estaban marcados, que nadie haría nada por ellos, sólo se tenían el uno al otro.
Subieron hasta la casa y Wexford estaba a punto de hacer sonar la campanilla cuando vio que la puerta se hallaba ligeramente entreabierta, dejada así sin duda por «Creadores de interiores». Vaciló, y luego entró, seguido por Burden y Vine.
Se encontraban en el serré, los dos, tan concentrados en lo que hacían que por un instante no oyeron nada. Las dos cabezas oscuras estaban muy juntas. Sobre la mesa de cristal había un collar de perlas, un brazalete de oro y un par de anillos, uno un rubí rodeado de diamantes, el otro un conjunto de perlas y zafiros.
Daisy se contemplaba su propio dedo, el dedo anular de la mano izquierda en el que Tanny Hogarth quizás acababa de colocar su anillo de compromiso: un gran racimo de diamantes; diamantes por valor de mil novecientas libras.
Ella se giró en redondo. Se levantó cuando vio quién era y, con un gesto involuntario de la mano en la que llevaba el diamante, hizo caer todas las joyas al suelo.
Ruth Rendell