La señora Sutcliffe hizo un expresivo ademán de asentimiento.
—Comprendo perfectamente —dijo—. Le agradezco que haya venido a decírmelo.
—Hay algo más —continuó O'Connor—, algo importante que tengo que preguntarle. ¿Le confió su hermano alguna cosa para que usted la trajera consigo a Inglaterra?
—¿Confiarme algo a mí? —repitió la señora Sutcliffe— ¿Qué quiere decir con eso?
—¿Le dio algún… paquete? ¿Un paquetito para que lo trajera y entregara a alguien en Inglaterra?
Ella negó con un movimiento de cabeza, mostrando asombro.
—No. ¿Por qué cree usted que debería habérmelo entregado?
—Existía un paquete bastante importante que suponemos que su hermano pudo haber entregado a alguien para que lo trajera consigo a Inglaterra. Él fue a verla a su hotel aquel día. Me refiero al día en que estalló la revolución.
—Lo sé. Me dejó una nota. Pero no decía nada de particular… Era simplemente una nota avisándome para jugar ni tenis o al golf al día siguiente. Supongo que cuando la escribió no podía estar enterado de que aquel día tenía que sacar al príncipe en aeroplano del país.
—¿Era eso todo lo que decía la nota?
—Sí.
—¿La conserva, señora Sutcliffe?
—¿Que si la conservo? No, desde luego que no. Era de lo más trivial. La hice trizas y la tiré. ¿Para qué iba a conservarla?
—No había razón ninguna para que lo hiciera —repuso O'Connor—. Sólo que se me ocurrió que tal vez…
—¿Tal vez… qué? —inquirió malhumorada la señora Sutcliffe.
—Que pudiera haber algún otro mensaje encubierto en ella. Después de todo… —continuó sonriendo—, ya sabe usted que existe una cosa llamada tinta invisible.
—¡Tinta invisible! —exclamó la señora Sutcliffe con bastante desagrado—. ¿No se referirá usted a esa clase de sustancia que usan en las historias de espionaje?
—Pues, sí; me temo que es precisamente a eso a lo que me refiero —se lamentó O'Connor, como disculpándose.
—¡Qué cosa tan idiota! —afirmó la señora Sutcliffe—. Tengo la convicción de que a Bob jamás se le ocurriría usar tinta invisible ni nada por el estilo. ¿Por qué iba a hacerlo? Era una persona muy querida…, muy sensible —una lágrima resbaló de nuevo por su mejilla—. Pero ¿dónde estará mi bolso? Me hace falta un pañuelo. Quizá lo haya dejado en el otro cuarto.
—Iré a buscárselo —propuso O'Connor.
Pasó por la puerta de comunicación y se detuvo al ver a un joven en mono de mecánico que estaba inclinado sobre un maletín; se enderezó quedando de cara a él, produciéndole la impresión de haberse sobresaltado.
—Electricista —dijo el joven atropelladamente—. Las luces de este cuarto están averiadas.
O'Connor dio una vuelta al interruptor.
—A mí me parece que funcionan perfectamente —observó divertido.
—Deben haberse confundido al darme el número de la habitación —respondió el electricista.
Recogió su caja de herramientas y se escurrió con presteza por la puerta hacia él pasillo.
O'Connor frunció el ceño, cogió el bolso de la señora Sutcliffe de encima del tocador y fue a entregárselo a ella.
—Con su permiso —se excusó, y descolgó al mismo tiempo el auricular.
—Aquí la habitación 310. ¿Han mandado ustedes a un electricista hace cosa de un momento para que revisara las luces de esta suite? Sí…, sí, esperaré.
Esperó.
—¿Ah, no? Ya me imaginaba yo que no lo habían enviado. No, no ocurre nada de particular.
Colocó el receptor en su sitio y se volvió a la señora Sutcliffe.
—No le ocurre nada a ninguna de las luces de aquí —le comunicó— y de la dirección no han hecho subir electricista alguno.
—Entonces, ¿qué estaba haciendo aquí ese hombre? ¿Sería un ladrón?
—Es posible que lo fuera.
La señora Sutcliffe hizo una rápida revisión de su bolso.
—Del bolso no se han llevado nada. El dinero está todo intacto.
—¿Está usted segura, señora Sutcliffe, absolutamente segura de que su hermano no le entregó a usted nada que traerse a Inglaterra? ¿Alguna cosa para que la empaquetase entre sus bártulos?
—Estoy completamente segura —aseveró la señora Sutcliffe.
—¿O entre los de su hija? Porque usted tiene una hija, ¿no?
—Sí. Está abajo tomando el té.
—¿No podría su hermano haberle entregado alguna cosa a ella?
—No; estoy segura de que no.
—Existe otra posibilidad —consideró O'Connor—. La de haber escondido alguna cosa entre los efectos de su equipaje, cuando la estuvo esperando aquel día en su habitación.
—¿Pero por qué razón iba a hacer Bob cosa semejante? ¡Valiente absurdo!
—No tanto como usted cree. Parece existir la posibilidad de que el príncipe Alí Yusuf entregase algo a su hermano de usted, con el fin de que se lo guardara, y que su hermano creyera que se hallaría más a salvo entre sus pertenencias que si lo retuviera consigo mismo.
—Me parece muy improbable —opinó la señora Sutcliffe.
—¿Qué le parecería, si no le importa, si hiciésemos un registro?
—¿Se refiere a que registremos entre mi equipaje? ¿Que lo saquemos todo? —la señora Sutcliffe sollozó al pronunciar estas palabras.
—Comprendo —admitió O'Connor— que es una petición muy desagradable, pero podría servir de mucho. Yo podré ayudarla, ¿sabe? —indicó persuasivamente—. He hecho las maletas a mi madre con mucha frecuencia. Solía decir que me daba mucha maña.
Desplegó toda su simpatía, que era una de las virtudes que le acreditaban ante el coronel Pikeaway.
—Bueno —dijo la señora Sutcliffe, rindiéndose—. Supongo que… si usted lo dice… quiero decir, que si es verdaderamente importante…
—Podría tener una gran importancia —indicó Derek O'Connor—. Bueno, ¡manos a la obra! —exclamó, lanzándole una sonrisa. ¿Qué le parece si empezáramos?
2
Tres cuartos de hora más tarde regresó Jennifer de tomar su té. Dirigió una mirada alrededor de la habitación, quedándose con la boca abierta de asombro.
—Mamá, ¿qué has estado haciendo?
—Hemos estado deshaciendo las maletas —le explicó, malhumorada, la señora Sutcliffe—. Y ahora estamos haciéndolas otra vez. Éste es el señor O'Connor. Mi hija Jennifer.
—¿Pero por qué han estado ustedes haciendo y deshaciendo el equipaje?
—No me preguntes por qué —le replicó su madre, levantando la voz y con los ojos centelleantes—. Al parecer, existe la idea de que tu tío Bob escondió cierto objeto de importancia entre mi equipaje para que me lo trajera conmigo a Inglaterra. Supongo que a ti no te daría nada, ¿verdad, Jennifer?
—¿Que si tío Bob me dio algo para que me lo trajera? No. ¿También han estado desempaquetando mis cosas?
—Lo hemos desempaquetado todo —dijo O'Connor en tono festivo— y no hemos encontrado nada, y ahora lo estamos ordenando todo de nuevo. En mi opinión, debería usted tomar un poco de té o alguna cosa, señora Sutcliffe. ¿Me permite que le encargue algo? ¿Tal vez preferiría un brandy con soda? —se dirigió al teléfono.
—No rechazaría una buena taza de té —admitió la señora Sutcliffe.
—Yo he tomado una merienda despanzurrante —aseveró Jennifer—. Pan con mantequilla, unos emparedados, y bizcochos, y después el camarero me volvió a traer más emparedados porque le pregunté si podría traerme más, y me contestó que por supuesto. Estaba todo sumamente delicioso.
O'Connor encargó el té, tras lo cual acabó de poner en orden los efectos de la señora Sutcliffe con tal pulcritud y destreza que motivaron la involuntaria admiración de aquella.
—Parece que su madre le enseñó muy bien a hacer los equipajes —observó.