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—Oh, estoy en posesión de toda suerte de habilidades manuales —declaró O'Connor, sonriente.

Su madre había muerto hacía mucho tiempo, y la habilidad de hacer y deshacer maletas la había adquirido exclusivamente durante su servicio con el coronel Pikeaway.

—Tengo algo más que decirle, señora Sutcliffe. Le aconsejo por su bien que tenga mucho cuidado de sí misma.

—¿Que tenga cuidado de mí misma? ¿En qué sentido?

—Bueno —indicó O'Connor vagamente—. Las revoluciones son así de trapaceras. Tienen muchas ramificaciones. ¿Va a quedarse en Londres por mucho tiempo?

—Nos marchamos al campo mañana. Mi marido nos llevará.

—Entonces, todo estará perfectamente. Pero…, no corra ningún riesgo. Si sucediera algo que se apartarse en lo más mínimo, de lo corriente, llame en seguida por teléfono al 999.

—¡Oh! —exclamó Jennifer, regocijada en grado sumo—. Marque el 999. Siempre deseé hacerlo.

—No seas tonta, Jennifer —le reconvino su madre.

3

Extracto de una información aparecida en un periódico de la localidad.

Ayer compareció ante el juez en el Palacio de Justicia un individuo acusado de allanamiento de morada con intento de robo en la residencia del señor Henry Sutcliffe. El dormitorio de la señora Sutcliffe fue registrado y dejado en la más desordenada confusión, mientras la familia se hallaba en la iglesia asistiendo al servicio dominical. El personal de la cocina, que estaba preparando la comida del mediodía, no oyó nada. La Policía detuvo a dicho sujeto cuando huía de la casa. Algo, evidentemente, lo alarmó, y emprendió la fuga sin llevarse nada.

Dijo llamarse Andrew Ball, no tener domicilio fijo y, se declaró culpable. Manifestó que estaba sin trabajo y que buscaba dinero. Las joyas de la señora Sutcliffe, a excepción de algunas que llevaba puestas, se encuentran depositadas en su Banco.

—Ya te dije que mandaras reparar la cerradura de la puerta del salón —fue el comentario que hizo el señor Sutcliffe en el círculo familiar.

—Mi querido Henry —explicó la señora Sutcliffe—; no pareces darte cuenta de que he estado en el extranjero durante los tres últimos meses. Y, sea como sea, estoy segura de haber leído en alguna parte que si los ladrones se empeñan en entrar en una casa, siempre lo consiguen.

Y al echar nuevamente una ojeada al periódico local, agregó, pensativa:

—¡Con qué hermosa grandiosidad suena esto de «el personal de la cocina»! Tan diferente de como es en realidad: la vieja señora Ellis, más sorda que una tapia, y esa medio pazguata hija de los Bardwells, que viene a echar una mano los domingos por la mañana.

—Lo que no comprendo —intercaló Jennifer— es cómo descubrió la Policía que estaban robando en la casa y llegaron aquí a tiempo de atrapar al ladrón.

—Me parece extraordinario que no se llevase nada —comentó su madre.

—¿Estás completamente segura de eso, Joan? —le preguntó su marido—. Al principio estabas un poco dudosa.

La señora Sutcliffe lanzó un suspiro de exasperación.

—Es imposible asegurar nada con tanta exactitud en asuntos de esta clase. El desorden de mi dormitorio… las cosas desparramadas por todos los rincones, los cajones revueltos y volcados… Tuve que examinarlo todo antes de poder estar segura de nada… aunque ahora que lo pienso, no recuerdo haber visto mi magnífica echarpe de Jacqmar.

—Lo siento, mami. Eso fue cosa mía. Voló con el viento en el Mediterráneo. Me apropié de ella. Tuve la intención de decírtelo, pero se me olvidó.

—Jennifer, la verdad es que no sé cuántas veces te he dicho ya que no me cojas nada sin advertírmelo antes.

—¿Puedo tomar un poco más de pudding? —solicitó Jennifer, para derivar la conversación.

—Supongo que sí. La verdad es que la señora Ellis tiene una mano estupenda. Vale la pena el tener que esforzarse tanto en gritarle. Sin embargo, confío que no te encuentren muy voraz en el colegio. Recuerda que Meadowbank no es un internado corriente.

—No estoy muy segura de si en realidad tengo muchas ganas de ir a Meadowbank —confesó Jennifer—. Conozco a una chica que tenía una prima allí, y me ha dicho que es insoportable, y que se pasaban el día entero diciéndole a una cómo hay que entrar y salir de un «Rolls Royce» y cómo hay que comportarse en el supuesto de que se fuera a almorzar con la reina.

—Ya está bien, Jennifer —le amonestó la señora Sutcliffe—. No aprecias la suerte tan grandísima que tienes con que te hayan admitido en Meadowbank. La señorita Bulstrode no acepta a cualquier chica, puedo asegurártelo. Todo se ha debido a la importante posición de tu padre y a la influencia de tu tía Rosamond. Tienes una suerte extraordinaria. Y si alguna vez —agregó— se te presentara la ocasión de ir a comer con la reina, te será muy conveniente que sepas cómo tienes que comportarte.

—Oh, bueno —dijo Jennifer—. Me imagino que la reina tiene a menudo a comer con ella a gente que no saben cómo hacerlo… Jefes africanos, y jockeys y caídes.

—Los jefes africanos tienen los modales más refinados —aseveró su padre, que había vuelto recientemente de un corto viaje de negocios a Ghana.

—Y también los caídes árabes —añadió la señora Sutcliffe— tienen maneras cortesanas.

—¿Recuerdas esa fiesta a que fuimos de un jeque? —le preguntó Jennifer—. ¿Y cómo le arrancó el ojo a aquella oveja y te lo ofreció a ti, y tío Bob te dio con el codo para que no metieras la pata y te lo comieras? Me parece que si un jeque hiciera semejante cosa con un cordero asado en el palacio de Buckingham, le darían a la reina unas náuseas más que regulares, ¿no os parece?

—Basta ya, Jennifer —remató su madre, dando por terminado el tema.

4

Después que Andrew Ball, sin domicilio fijo, hubo sido sentenciado a tres meses de prisión por fractura y allanamiento de morada, Derek O'Connor, que había estado ocupando un asiento poco destacado en el Palacio de Justicia, hizo una llamada a un número del «Museo [1]».

—Absolutamente nada encima del individuo cuando le echamos el guante —informó—. Le dimos tiempo de sobra, además.

—¿Quién era? ¿Alguien que conozcamos?

—Me imagino que uno de la banda de Gecko. Uno de poca monta. Lo alquilan para esta clase de asuntos. No tiene mucha materia gris, pero dicen que es un consumado ratero.

—Y escuchó la sentencia como un cordero —al otro lado de la línea, el coronel Pikeaway hizo una mueca burlona al pronunciar esta frase.

—Sí. Es el prototipo de individuo atontado que se descarría del sendero recto y difícil. Nunca se le relaciona con delitos de altos vuelos. No sirve más que para eso, claro.

—Y no encontró nada —recapacitó el coronel Pikeaway—. Y ustedes tampoco encontraron nada. Más bien parece como si no hubiera qué encontrar, ¿no cree? Nuestra suposición de que Rawlinson colocó las piedras entre los efectos pertenecientes a su hermana parece no tener fundamento.

—A otros parece habérseles ocurrido también la misma idea.

—Es bastante obvio, en realidad… Tal vez se proponían que nos tragáramos el anzuelo.

—Pudiera ser. ¿Alguna otra posibilidad?

—A montones. Es posible que el objeto en cuestión se encuentre en Ramat. Posiblemente escondido en algún sitio del hotel Ritz Savoy. O que Rawlinson se lo entregara a alguien en su camino al campo de aviación. O a lo mejor hay algo de verdad en esa insinuación del señor Atkinson. Que una mujer desconocida le haya echado la zarpa. O puede que durante todo el tiempo la señora Sutcliffe hubiera estado ignorante de lo que llevaba y lo tirase por la borda en el mar Rojo con cualquier otra cosa inservible. Y esto último —añadió meditabundo— tal vez fuera lo mejor de todo.