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—No está mal del todo, muchacho —dijo, muy a pesar suyo, el viejo Briggs—. No está del todo mal.

Expresaba así su aprobación por la habilidad con que su nuevo ayudante ejecutaba la faena de cavar una franja de terreno. Pero no era cosa, pensó Briggs, de consentir que el joven se montara por encima de él.

—Fíjate bien —continuó—; no es preciso que lo hagas con tanta precipitación. Tómalo con más calma, eso es lo que te digo. Por sus pasos es como sale bien.

El joven se percató de que el ritmo con que llevaba su trabajo aventajaba muy favorablemente al de Briggs, si se comparaba uno con otro.

—Ahora, a lo largo de este surco —seguía diciendo Briggs—, sembraremos unas plantas de áster, que son tan vistosas. A ella no le gustan los áster… pero yo no le hago el menor caso. Las hembras tienen sus caprichos, pero si no les tienes en cuenta apuesto diez contra uno que nunca lo echan de ver. Aunque yo diría que ella es de las que lo notan todo. Como si no le bastara para calentarse los cascos con dirigir un sitio como éste.

Adam comprendió que con ese «ella», que figuraba con tanta frecuencia en la conversación de Briggs, éste se refería a la señorita Bulstrode.

—¿Y quién era ésa con la que te vi de palique hace una chispa de tiempo, cuando fuiste al cobertizo donde están los tiestos en busca de los bambúes? —continuó, suspicazmente, Briggs.

—¡Ah!, ésa era una de las señoritas, simplemente —repuso Adam.

—Ah, una de las orientales, ¿no es eso? Pues bueno, ten mucho cuidado, muchacho. No te vayas a ver en un lío por ninguna de esas orientales. Sé lo que estoy hablando, las conocí muy bien cuando la guerra del catorce, y si yo hubiera sabido entonces lo que ahora sé, habría tenido más cuidado, ¿comprendes?

—No había nada malo en ello —replicó Adam, fingiéndose molesto—. Sólo que se pasó casi todo el día conmigo; eso es lo que hizo, y me preguntó los nombres de una o dos cosas.

—¡Ah! —exclamó Briggs—. Pero tú ten cuidado. Tú no puedes andar platicando con ninguna de las señoritas. A ella no le haría gracia eso.

—Yo no hacía nada malo, ni tampoco dije ninguna cosa que no debiera.

—Yo no digo que lo hicieras, hijo. Pero lo que sí te digo es que aquí hay una buena porción de muchachitas enchiqueradas, sin un mal profesor de dibujo siquiera que las distraiga un poco… Bueno, lo mejor que puedes hacer es andarte con pies de plomo. Es todo lo que te digo. ¡Anda! Aquí llega ahora la vieja. Que me ahorquen, si no viene con una de las suyas.

La señorita Bulstrode se aproximaba con paso rápido.

—Buenos días, Briggs —saludó—. Buenos días…

—Adam, señorita.

—Ah, sí, Adam. Bueno, parece haber cavado usted este trozo muy satisfactoriamente. La tela metálica de la última pista de tenis se está viniendo abajo, Briggs. Creo que debería usted ocuparse de arreglar eso.

—Perfectamente, señora. De acuerdo. Se hará como dice.

—¿Qué está usted plantando aquí?

—Verá, señora, yo había pensado que…

—Nada de ásters —ordenó la señorita Bulstrode, sin darle tiempo para terminar—. Dalias Pom Pom. —Se alejó con presteza.

—Se presenta… da las órdenes —dijo Briggs—. Y luego no tiene un pelo de tonta. Se da cuenta en seguida si uno no ha hecho el trabajo en condiciones. Y no eches en olvido lo que te he advertido, muchacho. De orientales, y de todas las otras…

—Si es que ella va a estar buscando por donde cogerme yo sabré bien lo que hacer muy pronto —dijo Adam, huraño—. Hay trabajo de sobra por ahí.

—¡Oh! Así es como sois los jóvenes de hoy en día en todas partes. No aguantáis una palabra de nadie. Todo lo que te repito es que andes con pies de plomo.

Adam continuó haciéndose el huraño, si bien se encorvó de nuevo sobre su labor.

La señorita Bulstrode regresaba a la casa a lo largo del sendero. Iba algo ceñuda.

La señorita Vansittart venia en dirección opuesta.

—¡Qué tarde tan calurosa! —comentó esta última.

—Sí, es muy bochornosa y sofocante. —De nuevo se tornó grave su semblante—. ¿Se ha fijado en ese joven… en el nuevo jardinero?

—No; no de un modo especial.

—Me da la impresión de que es… bueno… un tipo extraño —comentó meditabunda, la señorita Bulstrode—. No es la clase de jardinero que acostumbramos ver por aquí.

—Tal vez esté recién salido de Oxford y necesite hacer un poco de dinero.

—Es bien parecido. Las chicas se fijan en él.

—El problema de costumbre.

La señorita Bulstrode sonrió.

—Combinar la libertad de las chicas con el más estricto control. ¿No es eso a lo que se refiere, Eleanor?

—Sí.

—Lo conseguimos bastante bien —aseveró la señorita Bulstrode.

—Sí, en efecto. Nunca ha habido un escándalo en Meadowbank, ¿verdad?

—Una o dos veces hemos estado a punto de tenerlo —confesó la señorita Bulstrode; se rió—. No he conocido un solo instante de aburrimiento dirigiendo el colegio —prosiguió—. ¿Ha encontrado que la vida aquí sea en algún momento aburrida, Eleanor?

—De ninguna manera —protestó la señorita Vansittart—. A mi entender el trabajo aquí es estimulante y satisfactorio en extremo. Debe sentirse muy orgullosa y feliz, Honoria, por el gran éxito que ha logrado.

—Creo que las cosas me han salido bien —declaró, reflexiva, la señorita Bulstrode—. Aunque ya se sabe que nunca sale todo exactamente igual a como se había proyectado al empezar.

Calló un momento, pensativa.

—Dígame, Eleanor —preguntó de improviso—. Si rigiera este internado en lugar de hacerlo yo, ¿qué haría usted? No le importe decir lo que piense. Me interesa oír su parecer.

—No creo que necesitara hacer cambios de ninguna clase —declaró la señorita Vansittart—. Me parece que el espíritu y la organización del colegio son punto menos que perfectos.

—¿Quiere usted decir que continuaría rigiendo con arreglo a las mismas pautas?

—Sí, naturalmente. No creo que pudieran ser susceptibles de mejora.

La señorita Bulstrode guardó silencio durante un momento. Pensaba: «A lo mejor ha dicho esto para halagarme. Nunca se llega a conocer a la gente, por muchos años de intimidad que hayamos tenido con ella. Con toda seguridad que ella no sentía sinceramente lo que estaba diciendo. Cualquiera que poseyera el más mínimo sentido creador tendría que experimentar el deseo de hacer modificaciones. Aunque también es cierto que hubiera parecido una gran falta de tacto al manifestarlo. ¡Y es tan importante tener tacto! Es esencial con los padres, con las alumnas, con el profesorado. Eleanor, ciertamente, lo posee».

Declaró en voz alta:

—Pero, así y todo, siempre tiene que haber algo susceptible de reforma, ¿no le parece? Me refiero a que hay que acoplarse a las ideas que evolucionan y a las circunstancias de la vida en general.

—¡Oh, eso sí! —convino la señorita Vansittart—. Hay que ir con los tiempos, como dicen. Pero se trata de su colegio, Honoria. Usted lo ha hecho tal cual es y sus tradiciones constituyen su esencia. Porque yo creo que la tradición es muy importante. ¿No piensa usted igual?

La señorita Bulstrode no respondió. Estaba vacilando al borde de las palabras irrevocables. El ofrecimiento de formar sociedad flotaba en el aire. La señorita Vansittart, si bien con sus refinados modales aparentaba no haberse dado por enterada, tenía que estar consciente del hecho implícito. La señorita Bulstrode no hubiera podido decir qué era lo que la retenía en realidad. ¿Por qué le desagradaba tanto comprometerse? Probablemente, admitió con pesadumbre, porque aborrecía la idea de abandonar el mando. En su fuero interno, desde luego, deseaba seguir, deseaba continuar rigiendo su colegio. Pero, con toda seguridad, no había nadie que reuniera más méritos que Eleanor para sucedería. Tan digna de confianza. Aunque por supuesto en lo que concernía a esto, así era también la querida Chaddy… digna de confianza como la que más. Y, sin embargo, era imposible imaginarse a Chaddy de rectora de un colegio tan prominente.