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«¿Qué es lo que quiero?», se interrogó la señorita Bulstrode a sí misma. «¡Qué tediosa me estoy volviendo! En realidad, la indecisión no se ha contado nunca hasta ahora entre mis defectos».

El sonido de unas campanillas del colegio vibró en la distancia.

—Mi clase de alemán —dijo la señorita Vansittart—. Tengo que entrar.

Se dirigió con paso rápido, aunque digno, hacia el edificio del colegio. Siguiéndola con un paso más tranquilo, la señorita Bulstrode por poco choca con Eileen Rich, que venía apresuradamente por un sendero lateral.

—¡Oh!, cuánto lo lamento, señorita Bulstrode. No la había visto —su cabello, como de costumbre, se escapaba de su descuidado rodete. La señorita Bulstrode reparó una vez más en las huesudas facciones de su feo rostro que le conferían aire interesante; era una extraña joven, que tenía una personalidad vehemente y avasalladora.

—¿Tiene ahora una clase? —le preguntó.

—Sí. De inglés…

—A usted le encanta enseñar, ¿no es cierto? —inquirió la señorita Bulstrode.

—Lo adoro. Es la cosa más fascinante del mundo.

—¿Por qué?

Eileen Rich se paró en seco. Deslizó una mano por su cabello. Arrugó el ceño a causa del esfuerzo mental.

—Es curioso… Creo que nunca me he detenido a pensar seriamente en ello. ¿Por qué nos gusta enseñar? ¿Es porque hace que nos sintamos ilustres e importantes? No, no obedece a una razón tan interesada. No, es más bien como ir de pesca. Una nunca sabe qué clase de pez va a coger, lo que va a rastrear del mar. ¡Es tan excitante cuando encontramos un alumno de calidad que responde! No ocurre muy a menudo, como es natural.

La señorita Bulstrode manifestó su conformidad con un movimiento de cabeza. No se equivocaba. Esta chica tenía algo.

—Confío en que llegará a dirigir un colegio algún día —le dijo.

—Oh, eso es lo que espero —confesó Eileen Rich—. Eso es lo que me gustaría más que nada en el mundo.

—Usted ya tiene algunas ideas, ¿no es cierto?, de cómo debe dirigirse un colegio.

—Todo el mundo tiene ideas, imagino —repuso Eileen Rich—. Y, si me permite decirlo, muchas de ellas son descabelladas, y de llevarlas a efecto, pudieran resultar completamente catastróficas. Eso, claro está, significaría un riesgo. Pero una tendría que ponerlas a prueba. Tendría que aprender a fuerza de experiencia. Lo malo es que no podemos guiarnos por la experiencia ajena, ¿no le parece?

—Ciertamente que no. En esta vida todos tenemos que cometer nuestros propios errores —sentenció la señorita Bulstrode.

—Eso está muy bien cuando se aplica a la vida particular de cada cual —estimó Eileen Rich—. En la vida privada podemos recuperarnos y volver a empezar —cerró con firmeza los puños de las manos que tenía colgando. La expresión de su rostro se volvió sombría. Entonces, de repente, dio rienda suelta al buen humor—. Pero si un colegio se deshace en pedazos, no se pueden recoger éstos tan fácilmente para empezar de nuevo, ¿no cree?

—Si usted dirigiera un colegio como Meadowbank —sugirió la señorita Bulstrode—. ¿Le gustaría hacer alteraciones… experimentos?

Esta pregunta pareció turbar a Eileen Rich.

—Eso es… ésa es, bueno, una cosa terriblemente difícil de decir —repuso.

—Usted quiere decir que lo haría —decidió la señorita Bulstrode—. No tenga inconveniente en decirme sin rodeos lo que piensa, hija mía.

—Me parece que siempre gusta llevar a efecto las propias ideas —contestó Eileen Rich—. No sé si daría buen resultado. Tal vez no fuera así.

—Pero usted considera que bien valdría la pena correr ese riesgo.

—Siempre existe algo por lo que merezca la pena correr un riesgo, ¿no? —expresó Eileen Rich—. Quiero decir siempre que tengamos suficiente seguridad respecto a algo.

—Usted no parece poner reparos a llevar una vida llena de peligros. Ya entiendo… —dijo la señorita Bulstrode.

—Creo que he vivido siempre una existencia peligrosa —una especie de sombra pareció pasar por el rostro de la chica—. Tengo que irme. Me estarán esperando —se marchó apresuradamente.

La señorita Bulstrode permaneció inmóvil, mirando cómo se retiraba. Todavía se hallaba allí, inmersa en sus pensamientos, cuando llegó buscándola la señorita Chadwick a toda velocidad.

—¡Oh! Por fin la encuentro. La hemos estado buscando por todas partes. El profesor Anderson acaba de llamar por teléfono. Desea saber si puede sacar a Meroe este fin de semana. Está enterado de que el hacerlo tan pronto va contra el reglamento, pero se marcha a… un sitio que se llama algo así como Azure Basin.

—Azerbaiyán —corrigió automáticamente la señorita Bulstrode, todavía ensimismada en sus propios pensamientos.

«No tiene bastante experiencia —susurró para sí misma—. Ése es el riesgo».

Y en voz alta:

—¿Qué decía, Chaddy?

La señorita Chaddy repitió su recado.

—Le encargué a la señorita Shapland que le comunicara que le volveríamos a llamar y la mandé en busca de usted.

—Dígale que me parece muy bien —resolvió la señorita Bulstrode—. Reconozco que se trata de una ocasión excepcional.

La señorita Chadwick le dirigió una mirada penetrante.

—Está preocupada, Honoria.

—Sí, lo estoy. No sé realmente cuál es mi propio estado de ánimo. Es una cosa desacostumbrada en mí, y me tiene trastornada… Discierno claramente lo que me gustaría hacer… pero tengo la sensación de que el ponerlo en manos de quien carece de la experiencia necesaria no sería proceder rectamente con el colegio.

—No sabe cuánto desearía que desistiera de esa idea de retirarse. Meadowbank la necesita. Usted pertenece al colegio.

—Meadowbank significa muchísimo para usted, ¿no es cierto, Chaddy?

—No hay otro colegio en toda Inglaterra que se le pueda comparar —aseguró la señorita Chadwick—. Las dos podemos sentirnos muy orgullosas, usted y yo, de haberlo fundado.

La señorita Bulstrode le echó un brazo por los hombros, cariñosamente.

—Efectivamente, podemos estarlo, Chaddy. Y en cuanto a usted, es el consuelo de mi vida. No hay nada referente a Meadowbank de que no esté enterada. Se preocupa por él tanto como yo. Y eso ya es decir bastante, querida.

La señorita Chadwick se sentía alentada y llena de satisfacción. Era muy poco corriente que Honoria Bulstrode quebrantara su reserva.

2

—Es sencillamente que no puedo jugar con esta birria. No sirve para nada —Jennifer arrojó la raqueta al suelo, desesperada.

—Oh, Jennifer, hay que ver lo que alborotas por nada.

—Es el balanceo —Jennifer la recogió del suelo y la agitó ligeramente con mano experta—. No se balancea como es debido.

—Es mucho mejor que la mía, tan vieja —Julia la comparó con su propia raqueta—. La mía parece una esponja. Fíjate cómo suena —punteó las cuerdas—. Pensamos haberle puesto cuerdas nuevas, pero mamá se olvidó de hacerlo.

—De todas formas, yo la preferiría a la mía —Jennifer la cogió e intentó blandir con ella.

—Pues a mí me gusta mucho más la tuya. Con ésa sí que podría dar buenos golpes. Si tú quieres, las cambiamos.

—De acuerdo; trato hecho.

Las dos muchachas despegaron las tiras de cinta adhesiva en las que estaban escritos sus nombres, y volvieron a pegarlas en las otras raquetas.

—No pienso volver a cambiar otra vez —le advirtió Julia—. Así que es inútil que luego me digas que no te convence esa vieja esponja.

3

Adam estaba silbando alegremente mientras hincaba en el suelo el cerco de tela metálica alrededor de la pista.