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La puerta del pabellón de deportes se abrió, y mademoiselle Blanche, la profesora de francés, con todo su aspecto de mosquita muerta, se asomó al exterior. Pareció sobrecogerse al ver a Adam. Titubeó un momento y volvió a entrar.

—No sé qué es lo que se traerá entre manos —se dijo Adam. No se le habría pasado por la imaginación que mademoiselle Blanche estuviera tramando algo, a no haber sido por la forma en que ésta reaccionó. Tenía un aire de culpabilidad que inmediatamente despertó sospechas en la mente de él. Enseguida volvió a aparecer, cerrando la puerta detrás de sí, y se detuvo a hablarle al pasar por donde él se hallaba.

—¡Ah! Veo que está reparando la tela metálica.

—Sí, señorita.

—Hay muy buenas pistas aquí, y la piscina y el pabellón también están muy bien. ¡Oh! Le sport! Ustedes los ingleses piensan muchísimo en le sport; ¿no es cierto?

—Pues eso parece, señorita.

—¿Juega usted al tenis? —sus ojos le lanzaron una mirada apreciativa completamente femenina, con una ligera insinuación en sus destellos. Adam se hizo cábalas respecto a ella una vez más. Se le vino a la mente que mademoiselle Blanche no era la profesora de francés más indicada para Meadowbank.

—No —repuso él, mintiendo—. No juego al tenis. No tengo tiempo para ello.

—¿Juega al cricket, entonces?

—Bueno, lo jugaba de pequeño. Igual que la mayoría de los muchachos.

—Hasta hoy no he tenido mucho tiempo para echar una ojeada a todo esto —dijo Angele Blanche—. Pero hacía un tiempo tan hermoso que se me ocurrió que tal vez me gustaría examinar el pabellón de deportes. Quiero escribirle sobre ello a unos amigos que dirigen un colegio en Francia.

Esto dio de nuevo que pensar a Adam. Le pareció una serie de explicaciones completamente innecesarias. Casi parecía como si mademoiselle Blanche desease justificar su presencia en el pabellón de deportes. Pero ¿por qué tenía que hacerlo? Ella estaba en su perfecto derecho de andar por cualquier parte del colegio que se le antojara. Ciertamente no tenía necesidad alguna de presentar excusas a un ayudante del jardinero. Esto hizo surgir nuevas incógnitas en su mente. ¿Qué sería lo que esta joven había estado haciendo en el pabellón de deportes?

Contempló, meditativo, a mademoiselle Blanche. Quizá no estuviera mal informarse un poco más acerca de ella. Cambió de táctica de una manera sutil y deliberada. Siguió respetuoso, pero no tanto como antes. Él dejó que sus ojos le hicieran saber a ella que la consideraba una joven muy atractiva.

—A veces debe encontrar un poco aburrido el trabajar en un colegio de chicas, señorita —le dijo.

—No me divierte gran cosa, no.

—De todas formas —prosiguió Adam— supongo que dispone de tiempo libre, ¿no es así?

Tuvo lugar una pequeña pausa. Parecía como si estuviera debatiendo algo consigo misma. Entonces Adam, notó con cierto pesar que la distancia entre ambos se había ensanchado.

—Oh, sí —repuso—. Dispongo de una razonable parte de tiempo libre. Las condiciones de trabajo aquí son excelentes —le saludó ligeramente con la cabeza—: Buenos días —se marchó en dirección del edificio del colegio.

«Tú has estado tramando algo en el pabellón de deportes», imaginó Adam.

Esperó hasta que ella se perdió de vista. Entonces abandonó su trabajo, cruzó hacia el pabellón de deportes e inspeccionó su interior. Pero nada de lo que pudo ver allí se hallaba fuera de su sitio correspondiente. «De todos modos», dijo para sus adentros: «ella estaba maquinando algo». Al salir de nuevo, se encontró de una manera inesperada frente a Ann Shapland.

—¿Sabe dónde está la señorita Bulstrode? —le preguntó ella.

—Me parece que ha vuelto a la casa, señorita. Hace un segundo estaba hablando con Briggs.

Ann le miró, ceñuda.

—¿Qué está usted haciendo en el pabellón de deportes?

Adam se quedó un poco sobrecogido. «Qué mentalidad tan desagradablemente suspicaz tiene esta individua», pensó. Con un tono de voz ligeramente insolente le dijo:

—Pensé que tal vez me interesaba echar un vistazo. No hay ningún mal en mirar, me parece a mí.

—¿No sería mejor que continuara usted con su trabajo?

—En este momento estoy acabando de colocar la tela metálica alrededor de la pista de tenis —se volvió, mirando al edificio del pabellón, situado a su espalda—. Esto es nuevo, ¿verdad? Debe haber costado un dineral. Las señoritas tienen aquí lo mejor de todo.

—Por eso lo pagan —le replicó Ann secamente.

—Y por lo que he oído decir a peso de oro —comentó Adam.

Sintió el deseo, que él mismo apenas podía comprender, de herir o molestar a esta chica. Era siempre tan fría, y daba tal impresión de su propia suficiencia… Verdaderamente disfrutaría viéndola enojada.

Pero Ann no le concedió tal satisfacción. Se limitó a ordenarle:

—Creo que lo mejor será que siga poniendo la tela metálica —y se dirigió de vuelta a casa. A mitad de camino, aflojó el paso y miró hacia atrás. Adam estaba ocupado con la tela metálica. Le dirigió una mirada a él, y otra al pabellón de deportes y pareció quedarse muy intrigada…

Capítulo VIII

Asesinato

1

El sargento Green estaba bostezando en su servicio nocturno en la Comisaría de Policía de Hurst St. Cyprian en el momento en que sonó el teléfono. Descolgó el auricular, y un instante después sus modales habían cambiado por completo. Empezó a garabatear rápidamente en una hoja.

—¿Diga? ¿Meadowbank? Sí… ¿Y el nombre? Deletréelo por favor. «S» de Suiza, «P» de Polonia, «R» de Rusia, «I» de Italia, Springer. Sí, sí, por favor encárguese de que no se altere nada. «N» de Noruega, «G» de Grecia, «E» de Egipto y «R» de Rumanía. Les mandaré a alguien muy en breve.

Rápida y metódicamente se ocupó después de poner en movimiento los diversos procedimientos judiciales indicados.

—¿Meadowbank? —inquirió el inspector detective Kelsey cuando se enteró de la noticia—. Ése es el colegio de chicas, ¿no? ¿A quién han asesinado?

—Al parecer se trata de la señorita Springer, la instructora de deportes —informó el sargento Green.

—«Muerte de una instructora de deportes» —profirió pensativo Kelsey—. Suena a título de novela detectivesca en un quiosco de estación ferroviaria.

—¿Quién, en su opinión, podría haberla despachado? —preguntó el sargento—. Parece poco natural.

—También las instructoras de deportes tienen derecho a la vida amorosa —observó el inspector detective Kelsey—. ¿Dónde dicen haber encontrado el cadáver?

—En el pabellón de deportes. Me imagino que es una forma más elegante de designar el gimnasio.

—Puede que sea así —admitió Kelsey—. «Muerte de una instructora de deportes en el gimnasio». Suena a crimen atlético en sumo grado, ¿no le parece? ¿Dijo usted que la mataron de un disparo?

—Sí.

—¿Se encontró la pistola?

—No.

—Interesante —comentó el inspector detective Kelsey, y tras haber reunido al resto de sus hombres, se marchó para cumplir con sus obligaciones.

2

La puerta principal de Meadowbank, por la que salía la luz a raudales, estaba abierta, y fue allí donde la señorita Bulstrode recibió personalmente al inspector Kelsey. Éste la conocía de vista, igual que la mayoría del vecindario. Incluso en estos momentos de confusión e incertidumbre la señorita Bulstrode seguía siendo eminentemente la misma de siempre, encontrándose en pleno dominio de la situación y de sus personas subordinadas.

—Soy el inspector detective Kelsey, señora —dijo el inspector, tras el saludo.