La señorita Johnson lanzó una mirada a la señorita Bulstrode y la volvió a desviar.
—Pues sinceramente, yo no pensé que fuera nada de particular. Quiero decir… que… pues que… en realidad, lo que quiero decir es que no podía imaginarme…
La señorita Bulstrode interrumpió:
—Me imagino que a la señorita Johnson le asaltó la idea de que una de nuestras alumnas pudiera haber ido allí para acudir a una cita con alguien —apuntó—. ¿No es así, Bárbara?
La señorita Johnson contestó entrecortadamente:
—Pues, la idea se me vino a la cabeza de momento. Tal vez, una de nuestras alumnas italianas… Las chicas extranjeras son mucho más precoces que las inglesas.
—No sea tan insular —reconvino la señorita Bulstrode—. Hemos tenido una gran cantidad de chicas inglesas que han tratado de concertar entrevistas inconvenientes, fue un pensamiento muy natural el que se le ocurrió a usted, y probablemente el mismo que a mí se me hubiera ocurrido.
—Continúe —rogó el inspector Kelsey.
—De modo que pensé que lo mejor —prosiguió la señorita Johnson— sería ir a buscar a la señorita Chadwick y decirle que saliera conmigo para ver qué es lo que pasaba.
—¿Por qué la señorita Chadwick? —interpeló Kelsey—. ¿Tiene alguna razón particular para elegir precisamente a esa profesora?
—Pues la verdad, no quería preocupar a la señorita Bulstrode —explicó la señorita Johnson—. Y me temo que es más bien un hábito en nosotras el recurrir siempre a la señorita Chadwick en todos los casos en que no queremos molestar a la señorita Bulstrode. Verá usted, la señorita Chadwick hace muchísimo tiempo que está aquí y tiene una gran experiencia.
—Sea como sea —insistió Kelsey—, usted fue a despertar a la señorita Chadwick. ¿No fue así?
—Sí. Ella estuvo de acuerdo conmigo en que deberíamos ir allí inmediatamente. No perdimos tiempo en vestirnos ni en nada; sólo nos pusimos un jersey y un chaquetón y salimos por la puerta lateral. Y fue entonces, al salir fuera, cuando oímos una detonación, en el pabellón de deportes. Cometimos la gran torpeza de no llevarnos una linterna, y nos fue difícil distinguir por dónde íbamos. Tropezamos una o dos veces, pero conseguimos llegar allí rápidamente. La puerta estaba abierta. Encendimos la luz y…
Kelsey interrumpió:
—¿No había entonces luz alguna cuando llegaron allí? ¿No había una linterna u otra clase de luz?
—No. Aquello estaba a oscuras. Encendimos la luz y allí nos la encontramos muerta. Estaba…
—Está bien —dijo el inspector Kelsey amablemente—. No tiene necesidad de describir nada. Iré allí ahora y lo veré todo por mí mismo. ¿No se encontraron a nadie por el camino?
—No.
—¿Ni oyeron los pasos de alguien que huyera?
—No. No oímos nada.
—¿No fue oído el disparo por ninguna otra persona en el edificio del colegio? —preguntó Kelsey, mirando a la señorita Bulstrode.
Ésta hizo un ademán negativo.
—No. No, que yo sepa. Nadie ha manifestado haberlo oído. El pabellón de deportes está bastante alejado y dudo mucho que pudiera percibirse la detonación.
—¿Ni siquiera desde uno de los cuartos situados en el ala del edificio que mira hacia el pabellón de deportes?
—Lo veo difícil, a menos que se hubiera estado advertido de antemano para escuchar tal cosa. Tengo la convicción de que no sonaría lo suficientemente fuerte como para poder despertar a nadie.
—Bueno, gracias —expresó el inspector Kelsey—. Ahora iré al pabellón de deportes.
—Yo le acompañaré —decidió la señorita Bulstrode.
—¿No le importa que vaya también yo? —solicitó la señorita Johnson—. Me gustaría, si me lo permiten. Soy del parecer de que no está bien desentenderse de las cosas, ¿no creen? Siempre fui de la opinión de que hay que hacer frente a todo lo que sé pretende y…
—Gracias —cumplimentó el inspector Kelsey—, pero no hay necesidad de ello, señorita Johnson. No sería yo quien la expusiera a un nuevo ataque de nervios.
—¡Qué espantoso! —se lamentó la señorita Johnson—. Y lo que empeora todavía la situación es que reconozco que no me era nada simpática. El hecho es que incluso ayer mismo por la noche tuvimos una discusión en la sala de profesoras. Yo sostenía que el exceso de ejercicios gimnásticos era perjudicial para las chicas… las más débiles. La señorita Springer replicó que eso eran pamplinas; que éstas eran precisamente las que más lo necesitaban; que las tonificaba y hacía de ellas mujeres nuevas. Yo le respondí que en realidad ella no lo sabía todo aunque creyera que sí. Al fin y al cabo, yo he tenido una educación profesional y entiendo muchísimo más de padecimientos y enfermedades de lo que entienda la señorita Springer… o entendiera, aunque no me cabe duda de que la señorita Springer estaba impuestísima sobre todo lo que se refiere a las paralelas, al salto del potro y entrenamiento de tenis. Pero ¡válgame Dios!, ahora que pienso en lo ocurrido preferiría no haber dicho nada de lo que he dicho. Me imagino que una siempre, se encuentra de este ánimo después de haber ocurrido algún suceso tan horroroso. De veras, me lo reproché a mí misma.
—Vamos, siéntese ahí, querida —indicó la señorita Bulstrode acomodándola en el sofá—. Lo único que tiene que hacer es descansar, y hacer caso omiso de cualquier discusión sin importancia que pueda haber tenido. La vida sería muy monótona si todos estuviéramos de acuerdo unos con otros en todos los aspectos.
La señorita Johnson se sentó, sacudiendo la cabeza y después dio un bostezo. La señorita Bulstrode siguió a Kelsey hasta el vestíbulo.
—Le suministré una buena cantidad de brandy —confesó, excusándose—. La ha convertido en un poco más locuaz, pero no se trabó. ¿No se ha dado cuenta?
—Sí —convino Kelsey—, ha dado una clara información de lo sucedido.
La señorita Bulstrode le mostró el camino hacia la puerta lateral.
—¿Fue por aquí por donde salieron la señorita Johnson y la señorita Chadwick?
—Sí. Como usted puede ver, el camino atraviesa esos rododendros y sigue en línea recta hasta llegar al pabellón de deportes.
El inspector llevaba una potente linterna. Acompañado de la señorita Bulstrode llegó muy pronto al edificio donde ahora resplandecían las luces.
—Bonito chozo —dijo, tras haberle echado un detenido vistazo.
—Nos costó nuestros buenos peniques —explicó la señorita Bulstrode—, pero podemos permitírnoslo —añadió en tono sereno.
La puerta abierta daba acceso a una sala de amplias proporciones. Había taquillas de vestuario con los nombres de diversas chicas en ellos. Al fondo de la habitación había un estante para colocar las raquetas de tenis y otro para las de lacrosse. La puerta de la izquierda conducía a las duchas y casetas para cambiarse de ropas. Kelsey se detuvo antes de entrar. Dos de sus hombres habían estado atareados. Un fotógrafo acababa de terminar con su cometido, y otro hombre, que estaba examinando las huellas digitales, alzó la vista y dijo:
—Puede pisar el suelo y cruzar allí sin cuidado. Por este extremo no hemos terminado todavía.
Kelsey avanzó donde el forense estaba arrodillado junto al cadáver. El médico alzó la mirada al aproximarse el inspector.
—Le dispararon desde una distancia de poco más de dos pasos —dictaminó—. La bala le penetró en el corazón. La muerte debió ser sin duda alguna instantánea.
—¿Cuánto tiempo hará?
—Digamos una hora poco más o menos.
—Sí.
Kelsey hizo un ademán de asentimiento. Se aproximó dando un rodeo hacia la señorita Chadwick para contemplar su alta figura; estaba apoyada contra un muro igual que un perro guardián, con expresión de espanto en su rostro. Tendría unos cincuenta y cinco años, calculó; su frente era despejada, y las líneas de su boca denotaban tenacidad; su pelo gris lo tenía descuidado y no se notaba en ella el menor indicio de histerismo. La clase de mujer, pensó, con la que podía contar en un momento de crisis, aun cuando pasase inadvertida en cualquier otra ocasión de la vida diaria.