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—¿La señorita Chadwick? —le preguntó.

—Sí.

—¿Fue usted quien salió con la señorita Johnson; y descubrió el cadáver?

—Sí. Estaba exactamente igual que ahora. Estaba muerta.

—¿Y a qué hora sería eso?

—Eché una mirada a mi reloj cuando me despertó la señorita Johnson. Señalaba la una menos diez.

Kelsey asintió. Eso concordaba con la hora que la señorita Johnson le había dicho. Contempló meditabundo a la víctima. Su pelo era corto y de un llameante matiz rojizo. Tenía la cara llena de pecas, con un mentón prominente y firme, y su figura aparecía atlética y enjuta. Tenía puesta una falda de lana escocesa y un grueso jersey de un color oscuro. Calzaba unos zapatos de deportes y no llevaba medias.

—¿Hay algún indicio del arma? —preguntó Kelsey.

Uno de sus hombres meneó la cabeza.

—Ninguno en absoluto, señor.

—¿Han dado con la linterna?

—Hay una en aquel rincón.

—¿Tiene marcadas algunas huellas?

—Sí, las de la víctima.

—Así que fue ella quien la trajo —musitó Kelsey, pensativo—. Vino aquí con una linterna… ¿Por qué? —formuló esta pregunta en parte a sí mismo, en parte a sus hombres, y en parte a las señoritas Bulstrode y Chadwick. Finalmente pareció concentrarse en esta última—. ¿Tiene alguna idea?

La señorita Chadwick negó con la cabeza.

—Ni la más remota. Me imagino que se habría dejado alguna cosa… olvidada aquí esta tarde o esta noche… y volvería para recogerla, pero eso resulta poco convincente a medianoche.

—Debió haber sido algo de importancia cuando lo hizo —imaginó Kelsey.

Dirigió una mirada a su alrededor. Nada parecía haber sido alterado, a excepción del estante donde se colocaban las raquetas, situado al fondo que daba la impresión de que hubieran dado un tirón violento de él. Algunas de las raquetas estaban tiradas por el suelo.

—Claro está —opinó la señorita Chadwick— que podría haber visto una luz aquí, igual que más tarde la vio la señorita Johnson y saliera para investigar de qué se trataba. Esa explicación es la que parece más verosímil.

—Creo que está usted en lo cierto —convino Kelsey—. Sólo hay un pequeño detalle. ¿Hubiera venido ella sola?

—Sí —repuso la señorita Chadwick sin dudarlo un solo momento.

—La señorita Johnson —le recordó Kelsey— fue a despertarla a usted.

—Ya lo sé —admitió la señorita Chadwick—, y eso es lo que yo hubiera hecho de haber visto la luz. Habría despertado a la señorita Bulstrode o a la señorita Vansittart o a alguien. Pero la señorita Springer no lo habría hecho. Hubiera confiado en sí misma; incluso hubiera preferido habérselas con un intruso sin ayuda de nadie.

—Otro detalle —recordó el inspector—. Usted salió con la señorita Johnson por la puerta lateral. ¿No tenía esa puerta la llave echada?

—No, no la tenía.

—¿No es de pensar que la dejara abierta la señorita Springer?

—Esa parece ser la conclusión natural —decidió la señorita Chadwick.

—Así es que damos por sentado —reanudó Kelsey— que la señorita Springer reparó en una luz que había en el gimnasio… pabellón de deportes o como quiera que ustedes lo llamen; que se encaminó aquí y que quienquiera que estuviese dentro disparó contra ella —se volvió hacia la señorita Bulstrode que se hallaba inmóvil en el portal—. ¿Le parece que estoy en lo cierto? —le pregunto.

—No del todo —contestó la señorita Bulstrode—. Convengo en la primera parte. Digamos que la señorita Springer vio que había luz aquí y que saliera para hacer sus pesquisas sin ayuda de nadie. Eso tiene todos los visos de probabilidad. Pero que la persona a quien ella sorprendiera aquí le disparase, eso me parece de todo punto desacertado. Si hubiera habido aquí alguien que no tenía motivo alguno para estar en este lugar, sería más verosímil que la persona o personas en cuestión hubieran huido o tratado de huir. ¿Qué explicación tiene que viniera alguien a este lugar a tal hora de la noche con una pistola? ¡Es ridículo! Aquí no hay nada que mereciera la pena robarse, y, ni mucho menos, nada por lo que valiera la pena cometer un asesinato.

—¿Considera más probable que la señorita Springer turbara una cita de cualquier clase?

—Ésa es la explicación natural y la más probable —coligió la señorita Bulstrode—. Pero no explica el motivo del asesinato, ¿no le parece? Las chicas de mi colegio no llevan pistolas encima y tampoco parece lo más probable que ningún joven con quien pudieran entrevistarse tuviera consigo una pistola.

Kelsey convino en ello.

—En el peor de los casos una navaja —opinó—. Existe una alternativa —prosiguió—. La de que la señorita Springer viniera aquí a verse con un hombre…

La señorita Chadwick rió entre dientes sin poderlo remediar.

—¡Oh, no! —disintió—. La señorita Springer, no.

—No quiero indicar que se tratase de una cita amorosa necesariamente —advirtió el inspector con seguridad—. Lo que sugiero es que el crimen fue deliberado, que alguien trató de asesinar a la señorita Springer, que se las valieron para entrevistarse aquí con ella y que la mataron de un disparo.

Capítulo IX

Un gato en el palomar

1

Carta de Jennifer a su madre.

«Querida mamá:

»Anoche tuvimos un asesinato. La víctima fue la señorita Springer, la instructora de gimnasia. Ocurrió a medianoche, y vino la Policía y esta mañana están friendo a preguntas a todo el mundo.

»La señorita Chadwick nos recomendó que no le contáramos a nadie nada de esto, pero a mí me pareció que te gustaría enterarte.

»Con todo mi cariño,

Jennifer».

2

Meadowbank era una institución de suficiente importancia como para merecer la atención personal del comisario de Policía. Durante el espacio de tiempo que los procedimientos rutinarios de investigación seguían su curso, la señorita Bulstrode no había permanecido inactiva. Telefoneó a un magnate de la Prensa y al secretario del Ministerio del Interior, ambos amigos personales suyos. Como resultado de estas maniobras, muy poca cosa apareció en los periódicos con relación al suceso. Una instructora de deportes había aparecido muerta en el gimnasio del colegio. Había muerto a consecuencia de un disparo, pero aun no se había esclarecido si se trataba o no de un accidente. La mayoría de las informaciones del suceso contenían implícito un carácter poco menos que de excusa, como si el que una instructora de gimnasia muriera en tales circunstancias fuera una completa falta de tacto por parte de ella.

Ann Shapland tuvo un día muy atareado tomando notas de cartas para escribir a los padres. La señorita Bulstrode no perdió el tiempo en recomendar a sus alumnas que mantuvieran silencio respecto al suceso. Sabía que ello equivaldría a predicar en el desierto. Era cosa segura que escribirían dando informaciones más o menos espeluznantes a sus inquietos padres o tutores. Determinó redactar su propia relación equilibrada y razonable de la tragedia para que la recibieran ellos al mismo tiempo.

Aquel mismo día por la tarde se hallaba sentada en cónclave con el señor Stone, comisario de Policía, y el inspector Kelsey. La Policía estaba perfectamente de acuerdo en que la Prensa restara al asunto la mayor importancia posible. Eso les permitiría seguir las pesquisas tranquilamente y sin interferencias.