—Lo lamento muchísimo, señorita Bulstrode —le dijo el comisario—. Lo lamento muy de veras. Me imagino que esto es… bueno… una cosa muy desagradable para usted.
—Un asesinato es un mal asunto para cualquier colegio, sí —dijo la señorita Bulstrode—. Sin embargo, considero que no conduce a nada el detenerse ahora a reflexionar sobre ello. Lo sortearemos, sin duda, como hemos sorteado otros temporales. Lo que espero es que el asunto quede esclarecido rápidamente.
—No veo por qué no ha de serlo, ¿eh? —replicó Stone, echando una mirada a Kelsey.
—Nos servirá de gran ayuda averiguar su pasado —respondió éste.
—¿Lo considera usted francamente así? —preguntó secamente la señorita Bulstrode.
—Es muy posible que alguien tuviera alguna deuda que saldar con ella —sugirió Kelsey.
La señorita Bulstrode no replicó.
—¿Usted infiere que el motivo del crimen tiene alguna conexión con este lugar? —inquirió el comisario.
—El inspector Kelsey lo cree así en realidad —dijo la señorita Bulstrode—. A mi juicio, está solamente tratando de salvar mis sentimientos.
—Yo creo que efectivamente tiene relación con Meadowbank —confesó pausadamente el inspector—. Después de todo, la señorita Springer tenía sus horas libres, al igual que todos los otros miembros del profesorado. Podía haber convenido una entrevista con quien fuera si hubiera querido hacerlo, en cualquier lugar de su elección. ¿Por qué escogió este gimnasio y a medianoche?
—¿No tiene usted ningún inconveniente en que se realice una investigación en todas las dependencias del colegio, señorita Bulstrode? —requirió el comisario.
—Absolutamente ninguno. Me imagino que ustedes intentan encontrar la pistola o revólver, o lo que sea.
—Sí. Se trata de una pequeña pistola de fabricación extranjera.
—Extranjera —repitió la señorita Bulstrode, perpleja.
—¿Está usted enterada si entre sus profesoras o sus alumnas hay alguna que posea una pistola de fabricación extranjera?
—Que yo sepa, indudablemente que no —contestó la señorita Bulstrode—. Tengo la más absoluta certeza de que ninguna de las alumnas la tiene. Cuando llegan, se les examina el equipaje y una cosa semejante no se nos habría podido pasar inadvertida, y hubiera dado pábulo a considerables comentarios. Pero, por favor, le aseguro, inspector Kelsey, obre como le plazca a este respecto. Tengo entendido que sus hombres han estado hoy rebuscando por todos los terrenos del colegio.
—Sí —afirmó el inspector movimiento la cabeza y prosiguió—. También desearía entrevistarme con los restantes miembros de su profesorado. Una u otra de entre ellas puede haber oído algún comentario hecho por la señorita Springer que pudiera proporcionarnos una pista. O puede que hayan advertido algún detalle singular en su modo de comportarse, —hizo una pausa, tras lo cual continuó—: Esto podría aplicarse igualmente a sus alumnas.
La señorita Bulstrode dijo:
—Yo tenía la intención de dirigir unas breves palabras a las chicas esta tarde, después de las oraciones. Pensaba decirles que si alguna de ellas tiene conocimiento de algo que pudiera estar relacionado con la muerte de la señorita Springer, debería presentárseme y hacérmelo saber.
—Una idea muy sensata —estimuló el comisario.
—Pero deben ustedes tener en cuenta esto —agregó la señorita Bulstrode—: es muy posible que alguna de las chicas experimente el deseo de darse importancia exagerando algún incidente, o incluso inventándolo. Las chicas hacen cosas muy extrañas, pero presumo que ustedes estarán ya habituados a tratar con esa clase de exhibiciones.
—Ya he tropezado con eso —afirmó el inspector Kelsey—. Ahora, por favor, deme una lista de su personal, incluyendo los sirvientes.
3
—He registrado todas las taquillas del pabellón, señor.
—¿Y no ha encontrado usted nada? —preguntó Kelsey.
—No, señor, nada de importancia. Cosas chocantes en algunas de ellas, pero nada de lo que a nosotros nos interesa.
—No estaba ninguna cerrada con llave, ¿verdad?
—No, señor, pero pueden cerrarse. Tenían puestas las llaves, pero ninguna estaba cerrada.
Kelsey paseó una mirada circular por el suelo desnudo, absorto en sus pensamientos. Las raquetas de tenis y lacrosse estaban otra vez cuidadosamente colocadas en sus estantes.
—Bueno —dijo—, voy ahora a la casa para cambiar unas palabras con el personal.
—¿Cree usted que haya sido obra de alguien del colegio, señor?
—Pudiera ser —repuso Kelsey—. Nadie tiene una coartada excepto esas dos profesoras, las señoritas Johnson y Chadwick, y Jane, la niña que tenía dolor de oídos. En teoría, todas las restantes se hallaban en la cama, durmiendo ya, pero no hay nadie que pueda atestiguarlo. Todas las chicas tienen habitaciones individuales, y asimismo las profesoras. Cualquiera de ellas, incluyendo a la misma señorita Bulstrode, podría haberla seguido hasta aquí. Entonces, después de matarla de un tiro, quienquiera que fuese pudo escabullirse tranquilamente de vuelta a la casa a través de los matorrales hasta la puerta lateral, y encontrarse muy bonitamente en la cama cuando se dio la señal de alarma. Es el motivo lo que es difícil de averiguar. Sí —repitió Kelsey—, es el motivo. A menos que esté ocurriendo aquí algo de lo que nosotros no tengamos conocimiento alguno, no parece que exista ningún motivo.
Salió del pabellón y se encaminó a la casa, andando lentamente; Aunque ya habían pasado las horas de trabajo, el viejo Briggs, el jardinero, que estaba atareado trabajando en un cuadro de jardín, se alzó al pasar el inspector.
—Veo que trabaja hasta muy tarde —le dijo Kelsey, sonriendo.
—¡Ah! —exclamó Briggs—. Los jóvenes no tienen idea de lo que es la jardinería. Se presentan a las ocho de la mañana y dan de mano a las cinco… así es como ellos lo toman. Uno tiene que estudiar el tiempo que hace; algunos días valdría mas no salir al jardín para nada y, hay otros días en que es preciso trabajar desde las siete de la mañana hasta las ocho de la tarde. Eso es si uno tiene cariño al sitio y se enorgullece al contemplar su jardín.
—Usted debe estar orgulloso de éste —comentó Kelsey—. No he visto, en estos tiempos, un lugar mejor cuidado.
—En estos días la cosa marcha bien —afirmó Briggs—. Yo tengo suerte, sí, señor. Tengo un joven muy fuerte trabajando conmigo. También un par de muchachos, pero ésos no valen gran cosa. A la gran mayoría de esos muchachos y jóvenes no les interesa venir a hacer esta clase de trabajo. No piensan más que en irse a trabajar a fábricas, eso es, o a las oficinas, con sus cuellos de brillo. No les gusta ensuciarse las manos con un puñado de tierra. Pero yo tengo suerte, ya le digo. Dispongo de un buen hombre para que me ayude en el trabajo, y él sólito vino a ofrecerse.
—¿Hace mucho de eso? —interrogó el inspector Kelsey.
—Al principio del trimestre —respondió Briggs—. Se llama Adam. Adam Goodman.
—No recuerdo haberle visto por aquí —comentó Kelsey.
—Me pidió permiso para salir, eso es —aclaró Briggs—. Yo se lo di. No parecía haber mucho que hacer hoy, con todos ustedes andando de acá para allá por todo el jardín.
—Debieron haberme hablado de él —dijo incisivo Kelsey.
—¿Qué quiere decir con eso de hablarle acerca de él?
—No está en mi lista —reparó el inspector—. Me refiero a que no se halla en mi lista de empleados.
—Oh, bueno, podrá verle mañana, señor —dijo Briggs—. Aunque supongo que él no podrá decirle nada.
—Eso nunca se sabe —observó el inspector.
Un joven fuerte que se había ofrecido personalmente al comenzar el trimestre. A Kelsey le dio la impresión de que esto era lo primero con que se había encontrado que podía salirse un poco de lo corriente.