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4

Aquella tarde, como de costumbre, las niñas entraron formando fila en el gran salón para rezar las oraciones y después la señorita Bulstrode demoró la salida alzando la mano.

—Tengo algo que comunicarles a todas ustedes. Ya saben que a la señorita Springer la mataron anoche de un tiro en el pabellón de deportes. Si alguna de ustedes ha visto u oído algo en la semana pasada… algo que les haya extrañado, relacionado con la señorita Springer, alguna cosa que la señorita Springer pudiera haber dicho o que alguna otra persona haya podido comentar acerca de ella, que les haya parecido a ustedes significativo, me gustaría que me lo comunicaran. Pueden venir a mi sala de estar a cualquier hora de la tarde.

—¡Oh! —suspiró Upjohn, cuando iban saliendo—. ¡Cómo me gustaría que supiéramos algo! Pero no sabemos nada, ¿verdad, Jennifer?

—No —respondió Jennifer—, claro está que no.

—La señorita Springer parecía tan vulgar —subrayó Julia, con tristeza—. Demasiado corriente para que la mataran de un modo misterioso.

—No creo que fuera tan misterioso —opinó Jennifer—. Sólo se trató de un ladrón.

—Que vino a robar nuestras raquetas de tenis, supongo —replicó Julia con sarcasmo.

—A lo mejor alguien le estaba haciendo un chantaje —sugirió, esperanzada, otra de las chicas.

—¿Por qué motivo?

Pero ninguna de ellas imaginó una razón por la que pudiera hacer víctima de un chantaje a la señorita Springer.

5

El inspector Kelsey comenzó su entrevista a las profesoras con la señorita Vansittart. Una mujer hermosa, pensó, haciendo un inventario de su persona. Tendría posiblemente cuarenta años, o quizás un poco más; era alta y bien proporcionada con el pelo gris arreglado con gusto. Poseía dignidad y compostura, con cierta conciencia, observó Kelsey, de su propia importancia. Le recordaba en cierto modo a la misma señorita Bulstrode: era la pedagogía personificada. Pero así y todo, reflexionó, la señorita Bulstrode poseía algo de lo que carecía la señorita Vansittart. Aquélla tenía el don de lo inesperado. En cambio, la señorita Vansittart no le causaba la sensación de que pudiera reaccionar de una manera inesperada.

El interrogatorio se desarrolló siguiendo la rutina acostumbrada. En efecto, la señorita Vansittart no había visto nada, no había advertido nada ni había oído nada. La señorita Springer había desempeñado excelentemente su trabajo. Sus modales, es cierto, quizá fueran un poco bruscos, pero a su juicio, no más bruscos de lo debido. Tal vez careciera de una personalidad atractiva, pero eso no era un factor indispensable en una instructora de gimnasia. Era preferible, en efecto, no tener profesoras con personalidad atractiva. Así se evitaba que impresionaran a las chicas demasiado. Sin haber contribuido con ninguna información interesante, la señorita Vansittart hizo mutis.

—No vi nada malo, no oí nada malo, no pensé nada malo. Igual que los monos del proverbio —comentó el sargento Percy Bond, que estaba ayudando al inspector en su tarea interrogadora.

Kelsey hizo una mueca burlona.

—En eso casi le doy la razón, Percy —concedió.

—No sé qué es lo que tienen las profesoras, que me ponen de mal humor —confesó el sargento Bond—. Les he tenido pánico desde que era un crío. Tenía una que era el terror personificado. Tan teatral y tan amanerada en su pronunciación, que nunca sabía uno qué era lo que estaba tratando de enseñar.

La próxima profesora en aparecer fue Eileen Rich. Más fea que el pecado, fue la inmediata reacción del inspector Kelsey. Pero después hubo de reconocer que poseía cierto atractivo. Puso en marcha su acostumbrada rutina de preguntas, pero las respuestas no fueron lo rutinarias que él había esperado. Después de declarar que no, que ella no había oído ni observado nada especial que alguien hubiera dicho de la señorita Springer o que la misma señorita Springer hubiera podido decir, la siguiente observación de Eileen Rich no era de la índole que él había previsto.

Le preguntó:

—¿No había nadie, a su entender, que tuviera alguna querella personal contra ella?

—Oh, no —repuso Eileen Rich rápidamente—. Nadie podría haberla tenido. Yo pienso que ésta fue su tragedia, ¿sabe usted?, la de que ella no era la clase de persona a quien nadie pudiera odiar.

—Ahora dígame, señorita Rich, ¿qué es precisamente lo que quiere dar a entender con eso?

—Quiero decir que no era una persona a quien nadie deseara jamás hacer daño. Todo cuanto ella hacía o decía era superficial. Causaba fastidio a la gente. A veces le decían alguna palabra mordaz, pero eso no significa gran cosa. Tengo la convicción de que no la mataron por ella misma, si es que comprende a lo que me refiero.

—No estoy muy seguro de entenderla, señorita Rich.

—Quiero decir que si ocurriera, por ejemplo, un robo en un Banco, ella podría ser la cajera a quien disparan un tiro, pero lo harían precisamente por tratarse de una cajera, y no de Grace Springer. No sería posible que nadie la amase u odiase en grado suficiente como para desear matarla. A mí me parece que ella, sin pensarlo, se daba cuenta de ello, y eso es lo que la impelía a ser tan entrometida, a buscarle faltas a todo el mundo, y averiguar si la gente hacía lo que no debía hacer, y desenmascararlos.

—¿Se dedicaba a husmear en los asuntos ajenos? —preguntó Kelsey.

—No; no husmeaba exactamente —consideró Eileen Rich—. Ella no iba de puntillas siguiendo por todas partes a la gente sospechosa ni nada por el estilo. Pero si encontraba alguna cuestión que no veía muy clara, tomaba la determinación de llegar al fondo de la cuestión. Y ella llegaba al fondo si se lo proponía.

—Comprendo —el inspector se detuvo un momento—. Usted no le tenía mucha simpatía, ¿no es cierto, señorita Rich?

—No creo que pensara mucho en ella. Era solamente la instructora de gimnasia. ¡Oh, qué horrible es tener que decir eso a nadie! No era más que esto… no era más que aquello… así es como ella sentía su trabajo. Era un trabajo del que ella se enorgullecía de hacer bien, pero no lo encontraba ameno. No se entusiasmaba cuando descubría una chica que pudiera ser realmente buena en el tenis o que verdaderamente descollara en alguna modalidad atlética. No disfrutaba con ello, ni experimentaba placer en el triunfo.

Kelsey la contempló con curiosidad. Pensaba que era una joven extraña.

—Usted parece tener sus ideas con respecto a la mayoría de las cosas —observó.

—Sí. Sí. Imagino que es así.

—¿Cuánto tiempo lleva en Meadowbank?

—Algo más de un año y medio.

—¿No ha habido alguna perturbación anteriormente?

—¿En Meadowbank? —pareció sobresaltarse—. Oh, no. Todo ha marchado siempre magníficamente hasta este último trimestre.

Kelsey consideró estas palabras.

—¿Qué es lo que no ha marchado como debiera en este trimestre? Usted no se refiere al asesinato, si no me equivoco. Se refiere a otra cosa…

—No sé —Eileen titubeó—. Sí, tal vez me refiera a otra cosa…, pero es todo tan nebuloso…

—Continúe.

—La señorita Bulstrode no ha parecido estar satisfecha últimamente —aseveró Eileen—. Esa es una de las cosas. Pero lo oculta muy bien. Yo creo que no lo ha notado nadie más que yo. Pero yo sí me he dado cuenta. Y no es ella la única que se siente infortunada. Pero no es eso a lo que usted hacía alusión, ¿verdad? Eso son sólo los sentimientos personales. La clase de cosas que una piensa cuando está enjaulada como las gallinas, y se empieza a pensar en un tema hasta que se convierte en una obsesión. Usted a lo que se refería es a si había algo que no marchara bien este trimestre. Era eso, ¿no?

—Sí —dijo Kelsey, mirándola con curiosidad—, sí, eso es. Bueno, ¿puede decirme algo?