—Yo creo que aquí hay algo que no marcha como debiera —aseguro pausadamente Eileen Rich—. Es como si entre nosotras se hallara alguien que no perteneciera a este ambiente, —le miró y sonrió, diciendo hasta casi reír—: Un gato en el palomar. Ésa es la clase de sensación que yo experimento. Nosotras somos las palomas, y el gato se encuentra entre nosotras. Pero nosotras no sabemos quién es el gato.
—Eso es muy confuso, señorita Rich.
—Sí que lo es. Parece completamente idiota. Yo misma puedo apreciarlo. Imagino que a lo que realmente me refiero es que ha ocurrido algo, un pequeño detalle que he notado, pero que no puedo decirle qué es.
—¿Respecto a alguien en particular?
—No. Ya le digo que es solamente eso. Yo no tengo idea de quién pueda ser. De la única manera que puedo resumir esta sensación es diciendo que aquí hay alguien que, en cierto modo, no encaja en el ambiente. Aquí hay una persona… aunque no sé quién pueda ser… que hace que me intranquilice. No cuando la miro a ella, sino cuando ella me mira a mí, porque es cuando ella me está mirando a mí que surge esta sensación cualquiera que pueda ser. Oh, cada vez estoy diciendo más incoherencias. Y, de todos modos, es sólo un sentimiento. No es lo que usted necesita. No es una evidencia.
—No —dijo Kelsey—. No es una evidencia. Todavía no lo es. Pero es interesante. Si lo que usted siente llegara a perfilarse de una manera más definida, estaría encantado de que dijera algo más sobre ello, señorita Rich.
—Sí —dijo ésta—. Porque es algo serio, ¿no? Me refiero a que hayan matado a una persona… sin que sepamos por qué motivo… y el asesino puede que se encuentre a muchas millas de distancia, o, por el contrario, puede que esté aquí, en el colegio. Y de ser así, esa pistola o revólver o lo que quiera que sea, debe hallarse igualmente aquí. No es un pensamiento muy agradable, ¿verdad?
Se marchó haciendo una leve inclinación de cabeza.
El sargento Bond exclamó:
—Está para que la aten. ¿No le parece?
—No —dijo Kelsey—. No creo que esté como dice. Me parece que es lo que llaman una persona sensitiva. Ya sabe, yo experimento. Nosotras somos las palomas, y el gato, igual que esas personas que advierten la presencia de un gato en una habitación antes de haber visto tal gato. Si hubiera nacido en África, podría haber llegado a ser hechicera de tribu.
—Van por todas partes husmeando el mal, ¿no? —dijo el sargento Bond.
—Así es, Percy —concluyó Kelsey—. Y eso es exactamente lo que yo mismo estoy tratando de hacer. Todavía no hemos dado con alguien que nos haya proporcionado hechos concretos, de modo que yo me veo precisado a ir por ahí olfateando todo. Ahora es el turno de la francesa.
Capítulo X
Como en «Las mil y una noches»
A simple vista podía apreciarse que mademoiselle Angele Blanche tenía unos treinta y cinco años. No usaba maquillaje y llevaba arreglado con pulcritud su pelo castaño oscuro, pero no le favorecía el estilo de peinado. Vestía chaqueta y falda de sencillo corte.
Explicó que éste era el primer trimestre que enseñaba en Meadowbank. No estaba segura que deseara quedarse otro más.
—No resulta agradable vivir en un colegio donde se cometen asesinatos —alegó con desaprobación.
Además, al parecer, en ninguna parte de la casa había señales de alarma en caso de robo; era una negligencia temeraria.
—No hay nada de gran valor que pueda atraer a los ladrones, mademoiselle Blanche.
Mademoiselle Blanche se encogió de hombros.
—¿Y quién puede afirmar eso? Los padres de algunas de las chicas que estudian aquí son muy ricos Puede que tengan consigo algún objeto de gran valor. Tal vez un ladrón se ha enterado de eso, y viene aquí porque le parece que éste es un lugar donde es fácil robarlo.
—Si una de las chicas poseyera algún objeto valioso, no es en el gimnasio donde lo guardaría.
—¿Cómo puede asegurar que no? —replicó mademoiselle Blanche—. Las niñas tienen allí sus taquillas.
—Pero sólo para guardar sus equipos de deportes, y cosas análogas.
—Ah, sí. Eso es lo que se propone. Pero una chica podría ocultar alguna cosa en la punta de un zapato de deporte, o enrollándola en algún jersey viejo, o en una bufanda.
—¿Qué clase de cosa, mademoiselle Blanche?
Pero mademoiselle Blanche no tenía idea de qué clase de cosa pudiera tratarse.
—Incluso los padres más complacientes no regalan a sus hijos collares de brillantes para que se los traigan al colegio.
Mademoiselle Blanche se encogió de hombros nuevamente.
—Tal vez se trate de otra clase de joya… un escarabajo egipcio de oro, por ejemplo, o algo por lo que un coleccionista pagaría una importante suma. El padre de una de las alumnas es arqueólogo.
Kelsey sonrió.
—No considero que eso sea verosímil, mademoiselle Blanche.
Ésta contrajo los hombros.
—Bueno, será como dice; yo solamente le estoy sugiriendo una posibilidad.
—¿Ha enseñado usted en algún otro colegio inglés, mademoiselle Blanche?
—En uno del Norte de Inglaterra, hace algún tiempo. Pero la mayor parte de las veces he enseñado en Suiza y en Francia. También en Alemania. Decidí venir a Inglaterra para perfeccionar mi inglés. Tengo una amiga aquí. Ella se puso enferma y me dijo que yo podría ocupar su puesto en este internado, ya que la señorita Bulstrode se pondría contentísima de encontrar rápidamente a alguien. De manera que vine. Pero no me gusta mucho. Ya le digo que no creo que me quede.
—¿Por qué no le gusta? —recalcó el inspector Kelsey.
—No me gustan los sitios donde hay disparos —adujo mademoiselle Blanche—. Y las niñas no son nada respetuosas.
—Pero ya no son lo que se dice niñas pequeñas, me parece a mí.
—Algunas de ellas se comportan como si fuesen bebés, y otras podrían muy bien tener veinticinco años. Las hay de todos los modelos. Tienen mucha libertad. Prefiero una institución con más sentido de lo tradicional.
—¿Conocía bien a la señorita Springer?
—Prácticamente se puede decir que nada en absoluto. Tenía unos modales muy groseros y yo le dirigía la palabra lo menos posible. No tenía más que huesos y pecas y una voz estentórea y horrible. Era exacta a las caricaturas estereotipadas de las mujeres inglesas. Se conducía muy groseramente conmigo a menudo, y éste es un defecto que no puedo sufrir.
—¿Por qué motivo se mostraba de forma grosera con usted?
—No veía con agrado que fuera por su pabellón de deportes. Así es como parece ser que ella se siente… o sentía, mejor dicho. Quiero decir que lo consideraba como si fuera su pabellón de deportes. Fui allí un día porque me interesaba verlo. No había estado en él anteriormente; y es una edificación moderna. Está bien dispuesto y planeado, y no hice otra cosa más que echar una ojeada en torno. Entonces la señorita Springer viene y me dice: «¿Qué está usted haciendo aquí? El estar por aquí no es asunto suyo». Me dijo eso a mí… a mí ¡una profesora del colegio! ¿Por quién me había tomado? ¿Por una discípula?
—Sí, sí. Estoy seguro de que debió ser muy exasperante —concedió, apaciguador, Kelsey.
—Tenía peores modales que un cerdo; desde luego que los tenía. Y luego me gritó: «No se marche llevándose la llave en la mano». Y es que me puso nerviosa. Cuando tiré de la puerta para abrirla, la llave cayó al suelo, y me agaché a recogerla. Olvidé volverla a colocar en la cerradura, porque ella, al ofenderme, hizo que se me alterasen los nervios. Y entonces va y me grita, como dando por cosa hecha que yo tenía intención de robarla. Su llave, supongo, lo mismo que su pabellón de deportes.