—Esa clase de actitud… Comprendo.
—Pero me imagino que de este simple detalle no se puede sacar gran cosa en realidad.
—Probablemente no…, pero así y todo, lo tendré en cuenta.
—Dando vueltas y más vueltas a la noria —comentó Bond al marcharse Ann—. Todas han colocado el mismo rollo. ¡Esperemos, por Dios bendito, que podamos sacar algo más del servicio!
Pero el servicio no tenía nada interesante que declarar.
—Es inútil que me pregunte nada, joven —advirtió la señora Gibbons, la cocinera—. En primer lugar, yo no oigo lo que dicen, y por otra parte no sé palabra de nada. Me fui anoche a dormir y lo hice de una manera pesada, cosa poco frecuente en mí. No me enteré de las alteraciones que hubo por aquí. Nadie me despertó ni me dijeron nada —parecía ofendida—. Hasta esta mañana no me he enterado.
Kelsey gritó unas cuantas preguntas y recibió otras tantas respuestas que no le aclararon nada.
La señorita Springer era nueva este trimestre y no era ni la mitad de apreciada que la señorita Jones, que había ocupado su puesto anteriormente. La señorita Shapland también era nueva, pero era encantadora. Mademoiselle Blanche era igual que todas las franchutas, siempre pensando que las otras profesoras estaban en contra suya, y permitiendo que las alumnas la trataran de un modo chocante, «aunque no era de las que lloraba —admitió la señora Gibbons—. He estado en algunos colegios en que las profesoras francesas se pasaban el día llorando».
La mayoría del servicio solamente estaba en el colegio durante el día. Únicamente otra doncella dormía en la casa y tampoco proporcionó información de ninguna índole; si bien podía oír todo lo que le preguntaban, no por eso resulto ser más informativa. De lo único que estaba segura era de que no podía decir nada. No estaba enterada de nada. La señorita Springer tenía unas maneras un poco descorteses. No tenía idea de nada concerniente al pabellón de deportes, ni de lo que se guardaba allí, y no había visto nunca una pistola en parte alguna.
Este negativo chaparrón informativo fue interrumpido por la señorita Bulstrode.
—Una de las alumnas desearía hablar con usted, inspector Kelsey —le comunicó.
Kelsey alzó la vista manifestando sorpresa.
—¿Es posible? ¿Está enterada de algo?
—Tengo bastantes dudas a este respecto —expresó la señorita Bulstrode—. Se trata de una de nuestras alumnas extranjeras, la princesa Shaista, sobrina del emir Ibrahim. Ella se inclina tal vez a creer que es una persona de bastante más importancia de la que tiene. ¿Comprende?
Kelsey asintió, comprensivo. Entonces la señorita Bulstrode salió y una esbelta joven morena de mediana estatura hizo su aparición.
Les miró, recatada, con sus ojos de almendra.
—¿Son ustedes la Policía?
—Sí —afirmó sonriente Kelsey—, somos de la Policía. ¿Quiere tomar asiento y contarme todo lo que sepa de la señorita Springer?
—Sí. Les contaré.
Se sentó, inclinándose hacia delante, y bajó teatralmente el tono de su voz.
—Hay gente acechando por el colegio. ¡Oh!, no se muestran a las claras pero merodean por aquí.
Hizo un ademán significativo con la cabeza.
El inspector Kelsey comprendió a lo que se había referido la señorita Bulstrode. Esta chica estaba dramatizando consigo misma… y disfrutando de ello.
—¿Y sabe usted por qué motivo habrían de estar espiando el colegio?
—¡Por causa mía! Quieren secuestrarme.
Sea lo que fuere aquello que el inspector Kelsey había esperado oír, no era ciertamente esto. Arqueó las cejas.
—¿Y para qué han de pretender secuestrarla?
—Para retenerme como rescate, claro está. De ese modo, ellos forzarían a mi familia a pagar mucho dinero.
—Ah… ya… tal vez —murmuro, escéptico, Kelsey—. Pero suponiendo que eso fuera como dice, ¿qué tiene ello que ver con la muerte de la señorita Springer?
—Debió haber averiguado algo importante de ellos —supuso Shaista—. Quizás ella les dijo que estaba al tanto de algo. Tal vez les amenazo. Entonces, es posible que ellos prometieran darle dinero a cambio de su silencio. Ella fue al pabellón de deportes, donde le dijeron que le entregarían el dinero, y entonces le dispararon.
—Pero con toda seguridad la señorita Springer no hubiera aceptado dinero procedente de un chantaje.
—¿Cree usted que es divertido enseñar en un colegio… ser una instructora de deportes? —sugirió Shaista, desdeñosamente—. ¿No cree, por el contrario, que a ella le resultaría muy agradable tener dinero, poder viajar y hacer lo que se le antojara? Especialmente en el caso de la señorita Springer, que no era guapa, y a quien los hombres no se molestaban en dirigir una mirada. ¿No le parece que a ella le había de atraer el dinero más que a otras personas?
—Pues… ah… —titubeó el inspector Kelsey—. No sé exactamente qué decirle —no le habían presentado antes este punto de vista—. ¿Y esta idea se le ha ocurrido a usted sola? —le interpeló—. ¿No le dijo la señorita Springer nunca nada de ello?
—La señorita Springer nunca decía nada excepto «Estírense con fuerza», y «hagan una flexión», y «más rápido», y «no cedan» —comentó Shaista resentida.
—Sí… debió ser así. Bueno, ¿y no será que todo esto del secuestro se lo ha inventado usted?
Shaista se puso hecha una furia.
—¡Usted no lo entiende en absoluto! El príncipe Alí Yusuf de Ramat era primo mío. Lo mataron en una revolución, o mejor dicho, cuando huía de una revolución. Se sobreentendía que cuando yo fuera mayor me casaría con él. Como verá, soy una persona importante. Puede que sean los comunistas los que han venido aquí. No para secuestrarme, posiblemente. Quizá lo que traman es asesinarme.
El inspector Kelsey pareció más escéptico.
—Todo es demasiado rebuscado, ¿no le parece?
—¿Piensa usted que esas cosas no pueden suceder? ¡Pues yo le aseguro que sí. Los comunistas son muy malvados! Eso lo sabe todo el mundo.
Como él aún continuaba dudoso. Shaista prosiguió:
—Tal vez suponen que yo sé dónde están las joyas.
—¿Qué joyas?
—Mi primo tenía joyas. También las tenía su padre. Mi familia guarda siempre un gran tesoro en joyas. Para caso de emergencia, ya me comprende.
Hizo esta observación con gran seriedad.
Kelsey la contempló sin pestañear.
—Pero ¿qué relación tiene todo esto con usted… o con la señorita Springer?
—¡Pero si ya se lo he explicado antes! Posiblemente creen que yo sé dónde están las joyas. Por eso quieren raptarme, para obligarme a hablar.
—¿Y usted sabe dónde están?
—No. Claro que no lo sé. Desaparecieron cuando la revolución. Con toda seguridad que los malvados comunistas se apoderaron de ellas. Pero, por otra parte, quizá no lo hicieron.
—¿A quién pertenecen?
—Ahora que mi primo ha muerto, me pertenecen a mí. Ya no queda ningún hombre en la familia. Mi madre, que era tía suya, murió. Él deseaba que fueran para mí. Si no hubiese muerto, yo me habría casado con él.
—¿Es así como lo dispusieron?
—Tenía que casarme con él. Es mi primo, compréndalo.
—¿Y usted entraría en posesión de las joyas cuando se casara con él?
—No. Yo hubiera tenido nuevas joyas. De Cartier, de París. Éstas continuarían guardadas para emergencias.
El inspector Kelsey parpadeó, antes de dejar que este procedimiento oriental de seguros en caso de emergencias se grabara en su cerebro.
Shaista continuaba perorando rápidamente y con gran animación.
—A mi entender, esto es lo que ocurre: alguien sacó las joyas de Ramat. Quizá fuera una persona buena o mala. La persona buena las traería a mí y me diría: «Esto es suyo», y yo le correspondería.
Movió la cabeza regiamente, muy en su papel.