«Una actricita consumada», decidió el inspector.
—Pero si se tratase de una persona mala, se quedaría con las joyas para venderlas. O vendría a verme y me diría: «¿Qué es lo que va usted a dar en recompensa si se las entrego?». Y si le parece que la recompensa vale la pena, entonces me las trae, pero si no lo cree así, se queda con ellas.
—Pero de hecho, nadie le ha dicho nada en absoluto.
—No, nadie —admitió Shaista.
El inspector Kelsey hizo su composición de lugar.
—¿Sabe usted lo que pienso? —se dejó caer jocosamente—. Pues que lo que está usted relatándome no es ni más ni menos que una serie de historias fantásticas.
Shaista le lanzó una mirada furibunda.
—Le digo a usted lo que sé, ni más ni menos —declaró huraña.
—Sí… Bueno. Ha sido usted muy amable; lo tendré en cuenta.
Se levantó a abrir la puerta para que saliera.
—Este caso es un cuento de «Las Mil y Una Noches» —concluyó al volver de nuevo a la mesa—. ¡Un secuestro y joyas fabulosas! ¿Qué es lo que surgirá ahora?
Capítulo XI
Una entrevista
Al regresar el inspector Kelsey a la comisaría, el sargento de servicio le informó:
—Tenemos aquí esperando a Adam Goodman, señor.
—¿Adam Goodman? ¡Ah, sí! El jardinero.
Se levantó el joven respetuosamente. Era alto, moreno y bien parecido. Llevaba unas pantalones de pana manchados, holgadamente sujetos por una correa que había tenido mucho uso y una camisa de un azul brillante con el cuello abierto.
—Tengo entendido que quería verme.
Su voz era tosca y como aquellas de tantos jóvenes de hoy día sonaba ligeramente rufianesca.
Kelsey respondió simplemente:
—Sí. Pase a mi despacho.
—Yo no sé nada acerca del asesinato —declaró Adam Goodman, huraño—. No tengo nada que ver con él. Anoche me encontraba en casa y metido en la cama.
Kelsey se limitó a asentir sin comprometerse.
Se sentó delante de su escritorio e indicó al joven que tomara asiento en la butaca que había enfrente de la suya. Un joven policía vestido de paisano había seguido discretamente hasta la habitación a los dos hombres y se sentó a cierta distancia de ellos.
—Pues bien —comenzó Kelsey—. Usted es Goodman —miró a una nota que había encima de la mesa—. Adam Goodman.
—Así es, señor. Pero antes me gustaría enseñarle esto.
Los modales de Adam cambiaron. No eran ni huraños ni truculentos ahora. Se mostraba apacible y deferente.
Sacó algo del bolsillo y se lo pasó a través de la mesa. El inspector Kelsey arqueó ligeramente las cejas examinándolo. Alzó la cabeza entonces.
—No voy a necesitarle, Barber —indicó.
El circunspecto y joven policía se levantó, procurando no exteriorizar la sorpresa que esto le produjo, y salió.
—¡Ah! —exclamó Kelsey. Miró fijamente a Adam con interés especulativo—. Conque esto es lo que usted es. ¿Y qué demonios, me gustaría saber lo que está usted…?
—¿…Haciendo en un colegio de señoritas? —concluyó el joven por él. Su voz era todavía respetuosa, pero no pudo reprimir una sonrisa burlona—. Cierto que es la primera vez que me han asignado una misión por el estilo. ¿Es que no tengo pinta de jardinero?
—No de los que suele haber por estos alrededores. Los jardineros, por regla general, son bastante ancianos. ¿Entiende usted algo de jardinería?
—Muchísimo. Tengo una de estas madres jardineras, especialidad de Inglaterra. Siempre se ha ocupado de que yo fuera un ayudante de valía para ella.
—¿Y qué ocurre en Meadowbank… que requiere su presencia allí dentro?
—En realidad, nada de particular, que sepamos. Mi misión se limita a observar y dar cuenta de todo. O se ha limitado hasta anoche. Asesinato de una instructora de gimnasia. No muy a tono con el historial del colegio.
—¿Y por qué no podía ocurrir allí? —preguntó el inspector Kelsey. Dio un respingo—. Cualquier cosa puede suceder en cualquier parte. Tengo bien aprendido eso. Pero he de admitir que está un poco al margen de lo corriente. ¿Qué hay detrás de todo esto?
Adam habló, Kelsey le escuchó con interés.
—Cometí una injusticia con aquella chica —observó—. Pero deberá usted reconocer que parece demasiado fantástico para ser verdad. Joyas por un valor que oscila entre medio y un millón de libras. ¿A quién cree usted que pertenecen?
—Ésta es una pregunta muy peliaguda. Para responder a ella habría que contar con toda una curia internacional de abogados dedicada a la cuestión, y, probablemente, discreparían unos de otros. El caso se podría debatir de mil maneras. Hace tres meses pertenecían a su alteza, Alí Yusuf de Ramat. Pero ahora, si hubieran reaparecido en Ramat, pasarían a ser propiedad del actual Gobierno, pues se habrían incautado de ellas. Alí Yusuf puede haberlas legado a alguien. En tal caso todo dependería de dónde se hubiera legalizado el testamento y de que pudiera probarse. Pueden pertenecer a su familia. Pero la médula del asunto resulta ser que si usted o yo nos las encontramos en medio de la calle y nos las guardamos en el bolsillo, nos pertenecerían para cualquier efecto. Es decir, que dudo que existiera algún mecanismo legal capaz de birlárnoslas. Ni que decir tiene que lo intentarían, pero las intrincaciones de las leyes internacionales son algo increíble.
—¿Quiere usted decir que, prácticamente hablando, los objetos hallados en la calle pasan a ser pertenencia de quien se los encuentra? —interpeló el inspector Kelsey. Meneó la cabeza en señal de desacuerdo—. Eso no es muy escrupuloso —afirmó muy recompuesto.
—No —admitió Adam firmemente—. No está nada bien. Además, hay más de cuatro detrás de ellas y ninguno con gran escrúpulo que digamos. Se han corrido voces… ¿sabe? Puede que sea rumor o que sea cierto, pero la historia es que fueron sacadas de Ramat antes del estallido. Hay una docena de versiones diferentes de cómo lo hicieron.
—Pero ¿por qué Meadowbank? ¿A causa de la princesita que no puede tenerse nada callado?
—La princesa Shaista, prima hermana de Alí Yusuf. Sí. Alguien puede tratar de entregarle la mercancía o ponerse en comunicación con ella. A nuestro juicio, hay unos elementos sospechosos rondando por las inmediaciones. Una tal señora Kolinsky, por ejemplo, que se hospeda en el Grand Hotel. Un miembro bastante conspicuo de lo que podríamos definir como «Rifirrafe Internacional Sociedad Limitada». Nada de su especialidad de usted. Siempre rigurosamente dentro de la ley, íntegramente honorable, pero una magnífica cazadora de informaciones útiles. Luego hay una mujer que estuvo allí en Ramat actuando en un cabaret. Se refiere que ha estado trabajando para cierto gobierno extranjero. Dónde puede hallarse ahora es cosa que ignoramos. No sabemos siquiera qué aspecto tiene, pero se rumorea que podría encontrarse en esta parte del mundo. Da la impresión, ¿verdad?; como si todo estuviera centrándose en Meadowbank. Y anoche fue asesinada la señorita Springer.
Kelsey inclinó la cabeza meditabundo.
—Una mezcla adecuada —observó. Luchó por un momento con sus sentimientos—. Éste es el género de cosas que se ve en la televisión… ¡tan rebuscadas…! Eso es lo que se piensa… que no pueden suceder. Y no suceden… en el curso normal de los acontecimientos.
—Agentes secretos, robos, violencias, asesinatos, traiciones… —convino Adam—. Todo sin pies ni cabeza, pero ese lado de la vida existe.
—¡Pero no en Meadowbank!
Estas palabras salieron como arrancadas a Kelsey.
—Comprendo su punto de vista —dijo Adam—. Lesa majestad.
Se produjo un silencio, y entonces preguntó el inspector Kelsey:
—¿Qué cree usted que sucedió anoche?
Adam se dio un margen de tiempo, y dijo lentamente:
—Springer estaba en el pabellón de deportes… a eso de la medianoche. ¿Por qué? Tenemos que empezar por ahí. No sirve de nada preguntarnos a nosotros mismos quién pudo haberla matado hasta que hayamos determinado por qué se hallaba en el pabellón de deportes a aquella hora de la noche. Podemos decir que a pesar de su vida intachable y atlética no dormía bien y se levantó y al mirar por la ventana vio que había luz en el pabellón de deportes. Su ventana mira en aquella dirección.