Después de hechas las presentaciones, Poirot solicitó:
—¿Puede hacer apuntes de personas rápidamente? ¿A lápiz?
Eileen Rich asintió.
—Lo hago con frecuencia. Para entrenarme.
—Magnífico. Entonces, por favor, haga un bosquejo de la difunta señorita Springer.
—Va a ser difícil. La conocí muy poco. Pero lo intentaré —se restregó los ojos y se puso a dibujar con rapidez.
—Bien —aprobó Poirot, tomando el apunte—. Y ahora, si es tan amable, dibuje a la señorita Bulstrode, a la señorita Rowan, a mademoiselle Blanche, y también a… Adam el jardinero.
Eileen Rich le miró, dudosa, y se puso a trabajar. Poirot contempló el resultado e hizo un signo apreciativo.
—Dibuja usted muy bien…, sí, muy bien. Tan pocos trazos… y, sin embargo, el parecido salta a la vista —le lanzó una sonrisa—. Ahora voy a pedirle a usted algo más difícil. Ponga a la señorita Bulstrode, por ejemplo, otro peinado, y cambie la forma de las cejas.
Eileen se le quedó mirando fijamente, como pensando si estaría loco.
—No —dijo Poirot—. No estoy loco. Hago un experimento, eso es todo. Por favor, haga lo que le pido.
Al cabo de unos pocos instantes, Eileen Rich anunció:
—Aquí tiene usted.
—Excelente. Ahora, haga lo mismo con mademoiselle Blanche y la señorita Rowan.
Cuando terminó de dibujar, Poirot puso en fila los tres apuntes.
—Ahora voy a mostrarle yo una cosa —le dijo—. La señorita Bulstrode, a pesar de los cambios que ha hecho usted es, inequívocamente, la señorita Bulstrode. Pero mire las otras dos. A causa de que sus facciones son negativas, no poseen la personalidad de aquélla, aparecen como si fueran personas poco menos que diferentes, ¿no lo ve así?
—Comprendo a lo que se refiere —repuso Eileen Rich. Miró a Poirot cuando éste doblaba cuidadosamente los apuntes dibujados.
—¿Qué va a hacer con ellos? —inquirió.
—Utilizarlos —fue la respuesta de Poirot.
Capítulo XX
Una conversación
—Bueno, yo no sé qué pueda decirle —declaró la señora Sutcliffe—. De veras que no lo sé… —Contempló a Hércules Poirot con indudable desagrado—. Henry, desde luego, no está en casa —le hizo saber.
La intención de estas palabras era ligeramente enigmática, pero Poirot imaginó que comprendía lo que pasaba por la imaginación de su interlocutora. Ella percibía que Henry tenía tantos negocios internacionales… Estaba continuamente volando hacia el Oriente Medio y hacia Ghana, y América del Sur y Ginebra, e incluso, ocasionalmente, si bien no con tanta frecuencia, a París.
—Todo este asunto ha sido lo más calamitoso. Me puse muy contenta de tener a Jennifer a salvo conmigo en casa. Aunque debo decir —añadió, vejada— que se ha portado de la manera más fastidiosa. Después de haberse tomado un berrinche porque no quería ir a Meadowbank, y decir que estaba segura de que no le iba a gustar ni pizca estar allí, que era un colegio de snobs y no del estilo al que a ella le gustaba ir, ahora se pasa todo el día refunfuñando porque me la he traído de allí. Es verdaderamente muy desagradable.
—Indiscutiblemente, es un colegio muy bueno —afirmó Hércules Poirot—. Muchas personas aseguran que es el mejor de toda Inglaterra.
—Era, si me permite expresar mi opinión —replicó la señora Sutcliffe.
—Y volverá a serlo de nuevo —aseveró Hércules Poirot.
—¿Está seguro? —la señora Sutcliffe le miro, escéptica. La táctica comprensiva de Poirot había ido haciendo mella gradualmente en sus reparos. No hay nada que alivie más los cuidados y aflicciones de una madre que el que le den la oportunidad de desahogarse del peso de los inconvenientes, contrariedades y fracasos que padece contendiendo con su prole. La lealtad a los hijos compele muchas veces a sufrir en silencio. Pero con un extranjero como era monsieur Poirot, a sentir de la señora Sutcliffe, se podía hacer caso omiso de esta lealtad. No era como si hubiese estado departiendo con la madre de otra niña.
—Meadowbank —arguyó Hércules Poirot— solamente está pasando por una fase infortunada.
Era la mejor frase que pudo encontrar de momento. Se dio cuenta de lo inadecuada que era, y la señora Sutcliffe atacó a fondo inmediatamente esta imperfección.
—¡Bastante más que infortunada! —exclamó—. ¡Dos asesinatos! Y una chica secuestrada. No se puede enviar a las hijas a un colegio donde están asesinando profesoras continuamente.
Parecía un punto de vista altamente razonable.
—Si los asesinatos —expuso Poirot— resultan ser obra de la misma persona, y esa persona es detenida, eso ya significará una diferencia, ¿no está de acuerdo?
—Bueno…, presumo que sí. Sí —concedió dubitativa la señora Sutcliffe—. Me parece que… usted se refiere a… quiere decir algo como Jack «El Destripador» o aquél otro hombre…, ¿cómo se llamaba? Algo relacionado con Devonshire. ¿Era Cream? [7] Sí, Neil Cream. El que vagabundeaba por todas partes para matar un tipo especial de una mujer infortunada. ¡Supongo que a este asesino le ha dado por matar maestras! Una vez que lo tenga en prisión a buen recaudo, y que le ahorquen después, como confío, porque solamente se puede condenar por un asesinato, ¿no es así?, igual que un perro rabioso cuando muerde…, ¿qué es lo que estaba diciendo? Ah, sí; si le atrapan y le tienen bien guardadito en prisión, bueno, en ese caso me imagino que sería diferente. Claro está que no puede haber mucha gente de esa calaña, ¿verdad?
—Confiemos que efectivamente no haya mucha —dijo Hércules Poirot.
—Pero es que tenemos este secuestro, además —puntualizó la señora Sutcliffe—. Tampoco desea nadie enviar a su hija a un colegio donde pueden raptarla, ¿no le parece?
—Con toda seguridad que no, madame. Me doy perfecta cuenta de la claridad con que ha reflexionado acerca de todo este asunto. ¡Tiene usted muchísima razón en todo lo que dice!
La señora Sutcliffe pareció ligeramente halagada. Hacía bastante tiempo que nadie la había cumplimentado de tal modo. Henry únicamente le había dicho cosas tales como: «¿Se puede saber por qué diablos querías mandar a tu hija a Meadowbank?» y Jennifer lo único que hacía era gruñir y terca negarse a contestar.
—He pensado en ello —aseveró—: muchísimo.
—En tal caso, madame, no puedo consentir que continúe preocupándose por lo del secuestro. Entre nous, si me permite que le hable en confianza, lo de la princesa Shaista… no es exactamente un secuestro… se sospecha que se trata de un romance…
—¿Quiere dar a entender que la pícara niña se escapó para casarse con cualquiera que sea?
—Mis labios están sellados —indicó Hércules Poirot—. Como comprenderá, no se desea que haya escándalo de ninguna clase. Esto que le he dicho es una confidencia entre nous. Tengo la seguridad de que usted no dirá una palabra.
—Ni que decir tiene que no —protestó la señora Sutcliffe, virtuosamente. Dirigió su mirada a la carta del comisario que Poirot había traído consigo—. No comprendo muy bien del todo quién es usted, monsieur… Poirot. ¿Es usted lo que llaman en las novelas… un sabueso?
—Soy un detective con consulta particular —aclaró Poirot con aire altanero.
Este tufillo a Harley Street [8] animó grandemente a la señora Sutcliffe.
—¿De qué quiere hablar con Jennifer? —le preguntó con sequedad.
—Solamente desearía saber qué impresiones tiene de algunas cosas —explicó Poirot—. Es observadora, ¿verdad?
—Me temo no poder afirmar tal cosa —respondió la señora Sutcliffe—. Ella no es lo que yo llamaría una chica que preste atención a los detalles. Me refiero a que sólo considera el lado práctico de la vida.