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– ¡Virgen santa! ¡Han entrado ladrones! -exclamó Fazio cuando vio el estado en que se encontraban las habitaciones.

– He sido yo, buscaba una cosa.

– ¿La encontró?

– Sí.

– Menos mal. ¡Si no, revienta las paredes!

– Oye, Fazio, son casi las cinco. Nos vemos en la comisaría a partir de las diez, ¿de acuerdo?

– De acuerdo, dottore. Que descanse.

– También quiero que esté el dottor Augello.

Cuando Fazio se hubo ido, le escribió una nota a Adelina.

ADELINA, NO TE ASUSTES, NO HAN ENTRADO LADRONES. PONLO TODO EN ORDEN, PERO SIN HACER RUIDO. ESTOY DURMIENDO. PREPÁRAME ALGO DE COMER.

Abrió la puerta de la casa y fijó la nota con una chincheta para que la asistenta la viera al entrar. Descolgó el teléfono, fue al cuarto de baño, se duchó, se secó y se tumbó en la cama. El atroz ataque de debilidad había desaparecido milagrosamente. Bueno, para ser sincero, se sentía un poco cansado, pero no más de lo normal. Además, menuda nochecita, no se podía negar. Se pasó una mano por el pecho, como para comprobar si las dos terribles punzadas le habían dejado alguna señal, alguna cicatriz. Nada, no había ninguna herida, ni abierta ni cerrada. Antes de quedarse dormido, tuvo un último pensamiento, con el permiso del ángel de la guarda: ¿de verdad era tan necesario ir al médico? No, concluyó, la verdad es que no veía ninguna necesidad.

Diecisiete

A las once se presentó en la comisaría muy atildado y, si no sonriente, al menos no con un humor de perros. Las horas de sueño lo habían incluso rejuvenecido, sentía que los engranajes de su cuerpo funcionaban mejor. De las dos terribles punzadas de la víspera y de la consiguiente debilidad, ni rastro. Justo en la entrada estuvo casi a punto de chocar con Fazio, que salía. Éste, al verlo, se detuvo y se lo quedó mirando un rato. El comisario, por su parte, se dejó mirar.

– Esta mañana tiene muy buena cara -fue el veredicto.

– Me he cambiado la base de maquillaje -dijo Montalbano.

– La verdad es que usted, dottore, tiene siete vidas, como los gatos. Vuelvo enseguida.

El comisario se plantó delante de Catarella.

– ¿Cómo me encuentras?

– ¿Y cómo quiere que lo encuentre, dottori? ¡Un dios!

En el fondo, en el fondo, el tan denostado culto a la personalidad no era tan malo.

Hasta Mimì Augello presentaba un aspecto descansado.

– ¿Te ha dejado dormir tu mujer?

– Sí, hemos pasado una buena noche. Es más, casi no me deja venir a la comisaría.

– ¿Y por qué?

– Quería que la llevara a dar un paseo, aprovechando el buen día que hace. Últimamente, la pobre no sale de casa.

– Aquí estoy -dijo Fazio.

– Cierra la puerta, que vamos a empezar.

– Primero haré una recapitulación general -dijo Montalbano-, aunque algunos de los hechos ya los conocéis. Si hay algo que no os convence, me lo decís.

Se pasó media hora hablando sin interrupción. Les explicó cómo Ingrid había reconocido a Errera y de qué manera la investigación personal del pequeño inmigrante ilegal había confluido poco a poco en la investigación del ahogado sin nombre. Y aquí reveló lo que a su vez le había revelado el periodista Melato. Al llegar al susto que se había llevado Marzilla en la carretera, cuando regresaba a su casa tras haber llevado al chalet a Jamil Zarzis y a otro hombre, fue él mismo quien se interrumpió diciendo:

– ¿Alguna pregunta?

– Sí -contestó Augello-, pero antes quiero pedirle a Fazio que salga del despacho, cuente despacio hasta diez y vuelva a entrar.

Sin decir ni pío, Fazio se levantó, salió y cerró la puerta a su espalda.

– La pregunta es la siguiente -dijo Augello-. ¿Cuándo terminarás de hacer el capullo?

– ¿En qué sentido?

– ¡En todos los sentidos, coño! ¿Pero quién te has creído que eres, el justiciero de la noche? ¿El lobo solitario? ¡Tú eres un comisario! ¿Acaso lo has olvidado? ¡Le reprochas a la policía que no respete las leyes, cuando tú eres el primero en no hacerlo! ¡Incluso te haces acompañar en una operación arriesgada por una sueca, en vez de por uno de nosotros! ¡Una auténtica locura! ¡Deberías haber informado a tus jefes! ¡O al menos, a nosotros, y no ir en plan cazador de recompensas!

– ¡Ah!, ¿y por eso hago el capullo?

– ¿Te parece poco?

– Sí, me parece poco porque he hecho cosas peores.

Augello abrió la boca, asustado.

– ¡¿Peores?!

– Y diez… -dijo Fazio, irrumpiendo en el despacho.

– Sigamos -dijo Montalbano-. Cuando Ingrid bloqueó el paso al coche de Marzilla, éste creyó que se trataba del tipo que le daba las órdenes y pensó que iban a liquidarlo. Se meó encima mientras suplicaba que no lo mataran. El nombre que pronunció, sin darse cuenta siquiera, fue el de don Pepè Aguglia.

– ¿El empresario de la construcción? -preguntó Augello.

– Sí, creo que es él -confirmó Fazio-. Por el pueblo corre la voz de que es un usurero.

– De él nos ocuparemos mañana, pero conviene que alguien lo vigile desde ahora mismo. No quiero que se me escape.

– Yo me encargo -dijo Fazio-. Se lo diré a Curreli, que para eso es muy bueno.

Ahora venía la parte difícil de contar, pero tenía que hacerlo.

– Después de que Ingrid me llevara a casa, decidí regresar a Spigonella para echar un vistazo al chalet.

– Solo, naturalmente -dijo en tono sarcástico Mimì, removiéndose en su asiento.

– Solo fui y solo volví.

Esta vez el que se removió en el asiento fue Fazio. Pero no abrió la boca.

– Cuando el dottor Augello te ha hecho salir del despacho -dijo Montalbano, dirigiéndose a él-, era porque no quería que lo oyeras llamarme capullo. ¿Me lo quieres llamar también tú? Podéis hacerlo a dúo, si queréis.

– Jamás me permitiría tal cosa, dottore.

– Muy bien, pues si no me lo quieres llamar, estás autorizado a pensarlo.

Tranquilizado en cuanto al silencio y la complicidad de Fazio, describió el embarcadero, la gruta y la puerta de hierro con la escalera interior. Y les habló también de las rocas con los cangrejos que se habían zampado el cadáver de Errera.

– Y éstos son los hechos hasta el momento -concluyó-. Ahora hay que trazar un plan. Si la información que me ha facilitado Marzilla es cierta, esta noche habrá desembarcos, y puesto que Zarzis se ha tomado la molestia de venir, significa que llegará mercancía para él. Y nosotros tenemos que estar allí en el momento del desembarco.

– De acuerdo -dijo Mimì-, pero nosotros no sabemos nada del chalet ni del terreno que lo rodea.

– Pedid la filmación que hice desde el mar. La tiene Torrisi.

– No es suficiente. Esta tarde iré a estudiar el terreno de cerca -dijo Mimì, adoptando una decisión.

– No me parece buena idea -terció Fazio.

– Si te ven y sospechan algo, se irá todo al carajo -dijo Montalbano, coincidiendo con Fazio.

– Tranquilos. Iré con Beba. Está deseando respirar un poco de aire de mar. Daremos un paseo y echaré un vistazo. No creo que sospechen de un hombre y una mujer con un bombo. A las cinco, como mucho, estaremos de vuelta.

– Está bien -concedió Montalbano. Luego se dirigió a Fazio-: Quiero un equipo de primera. Pocos hombres, pero decididos y de confianza. Gallo, Galluzzo, Imbrò, Germanà y Grasso. Augello y tú estaréis al mando.

– ¿Por qué, no vendrás tú? -preguntó Mimì extrañado.

– Yo estaré abajo, en el puertecito, por si alguien intenta escapar.