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– Entonces, el dottor Augello se queda solo al mando, ¡porque yo voy con usted! -dijo secamente Fazio.

Sorprendido por el tono, Mimì lo miró.

– No -dijo Montalbano.

– Dottore, mire que…

– No. Es una cuestión personal, Fazio.

Ahora Mimì miró a Montalbano, que a su vez miraba a Fazio, que le mantuvo la mirada. Parecía una escena de una película de Quentin Tarantino. Se apuntaban con los ojos, en vez de con los revólveres.

– A sus órdenes -dijo finalmente Fazio.

Para eliminar los restos de tensión que flotaban en el aire, Mimì Augello planteó una pregunta:

– ¿Y cómo sabremos si esta noche habrá desembarcos? ¿Quién nos lo dirá?

– Podría pedirle información al dottor Riguccio -le sugirió Fazio al comisario-. Por lo general, hacia las seis de la tarde en la Jefatura de Montelusa ya tienen una idea bastante clara de la situación.

– No, a Riguccio ya le he pedido demasiadas cosas. Ése es un policía de verdad, podría sospechar algo. No, puede que haya otro modo… ¡La Capitanía de puerto! Allí llegan todas las informaciones, tanto de Lampedusa como de las embarcaciones pesqueras, y ellos las transmiten a la Jefatura Superior. Lo que consiguen saber, claro, porque hay muchos desembarcos clandestinos de los que no se sabe nada. ¿Tú conoces a alguien de la Capitanía?

– No, señor, dottore.

– Yo sí -dijo Mimì-. Hasta el año pasado me veía a menudo con un subteniente. Aún está por aquí… el domingo nos tropezamos por casualidad.

– Muy bien. ¿Cuándo puedes ir a ver a ese subteniente?

– Esa subteniente -lo corrigió Mimì-: Pero no vayáis a pensar mal… Lo intenté, pero no hubo manera. En cuanto regrese de Spigonella, llevaré a mi mujer a casa e iré a verla.

– Dottore, ¿y qué hacemos con Marzilla? -preguntó Fazio.

– De ése nos encargaremos después de lo de Spigonella, así como del señor Aguglia.

* * *

Cuando abrió el frigorífico, sufrió una amarga decepción. Adelina, efectivamente, había ordenado la casa, pero de comer le había preparado sólo medio pollo hervido. Pero ¿qué porquería era aquélla? ¡Un plato de enfermo! ¡Prácticamente de extremaunción! Y aquí surgió en su mente una terrible sospecha, la de que Fazio le hubiera dicho a la asistenta que se encontraba mal y que, por consiguiente, había que tenerlo a dieta. Pero ¿cómo se las había arreglado para decírselo si el teléfono estaba descolgado? ¿Con una paloma mensajera? No, aquello tenía que ser sin duda una venganza de Adelina, enojada por el desorden que había encontrado en la casa. Sobre la mesa de la cocina había una nota en la que no había reparado cuando había preparado el café:

El dromitorio se lo arregla usia que aora está drumiendo allí

Se sentó en la galería y engulló el pollo hervido con la ayuda de un bote entero de encurtidos. Justo cuando había terminado, sonó el teléfono. Por lo visto, Adelina había vuelto a colgarlo. Era Livia.

– ¡Salvo, al fin! ¡Estaba muy preocupada! Anoche te llamé por lo menos diez veces. ¿Dónde te habías metido?

– Perdona, pero tenía trabajo y…

– Quería darte una buena noticia.

– ¿Cuál?

– ¡Voy mañana!

– ¡¿De veras?!

– Sí. Me puse tan pesada que me han dado tres días.

Montalbano se sintió inundado por una oleada de alegría.

– Bueno, ¿no dices nada?

– ¿A qué hora llegas?

– A las doce del mediodía, en Punta Raisi.

– Si no puedo ir yo, enviaré a alguien a recogerte. Estoy…

– Bueno, ¿tanto te cuesta decirlo?

– No. Estoy muy contento…

Antes de echar una cabezadita, arregló el dormitorio; de lo contrario, no habría podido pegar ojo.

«Tú eres peor que un hombre de orden -le había dicho en cierta ocasión Livia, molesta porque él le había echado en cara que dejaba sus cosas de cualquier manera por la casa-. Porque, además, eres un hombre ordenado.»

Mimì Augello se presentó pasadas las seis, seguido por Fazio.

– Veo que te lo has tomado con calma… -lo reprendió Montalbano.

– Pero vengo cargado.

– ¿Qué quieres decir?

– En primer lugar, esto.

Sacó del bolsillo una docena de instantáneas tomadas con polaroid. En todas aparecía Beba, muy sonriente con su bombo, y a su espalda, desde todos los ángulos posibles, el chalet de Spigonella. En dos o tres de ellas, se veía a Beba apoyada contra los barrotes de la verja, que estaba cerrada con una cadena y un cerrojo de gran tamaño.

– ¿Le has dicho a Beba lo que habéis ido a hacer y quién hay en el chalet?

– No. ¿Para qué? Así ha salido más natural.

– ¿No has visto a nadie?

– A lo mejor nos vigilaban desde dentro, pero fuera no ha salido nadie. Quieren dar la impresión de que la casa está deshabitada. ¿Ves el cerrojo? Pura apariencia. Introduciendo la mano entre los barrotes se puede abrir fácilmente.

Eligió otra fotografía y se la extendió al comisario.

– Ésta es la fachada derecha. Se ve la escalera exterior que conduce al piso de arriba. La puerta grande de abajo debe de ser la del garaje. ¿Te dijo Ingrid si el garaje estaba comunicado con la casa?

– No, no lo está. En cambio, hay una escalera interior que une las dos plantas, aunque Ingrid jamás la ha visto. Al parecer, se accede a ella a través de una puerta cuya llave Errera decía no tener. Y estoy seguro de que hay otra escalera que comunica la planta baja con la gruta.

– A primera vista, en el garaje caben dos coches.

– Uno seguro que hay, el que atropelló al niño. Por cierto, cuando los hayamos atrapado, no olvidéis que el coche tiene que ser examinado por la Científica. Me juego las pelotas a que encuentran sangre del niño en él.

– Según usted, ¿cómo ocurrió lo del pequeño? -preguntó Fazio.

– Muy sencillo. El niño era consciente del peligro que corría e intentó fugarse nada más desembarcar. Pero esa primera vez no lo consiguió, por mi culpa. Entonces lo llevaron a Spigonella. Allí debió de descubrir la escalera interior que conducía a la gruta. Seguramente escapó por allí. Alguien lo vio y dio la voz de alarma. Entonces Zarzis cogió el coche y no paró hasta encontrarlo.

– ¡Pero si ese Zarzis llegó anoche! -dijo Augello.

– Al parecer, va y viene. Siempre está cuando hay que clasificar la mercancía y cobrar el dinero, como ahora. Él es el responsable de estas operaciones ante su jefe.

– Quiero hablarte de los desembarcos -dijo Mimì.

– Adelante -dijo Montalbano. La idea de tener a Zarzis al alcance de la mano le infundía una sensación de bienestar.

– Mi amiga me ha dicho que se trata de una auténtica emergencia. Nuestras patrulleras han avistado cuatro embarcaciones maltrechas y con exceso de carga que se dirigen a Seccagrande, Capobianco, Manfia y Fela. Sólo esperan que consigan llegar a tierra antes de hundirse, porque ¡ni hablar de transbordos o cambios de ruta! Lo único que pueden hacer los nuestros es permanecer cerca, preparados para recoger a los náufragos en caso de que ocurra alguna desgracia.

– Comprendo -dijo en tono pensativo Montalbano.

– ¿Qué es lo que comprendes? -le preguntó Mimì.

– Que estos cuatro desembarcos son una mera maniobra de distracción. Seccagrande y Capobianco se encuentran al oeste de la zona Vigàta-Spigonella, y Manfla y Fela, al este. Por consiguiente, todas las aguas desde Vigàta hasta Spigonella carecen de vigilancia, así como su costa. Una embarcación que conozca la existencia de este pasillo puede pasar por él sin ser vista.

– ¿Entonces?

– Entonces, querido Mimì, eso significa que Zarzis irá a recoger su carga a alta mar con la lancha neumática. No sé si os he dicho que en el piso de arriba del chalet hay una emisora a través de la cual se comunican. ¿Tu subteniente…