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– Veraz, Livia, a primera hora te la mañana, mientraz hacía el muezto, había un muerto gue…

– Adiós -lo interrumpió Livia, enfurecida-. Tengo que irme al despacho. Cuando recuperes el uso de la palabra, me llamas.

Lo único que podía hacer era tomarse otra aspirina, acostarse y sudar como un animal.

Antes de adentrarse en el país de los sueños, repasó, de manera involuntaria, su encuentro con el cadáver.

Cuando llegó al momento en que le levantó el brazo y le enrollaba el bañador alrededor de la muñeca, su película mental se detuvo y retrocedió como en una mesa de montaje. Brazo levantado, bañador enrollado… Stop. Brazo levantado, bañador enrollado… Y el sueño ganó la partida.

Se levantó a las seis de la tarde. Había dormido como un niño y estaba mucho mejor del resfriado. Pero debía tener paciencia y quedarse en casa el resto del día.

Aún se encontraba un poco cansado, pero comprendía el motivo: era la suma de factores de una noche infame: el baño, el esfuerzo de remolcar el cadáver hasta la playa, el golpe de la barra de hierro contra la cabeza y, sobre todo, la bajada de tensión por no haber ido a ver al jefe superior. Se encerró en el cuarto de baño, se dio una ducha larga, se afeitó cuidadosamente y se vistió como para ir al despacho. Pero, en vez de eso, tranquilo y firmemente decidido, llamó a la Jefatura Superior de Montelusa.

– ¿Oiga? Soy el comisario Montalbano. Quisiera hablar con el señor jefe superior. Es urgente.

Tuvo que esperar unos cuantos segundos.

– ¿Montalbano? Soy Lattes. ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?

¡Vaya por Dios! El dottor Lattes, el jefe del gabinete, llamado «Lattes y mieles» por su empalagoso carácter, era lector asiduo de L'Avvenire y Famiglia Cristiana. Estaba convencido de que todo hombre de bien debía tener mujer y numerosa prole. Y puesto que, a su manera, apreciaba a Montalbano, nadie conseguía quitarle de la cabeza la idea de que el comisario no estaba casado.

– Todos bien, gracias a la Virgen -contestó Montalbano.

Sabía que lo de «gracias a la Virgen» facilitaba la máxima disponibilidad por parte de Lattes.

– ¿En qué puedo servirle?

– Quisiera departir con el señor jefe superior.

¡Departir! Montalbano se despreció. Pero, cuando uno tenía que habérselas con los burócratas, lo mejor era hablar como ellos.

– El caso es que el señor jefe superior no está. Ha sido convocado en Roma (pausa) por Su Excelencia el ministro.

Montalbano sabía a qué se había debido esa pausa, a la respetuosa puesta en pie del dottor Lattes al mencionar, aunque no en vano, a Su Excelencia.

– ¡Ah! -se lamentó Montalbano, desinflándose-. ¿Y sabe cuánto tiempo permanecerá ausente?

– Dos o tres días, creo. ¿Puedo yo ayudarlo en algo?

– Se lo agradezco, dottore. Esperaré a que vuelva… «Y pasarán los días…» -canturreó con rabia, mientras colgaba violentamente el teléfono.

Se sentía como un globo deshinchado. Ahora que había tomado la decisión de dimitir, mejor dicho, de presentar la dimisión, porque así era como había que decirlo, algo se interponía en su camino. De pronto notó que, a pesar del cansancio, acentuado por la llamada telefónica, tenía un hambre canina.

Eran las seis y diez. Aún no era hora de cenar. Pero ¿quién dice que haya que comer siguiendo un horario establecido? Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado un plato de enfermo: pescadilla hervida. Sólo que eran enormes, frescas y nada menos que seis. No le apetecían, le gustaban fritas y aliñadas con unas gotas de limón y sal. Adelina había comprado por la mañana una barra de pan cubierta de giuggiulena, esas semillas de sésamo que tan a gusto se comen recogiéndolas una a una del mantel con la yema del dedo índice ligeramente mojada de saliva. Puso la mesa en la galería y se comió el pan saboreando cada bocado como si fuera el último de su existencia.

Cuando acabó ya eran más de las ocho. Y ahora ¿cómo pasaba el rato hasta que se hiciera de noche? El problema se lo resolvió Fazio de golpe llamando a la puerta.

– Buenas tardes, dottore. Vengo a informarle. ¿Cómo se encuentra?

– Mucho mejor, gracias. Pasa. ¿Qué has hecho con Bausan?

Fazio se acomodó en una butaca, sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a leer.

– Angelo Bausan, hijo de Angelo y de Angela Crestin, nacido en…

– Los de por allí son todos unos ángeles -lo interrumpió el comisario-. Y ahora, elige. O guardas ahora mismo ese papel en el bolsillo o te echo a patadas.

Fazio reprimió su «complejo de registro civil» -como lo llamaba el comisario-, guardó el papel en el bolsillo con mucha prosopopeya y dijo:

– Dottore, después de su llamada he ido de inmediato a la casa donde vive este Angelo Bausan. La vivienda, situada a unos cientos de metros de aquí, pertenece a su yerno Maurizio Rotondò. Bausan no tiene licencia de armas. No puede imaginarse lo que he tenido que sufrir para conseguir que me entregara el revólver. Entre otras cosas, he recibido un golpe en la cabeza que me ha propinado su mujer con la escoba. La escoba de la señora Bausan no es cualquier cosa y la vieja tiene una fuerza que… Bueno, usted ya sabe algo de eso.

– ¿Por qué no quería entregarte el revólver?

– Porque, según él, tenía que devolvérselo al amigo que se lo había prestado, un tal Roberto Pausin. He transmitido sus datos a la Jefatura Superior de Treviso, y lo han detenido. Ahora el caso está en manos del juez.

– ¿Hay alguna novedad sobre el cadáver?

– ¿El que usted ha encontrado?

– ¿Cuál si no?

– Mire, dottore. Mientras usted estaba aquí han encontrado otros dos muertos en Vigàta y alrededores.

– A mí me interesa el que he encontrado yo.

– Ninguna novedad, dottore. Seguramente se trata de algún inmigrante ilegal que se ha ahogado durante la travesía. En cualquier caso, a estas horas el doctor Pasquano ya le habrá practicado la autopsia.

Como si lo hicieran a propósito, sonó el teléfono.

– Ponte tú -dijo Montalbano.

Fazio alargó la mano y descolgó el auricular.

– Casa del dottor Montalbano. ¿Que quién soy yo? Soy el inspector Fazio. Ah, ¿es usted? Disculpe, no lo había reconocido. Se lo paso ahora mismo.

Entregó el auricular al comisario.

– Es el doctor Pasquano.

¡¿Pasquano?! ¿Cuándo se había visto que el doctor Pasquano lo llamara a casa? Algo muy gordo tenía que ser.

Tres

– ¿Sí? Soy Montalbano. Dígame, doctor.

– ¿Quiere explicarme una cosa?

– A sus órdenes.

– ¿Cómo es que, siempre que me envía un cadáver, no deja de tocarme las pelotas para que le dé el resultado de la autopsia, y esta vez en cambio le importa un carajo?

– Verá, lo que ha ocurrido ha sido que…

– Yo le diré lo que ha ocurrido. Usted pensaba que el cadáver que ha rescatado era el de un pobre inmigrante ilegal, uno de los más de quinientos que flotan en el canal de Sicilia; pronto podremos ir a Túnez caminando sobre ellos. Total, uno más uno menos, ¿qué más da?

– Doctor, si tiene ganas de desahogarse conmigo por algo, no se prive. Pero usted sabe muy bien que yo no pienso así. Esta mañana…

– ¡Ah, sí! Esta mañana usted estaba ocupado exhibiendo sus atributos viriles en el concurso de «Míster Comisario». Lo he visto en Televigàta. Al parecer ha tenido, ¿cómo se dice?…, una audiencia muy alta. Enhorabuena y que sea para bien.

Pasquano era así: insulso, antipático, agresivo, irritante. Pero el comisario sabía que se debía a su permanente enfado contra todo y contra todos. Pasó al contraataque, utilizando el tono que la ocasión requería.