– Me asustas -susurró Tonio-. Me das asco, no hay otra manera de decirlo. Te sacaron de Calabria, te vistieron de terciopelo y te convirtieron en un ser que no piensa, que no tiene alma, con el aspecto de un caballero cuando, en realidad, careces de voluntad y credo, desconoces lo que es el honor, y eres incapaz de albergar ningún sentimiento honorable. Me arrebatarías el nombre, el cuerpo incluso, en nombre de la música, de sus exigencias, y ahora me mandas a la cama del cardenal como un tributo a pagar…
– ¡Sí, sí, sí! -exclamó Guido-. Te pido que hagas todo eso. Hazme parecer un demonio si quieres, aun así te aseguro que la naturaleza que asignas a todos esos valores es hermosa pero irrelevante. Tú no estás sujeto a las reglas de los hombres, tú eres un castrato y estás por encima.
– ¿Y para ti? -preguntó Tonio en un susurro-. ¿Qué significa para ti que me acueste con él? -No osaba levantar la voz-. ¿No sientes nada?
Guido se volvió de espaldas.
– Me mandas de tu cama a la suya -prosiguió Tonio- como si yo sólo fuera un regalo para Su Eminencia, en señal de gratitud y respeto…
Guido se limitó a sacudir la cabeza.
– ¿No comprendes lo que es el honor, Guido? -preguntó Tonio en voz baja-. ¿Te lo cortaron en Calabria? A mí no.
– Honor, honor. -Guido se volvió despacio-. Si no está guiado por el corazón, por la sabiduría, ¿qué es el honor? ¿De qué sirve? ¿Qué deshonor hay en darle a ese hombre lo que te pide si con ello no sufres ninguna humillación? Tú eres un banquete del que desea saciarse al menos una vez, quizá dos, mientras estés bajo su techo. ¿Qué daño puede ocasionarte? Si fueras una muchacha virgen podrías argüir ese motivo, pero entonces nunca te lo pediría. Él es un santo. Y si fueras un hombre, ¿acaso te avergonzaría admitir que está en tu naturaleza acceder a sus deseos? Podrías alegar que sientes aversión, tanto si fuera verdad como si no. Sin embargo, tú no eres ni lo uno ni lo otro, eres libre, Tonio, libre. Hay hombres y mujeres que todas las noches de su vida sueñan con esa libertad. Y tú que la tienes por naturaleza, la desprecias. Es un cardenal, por el amor de Dios. ¿Se te ocurre alguien mejor a quien hacerle entrega de eso tan precioso que Dios te ha dado?
– Calla -insistió Tonio.
– Cuando te poseí por primera vez -dijo Guido- fue en el suelo de mi estudio en Nápoles. Estabas solo y desamparado, sin padre ni madre, sin familiares ni amigos. ¿Hubo honor entonces?
– Hubo amor -replicó Tonio-. ¡Y pasión!
– ¡Pues ámalo a él! Es un gran hombre. La gente está horas ante su puerta sólo para verlo pasar. Ve y ámalo y la pasión surgirá.
Casi de inmediato, Guido se volvió de espaldas otra vez.
El silencio era insoportable. Sin darse cuenta, contuvo el aliento.
La ira lo enardecía y deformaba su rostro. Toda aquella desdicha que lo había acechado desde que inició el viaje acababa de caer sobre él. Se encontraba indefenso.
Inmerso como estaba en esa ansiedad, en esa confusión, la luz se hizo en su mente.
Cuando oyó que la puerta se abría y se cerraba, fue como si le golpearan en mitad de la espalda.
Se dirigió al escritorio con movimientos bruscos.
Se sentó ante una partitura abierta, y tras mojar ávido la pluma, empezó a escribir.
Permaneció mucho tiempo mirando los signos en el pergamino, sosteniendo la pluma en la mano. Luego la dejó sobre la mesa con un movimiento tan lento que apenas alteró el curso de las motas de polvo en el aire.
Sus ojos recorrieron los objetos de la habitación. Presionó el brazo derecho alrededor de la cintura como para resguardarse ante algún terrible ataque, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos.
Capítulo5
Tonio estaba ante las puertas de los aposentos del cardenal.
En el núcleo de todo aquello se abría paso la dolorosa convicción de que era él quien lo había propiciado. No sabía exactamente por qué, pero sentía que era culpa suya.
Incluso la primera vez, cuando el viejo Nino había ido a buscarlo aduciendo que Su Eminencia no podía dormir, Tonio había experimentado una fugaz excitación ante la idea de que el gran hombre requiriera su presencia.
En la actitud del criado había algo extraño, la manera en que se había apresurado a quitarle la levita, instándole a que se la cambiara por otra más elegante. Sus gestos eran furtivos, como si tuviera que andar de puntillas por algún motivo concreto, y darse prisa para que nadie los descubriera.
Nino se había sacado del bolsillo un viejo peine, áspero y roto, y se lo había tendido a Tonio para que se peinara.
Al principio, Tonio no había advertido que se trataba de un dormitorio. Sólo se había fijado en los tapices de la pared: antiguas figuras de una escena de caza en la que aparecían multitud de diminutos animales entretejidos con las flores y las hojas. La luz de las velas iluminaba extraños y ensimismados rostros de hombres y mujeres a caballo que parecían observarlo por el rabillo del ojo.
A continuación, descubrió el clavicémbalo: un pequeño instrumento portátil, con una sola hilera de teclas. Tras él se encontraba el cardenal, un despliegue de suaves movimientos y sonidos, vestido con una túnica del mismo color que la oscuridad, con la que se fundía debido a las pocas velas incrustadas en los tapices de la estancia.
Las palabras del cardenal no tenían principio ni final. El corazón de Tonio latía con fuerza, mientras experimentaba la sensación de estar cometiendo un pecado aunque no sabía por qué. Le había llegado una frase a medias, algo acerca de una canción, de la fuerza de una canción; al parecer quería que Tonio cantase.
Tonio se sentó y posó las manos sobre las teclas. Las notas eran cortas, de exquisita y delicada armonía. Comenzó un aria, una de las más dulces y tristes que Guido hubiera compuesto, una reflexión sobre el amor perteneciente a una serenata que jamás había interpretado en público. Aquella pieza le gustaba más que la música que cantaba en Nápoles, más que las tempestuosas composiciones que Guido había escrito para él en los últimos tiempos. La letra, de un poeta desconocido, utilizaba el anhelo del amante como símbolo del anhelo de lo espiritual. A Tonio le encantaba.
Cuando ya estaba cantando, había alzado la mirada para fijarla en el rostro del cardenaclass="underline" su singularidad, su perfección casi hierática hacían que su figura destacara con una cualidad casi magnética, a pesar de que seguía sumido en las sombras. No decía nada, aunque el placer que experimentaba era obvio, y Tonio puso todo su empeño en interpretar aquella canción lo mejor que pudo. Le asaltaban algunos recuerdos, o al menos eso creía, por aquella familiar sensación de bienestar que experimentaba mientras cantaba exclusivamente para aquel hombre.
Al final hizo una pausa y pensó: «¿Qué canción produciría mayor deleite al cardenal?» Y cuando éste se puso delante una copa de vino de Borgoña, Tonio advirtió que estaba completamente solo.
– Permitidme, mi señor. -Se levantó al ver que el cardenal se servía su propia copa.
Pero cuando había alargado el brazo para coger la elegante jarra, el hombre lo había agarrado y lo había atraído hacia sí hasta que quedaron uno contra el otro y Tonio notó el corazón del cardenal en su pecho.
Se sumió en una total confusión, percibió la fuerza del hombre bajo su túnica oscura, su aliento entrecortado y el tormento que sufría cuando lo soltó.
Tonio recordaba que había retrocedido. Recordaba que el cardenal se había acercado a la ventana y había mirado las luces distantes. A lo lejos se adivinaba la leve inclinación de una colina, pequeñas ventanas y tejados que se recortaban contra la palidez del cielo.
Desdicha, desdicha entremezclada con un cierto sentimiento de triunfo, la embriagadora emoción de lo prohibido colmaba el aire como si se tratara de alguna fragancia. El cardenal ya se había vuelto hacia él y había tomado una decisión. Apoyó las manos en el cuello de Tonio, lo acarició con los pulgares, y con un susurro le preguntó si quería desnudarse.