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Pero ¿cómo voy a atarme el corpiño, pensaba, cómo voy a sujetarme las faldas? ¿Tengo que llevarlo todo de vuelta al palazzo del cardenal y entregárselo a ese viejo desdentado que, aunque haya engendrado una docena de hijos en la choza de una calleja, no tiene ni idea de ropa femenina?

En aquella habitación hacía calor, el bullicio de Roma repiqueteaba y zumbaba tras las ventanas cerradas, y la luz se posaba a franjas sobre aquella inmensa falda de seda.

La mujer percibió las dudas de Tonio. Dio unas palmadas para llamar su atención y ordenó a sus doncellas que se retirasen.

– Signore… -Se inclinó hacia él con los brazos extendidos para quitarle la capa. Tonio notó que el peso de ésta desaparecía de sus hombros-. He vestido a los cantantes más famosos del mundo. Yo no sólo hago ropa, también fabrico ilusiones. Permítame que se lo demuestre, signore. Cuando se mire de nuevo en el espejo no dará crédito a sus ojos. Es usted muy bello, signore. He soñado con usted cuando trabajaba con la aguja.

Tonio soltó una suave y seca risa.

Se puso en pie, desplegando su estatura ante ella, sonriendo a aquel rostro menudo, moreno y arrugado. Sus ojos tenían la forma de dos pequeñas almendras, unas almendras que alguien acabara de sacarse de la boca, brillantes de humedad.

Cogió la levita que Tonio le tendía y la dejó de lado casi con arrobo, su mano acarició el tejido como para calcular su valor ante un posible comprador, pero había reservado su gesto más adorable para las ropas que le ayudaría a ponerse.

– Los pantalones también, signore. Es importante. -Los señaló ante la resistencia de Tonio-. En estas cuestiones debe pensar que soy como su mamma. Mire, para comportarse como una mujer, tiene que sentir como una mujer.

– ¿Y no sería mejor sentir como un centauro, signora? -preguntó entre dientes-. ¿Dispuesto en cualquier instante a pisarme los volantes y provocar estragos entre las tiernas vírgenes de la primera fila? -Tonio temblaba de ira.

– Tiene usted una lengua muy afilada, signore -rió ella, mientras le quitaba los calcetines y las babuchas. Tonio respiró hondo y cerró los ojos un instante.

Luego permaneció inmóvil. Aunque no hacía frío, un estremecimiento recorrió su piel desnuda. Cuando ella se acercó, lo tocó como si fuese tan valioso como el tejido, le puso la enagua en argolla con sus amplias varillas alrededor de la cintura y ató los lazos de ésta a la espalda. Él balanceó la prenda, mientras la mujer dejaba caer los fustanes sobre ella. Luego le tocó el turno a la voluminosa falda de seda violeta con diminutas flores rosas bordadas. Perfecto, perfecto. Luego la blusa de encaje, que le abrochó con diestra eficiencia sobre el pecho.

Los movimientos de la mujer se hicieron más lentos, intuía que aquel corpiño almohadillado, aquella armadura, era el punto crucial. Le quedaría por encima de los hombros y sus mangas violeta oscuro caerían hasta la falda de volantes. Lo alzó, para que él pasara los brazos, y lo abrochó primero por la cintura.

– Ah, es usted la respuesta a mis oraciones -dijo mientras cerraba el corchete. Tonio notó por primera vez el armazón de ballenas que la prenda llevaba cosido en su interior. Lo oprimía y, sin embargo, era suave y agradable al tacto, y a medida que ella se lo iba apretando sobre el pecho, experimentaba una extraña sensación, cercana al placer. Aquel objeto lo sostenía, lo impulsaba y le daba forma al mismo tiempo.

Las pequeñas manos de la mujer se detuvieron unos instantes en la carne desnuda de su garganta, la tersa piel que descendía hasta el volante que le adornaba el pecho. Y entonces ella, en tono confidencial, dijo:

– Permítame, señor. -Deslizó aquellas cálidas y curtidas manos en el interior del tejido que acababa de colocar, dio forma a la carne y la levantó, hasta que, al bajar la mirada, Tonio descubrió una elegante disposición y la hendidura que insinuaba unos pechos de mujer.

La boca se le llenó de saliva amarga. No se miró al espejo. Estaba tan inmóvil que parecía extasiado, los ojos miraban desorbitados hacia un lado, mientras ella le arreglaba la falda violeta y le alisaba el corpiño, antes de ofrecerle un asiento. Tonio fijó la vista en sus manos.

– No precisará ningún maquillaje, señor -dijo ella-. Ah, pero si hay mujeres que harían cualquier cosa por tener unas pestañas como las suyas… Y el cabello, oh, el cabello. -Sin embargo lo cepilló hacia atrás, lo aplanó y Tonio sintió sobre la cabeza el peso de la peluca. No era muy grande, tan blanca como la nieve y estaba adornada con diminutas perlas. El peinado se recogía en la nuca, desde donde caía en unos suaves rizos que acariciaron la espalda desnuda de Tonio. Ella le sujetaba el cuello, justo por debajo del cabello, y luego se volvió hacia él de modo que el rostro de Tonio rozó sus generosos pechos.

– Sólo un poco de sombra, signore -dijo con una mueca-. Magia negra para los ojos.

– Yo mismo lo haré -replicó él e intentó quitarle el pincel.

– ¿Por qué me mortifica, señor? Quiero hacerlo yo -objetó ella, y luego soltó una carcajada, un risa seca y asexual que tenía resonancias de otra-. No, no se mire en el espejo -le pidió y alzó las manos para cortarle el paso en caso de que a Tonio se le ocurriera salir huyendo. Se inclinó y le tocó los ojos con una seguridad de la que él siempre había carecido. Primero fue el levísimo peso de la pintura en las pestañas, luego le alisó y endureció las cejas-. Embellezcamos lo que ya es hermoso -cloqueó ella, sacudiendo la cabeza, y entonces, de repente, en un impulso, lo besó en ambas mejillas.

Tonio echó la cabeza hacia un lado, pensando: «Cuando salga de aquí, ese imbécil de criado tendrá que llevarme la espada. Al parecer el cardenal prefiere rodearse de auténticos idiotas. Quizá yo también soy un auténtico idiota.» Luego se inclinó hacia delante y se protegió los ojos con la mano. La mujer había abierto los postigos, y el cálido sol bañaba la habitación. Tonio percibió el destello de la luz a su alrededor y entonces ella dijo:

– Querido niño.

Le apoyó las manos en los hombros.

«Como odio que me llamen así», pensó de nuevo Tonio, asqueado.

– Levántese y mírese en el espejo. ¿He cumplido mi promesa? -preguntó entre susurros-. Su belleza es única. Los hombres caerán rendidos a sus pies.

Contempló su propia imagen en silencio.

No sabía quién era aquella criatura. ¿Bonita? Oh, sí, era bonita, e inocente, muy inocente; sus grandes y oscuros ojos parecían acusarlo de algún pensamiento sombrío. El corpiño moldeaba su cintura a la perfección y se iba ensanchando a medida que ascendía con sus hileras de volantes color crema hasta aquella tersa y blanca piel que creaba la ilusión de un pecho femenino. Domenico hubiera enloquecido de celos. Y el cabello blanco daba a su rostro un aire sumamente frágil y delicado: sus rasgos se habían convertido en los de una cándida jovencita.

La peluca blanca se alzaba desde la imperceptible línea de la frente y los rizos caían sobre la seda centelleante de las largas y vaporosas mangas.

Ella lo hizo girarse con ambas manos y se puso de puntillas para comprobar algún último detalle; después, mojó el dedo en el bote de carmín y luego se lo pasó por los labios.

– ¡Ah! -La mujer no pudo contener una exclamación al tiempo que retrocedía-. Ahora, deme la pierna -dijo, y le levantó las faldas mientras se sentaba.

Tonio apoyó el pie en su regazo. Ella tenía la media recogida en un círculo y se la subió pierna arriba hasta sujetarla con una liga en la rodilla.