– Sí, el interior es tan importante como el exterior -afirmó en un tono que parecía más una reflexión. Cogió las babuchas de cuero blanco como si fueran de cristal.
Cuando por fin hubo terminado, retrocedió casi sin aliento.
– Signore… -Contrajo los ojos-. Juro por Dios que ni yo misma lo reconocería. -Siguió mirándolo como si no quisiera que se moviese-. Y recuerde lo que le he dicho -advirtió, al tiempo que se acercaba al perchero donde había colgado la chaqueta-. Muévase despacio, no intente imitar a una mujer, porque si se mueve demasiado rápido y amanera demasiado los gestos, la ilusión se romperá. Recuerde que toda ilusión es una completa mentira. Muévase más despacio que cualquier criatura humana y mantenga los brazos pegados al cuerpo.
Tonio asintió. De hecho, ya había llegado a esta misma conclusión por su cuenta. Había pasado días estudiando a todas las mujeres que había podido, con tanta concentración y tan largamente que había pecado de indiscreto.
– ¿Qué es lo que busca? -preguntó mientras se acercaba a Tonio para arrebatarle de las manos su ropa de hombre. Él ya había sacado el puñal y cuando la mujer lo vio, se detuvo.
Tonio le sonrió mientras deslizaba la helada hoja metálica entre sus pechos.
La mujer se volvió de repente, tomó una pequeña rosa de un florero, la levantó a la luz para observar el tallo encerrado en un tubo de cristal y lo deslizó junto al mango del puñal, de forma que sólo se viera el diminuto capullo.
Después agarró su mano y le masajeó los dedos antes de colocarle anillos de bisutería. Luego posó la mano sobre la fragante y pequeña rosa.
– Sienta esa suavidad -susurró-. Usted debería tener esta misma experiencia. -Y de nuevo, sus ásperos labios rozaron las mejillas de Tonio-. Estoy enamorada de usted. -Su voz grave retumbó desde lo más profundo de su pecho, y dejó al descubierto sus pequeños y perfectos dientes en una sonrisa lacónica.
El carruaje avanzaba despacio por Via Véneto y tenía que detenerse a cada instante debido a la procesión que lo precedía, los surcos de la lluvia caída la noche anterior, que una vez secos convertían el pavimento en una superficie desigual y poco segura, y el enjambre de viandantes agolpados junto a los caballos que relinchaban impacientes.
Tonio, con una enguantada mano blanca apoyada en la ventanilla, sólo tenía ojos para los cafés que daban a la calle y, de improviso, golpeó el techo del carruaje. Advirtió que el vehículo se ladeaba y se detenía con un chirrido junto al bordillo.
El desdentado y viejo lacayo había saltado ya para abrirle la puerta. Sostuvo la espada mientras Tonio le daba instrucciones y siguió a su señora que avanzaba entre el gentío que le abría paso con miradas de admiración hasta que entró en un café.
A la derecha, pero cerca del centro, de forma que pudiera observar el incesante desfile de la calle, se encontraba sentado Guido, con el codo apoyado en la mesa y la copa de vino, intacta, delante. Tenía los ojos entornados; se le veía fatigado, pero no obstante su duro rostro parecía extrañamente rejuvenecido, como si el cansancio hubiera debilitado sus defensas, y el desencanto y la preocupación le permitiesen adoptar una expresión, aunque ceñuda, más juvenil y natural.
Ni siquiera se dio cuenta de que acercaban un banco a su mesa ni reparó en la dama que tomaba asiento junto a él.
Entonces se recostó en el respaldo de la silla, sorprendido al descubrir la seda violeta del vestido. Tonio, inmóvil como una muñeca en medio de su voluminoso atuendo, contemplaba la calle con aire sereno.
El aire era cálido y acariciador y Tonio apartó el fino fichu que cubría sus pechos. De todas partes le llegaron miradas furtivas. Había armado un pequeño revuelo. Ni siquiera el chico que servía las mesas sabía qué hacer, si acercarse, hacerle una reverencia o ambas cosas a la vez, mientras sostenía con dificultad la bandeja en una mano. Tonio notó los ojos de Guido fijos en él, y entonces, despacio, inclinó la cabeza y se volvió, por lo que cuando clavó de nuevo la vista en Guido, sus miradas se encontraron.
El rostro de Guido le pareció completamente distinto, la expresión de sus ojos, la forma de su boca. De repente, lo invadió una sensación sensual e íntima. ¡Guido no lo había reconocido! Alzó el abanico, siguiendo los consejos de la mujer, y lo abrió del todo como si revelase algún espléndido secreto al tiempo que ocultaba la boca tras él y subía y bajaba despacio la mirada.
Capítulo7
Estaba tan absorto en sus pensamientos que no oía muy bien las palabras de Guido, aquel encantador y burbujeante parloteo al que solía entregarse cuando estaba contento. Tonio lo dejaba hablar, y de vez en cuando asentía graciosamente.
El intenso calor de la tarde no había impedido que la exquisita dama y su enamorado acompañante alquilaran un carruaje abierto para recorrer la ciudad. Guido había reprendido varias veces a la hermosa doncella por el descaro con que lo había abordado antes de que él la reconociera. Habían visitado media docena de iglesias cogidos del brazo, la dama abriendo la sombrilla de vez en cuando con un lánguido suspiro debido al calor. Habían cenado temprano en Via Condotti, y luego realizaron el inevitable viaje de un extremo a otro del Corso antes de dirigirse finalmente a casa.
Antes habían estado, sin embargo, en casa de la signora Bianchi, la costurera, a fin de contratarla para trabajar en los camerinos mientras la ópera de Guido se mantuviese en cartel. Ya sabía el nombre y el argumento de la obra: Achille en Sciro, basada en un reciente libreto de Pietro Metastasio, el poeta que desde siempre Guido había querido utilizar y que gozaba de gran popularidad.
– Te va como anillo al dedo -le decía-. La madre de Aquiles quiere mantenerlo alejado de la guerra de Troya y lo manda a la isla de Scyros, disfrazado de Pirra, una muchacha joven. En una parte de la ópera harás el papel de Pirra y luego, engañado para que reveles tu verdadera identidad, te convertirás en Aquiles y lucirás una armadura dorada. Así que ya ves, eres un hombre que hasta en el escenario tiene que hacer el papel de mujer.
– Sí -admitió Tonio-, es espléndido. -Sonrió, pero ni siquiera se hallaba en aquella habitación, y sólo de vez en cuando volvía al presente, para maravillarse tal vez de como había disfrutado de su disfraz cuando los hombres lo admiraban, de cómo había notado que salía a la superficie un confuso espíritu de venganza, mezcla de desdén y mezquindad, y al mismo tiempo temerario e inocentemente juvenil. Tenía en las manos la pequeña rosa que le había dado la costurera; el agua del tubo la había mantenido. Y de nuevo ataviado con su camisa y sus pantalones más confortables, recostado y con los pies apoyados en la silla que tenía delante, acariciaba los pétalos con brusquedad, intentando abrirlos.
– Así que tú te ves todo el tiempo tentado a revelar quién eres y entonces…
– Guido, la versión de Sarri fue la ópera inaugural del San Carlos. La vimos juntos -le recordó Tonio en voz baja.
– Sí, pero no prestaste demasiada atención al libreto, si no me equivoco. Además, he introducido bastantes cambios. Olvídate de aquella versión. Sé lo que quieren los romanos. Quieren una originalidad absoluta, pero sin excesos imaginativos. Quieren sensación de solidez y opulencia, quieren una interpretación intachable.
Era un reto, pensaba Tonio, encerrarse dentro de esas prendas, saber lo que otros ignoraban, verlos ponerse en ridículo mientras le lanzaban miradas discretas, a veces invitaciones abiertas. ¿Qué lo había hecho cambiar?, se preguntaba. ¿El deseo de convertirse en el perpetrador de una vil personificación en lugar de ser la víctima de ella? ¿Cuándo aquella vieja sensación de vulnerabilidad había dado paso a una ansiedad de poder? No lo sabía.
Hacía ya rato que habían cenado cuando Guido se levantó del sillón situado junto a la ventana para recibir un mensaje que había sido entregado a las puertas del palazzo.